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Pero aquel momento no llegaría nunca. Y había sido a su regreso de Bramshill una semana más tarde cuando, al conectar la radio, oyó la noticia de que Berowne había dimitido de su cargo ministerial. Los detalles fueron escasos. Como única explicación, Berowne dijo que había llegado en su vida el momento de tomar una nueva dirección. La carta del primer ministro, publicada en el Times del día siguiente, había sido convencionalmente elogiosa, pero breve. El gran público británico, al que en su mayoría le hubiera sido difícil nombrar a tres miembros del Gabinete, en este o cualquier otro gobierno, estaba ocupado buscando el sol en uno de los veranos más lluviosos de los últimos años, y aceptó la pérdida de un joven ministro con ecuanimidad. Aquellos chismosos parlamentarios que permanecían en Londres, soportando el aburrimiento de la época de calma, esperaban, expectantes, el escándalo que se produciría, y Dalgliesh esperaba con ellos. Sin embargo, al parecer no había escándalo y la dimisión de Berowne seguía sumida en el misterio.

Desde Bramshill, Dalgliesh había reclamado ya los informes sobre las investigaciones efectuadas sobre la muerte de Theresa Nolan y Diana Travers. A la vista de los documentos, no había motivo de preocupación. Theresa Nolan, después de pasar por un confinamiento médico por motivos psiquiátricos, había dejado una nota para sus abuelos, que éstos habían confirmado como escrita sin duda por ella y en la que dejaba bien clara su intención de poner fin a sus días. Y Diana Travers, después de beber y comer con exceso, al parecer se había zambullido en el Támesis para nadar hasta la barcaza donde sus compañeros se estaban divirtiendo. A Dalgliesh le había quedado una sensación de duda en el sentido de que ninguno de los dos casos era tan claro como los informes pretendían demostrar, pero, por otra parte, tampoco había pruebas prima facie de juego sucio en ninguna de las dos muertes. No tenía la menor certeza acerca de qué profundidad había de dar a sus investigaciones, o de si, dada la dimisión de Berowne, había alguna motivación para ellas. Había decidido no hacer nada más de momento y dejar que Berowne diera el primer paso al respecto.

Y ahora Berowne, presunto portador de la muerte, había muerto a su vez, por su propia mano o por la de alguna otra persona. Cualquiera que fuera el secreto que quería confiarle en aquel breve paseo hasta la Cámara, quedaría ignorado para siempre. Pero, si de hecho había sido asesinado, entonces los secretos saldrían a relucir: a través de su cadáver, a través de los íntimos detritos de su vida, a través de las bocas, sinceras, traicioneras, balbuceantes o titubeantes, de su familia, sus enemigos y sus amigos. El asesinato era el principal destructor de la intimidad, como lo era de tantas otras cosas. Y a Dalgliesh el hecho de que debiera ser él, el hombre ante el cual Berowne había mostrado cierta disposición a la confianza, quien ahora se pusiera en marcha para iniciar ese proceso inexorable de violación, le parecía un giro irónico del destino.

IV

Casi habían llegado a la iglesia cuando por fin pudo volver sus pensamientos al momento presente. Massingham había observado, en atención a él, un silencio inusual, como si percibiera que su jefe le agradecía este breve intervalo entre el conocimiento y el descubrimiento. Y no le fue necesario preguntar el camino. Como siempre, había trazado el mapa de su ruta antes de partir. Avanzaban por la carretera de Harrow y acababan de pasar ante el complejo del Hospital Saint Mary, cuando de pronto apareció ante ellos, a su izquierda, el campanario de Saint Matthew. Con sus pétreos motivos cruzados, sus altos ventanales arqueados y su cúpula de cobre, recordó a Dalgliesh las torres que, en su infancia, había erigido laboriosamente con su juego de construcciones, colocando precariamente una pieza sobre otra, hasta que finalmente se derrumbaban todas, en ruidoso desorden, en el suelo del cuarto de jugar. Éste le ofrecía ahora la misma fragilidad y, mientras lo miraba, casi esperaba ver cómo se inclinaba y se derrumbaba.

Sin decir palabra, Massingham enfiló el siguiente desvío a la izquierda y una estrecha carretera flanqueada en ambos lados por una serie de casitas. Eran todas ellas idénticas, con sus ventanucos de la planta superior, sus porches estrechos y su cuadrada ventana principal, pero era evidente que aquella carretera se adentraba en un mundo. Algunas de las casas todavía mostraban los signos indicativos de una ocupación múltiple; césped cuidado, pintura que se caía y cortinas corridas para mantener los secretos del interior. Pero a estas casas las sucedían otras con mayor colorido, de cierta aspiración social, con puertas recién pintadas, farolillos, alguna que otra maceta colgante con flores, y el jardín delantero pavimentado para permitir el aparcamiento del coche. Al finalizar el camino, la enorme mole de la iglesia, con sus paredes majestuosas de ladrillo ennegrecido por el humo, parecía tan extraña al lugar como distante de la escala que observaba toda aquella serie de pequeñas viviendas unifamiliares.

El gran pórtico del norte, de un tamaño propio para una catedral, estaba cerrado. Junto a él, un mugriento tablero indicaba el nombre y la dirección del párroco y el horario de las misas, pero nada más sugería que aquella puerta se abriera en alguna ocasión. Avanzaron lentamente por un estrecho camino asfaltado, entre el muro sur de la iglesia y la barandilla que bordeaba el canal, pero sin observar ningún signo de vida. Era evidente que la noticia del asesinato todavía no había circulado. Había tan sólo dos coches aparcados ante el porche sur. Uno de ellos, supuso, pertenecía al sargento de detectives Robins, y el Metro rojo a Kate Miskin. No le sorprendió que ésta hubiera llegado antes que ellos. Ella misma abrió la puerta antes de que Massingham pudiera llamar, con su ovalado y atractivo rostro bien maquillado bajo la aureola de cabellos de color castaño claro, y ofreciendo, con su camisa, sus pantalones y su chaqueta de cuero, un aspecto tan elegante como si acabara de llegar de un paseo por la campiña. Dijo:

– Respetuosos saludos del inspector de distrito, señor, pero ha tenido que regresar a la comisaría. Ha habido un homicidio en Royal Oak. Se marchó apenas llegamos el sargento Robins y yo. Si le necesita, estará disponible a partir del mediodía. Los cadáveres están aquí, señor. En lo que llaman la sacristía pequeña.

Era típico de Glynn Morgan no haber alterado en absoluto el escenario. Dalgliesh respetaba a Morgan como hombre y como detective, pero se alegró de que el deber, el tacto o una mezcla de ambas cosas, le hubieran obligado a retirarse. Constituía un alivio no verse obligado a halagar a un detective experto que difícilmente podía acoger con alegría al jefe de la nueva brigada CI que se entrometía en su trabajo.

Kate Miskin abrió de par en par la primera puerta a la izquierda y se apartó para que entrasen Dalgliesh y Massingham. La sacristía pequeña estaba tan profusamente iluminada como un plató de estudio cinematográfico. Bajo el resplandor de la luz fluorescente que bañaba todo aquel extraño escenario, el cuerpo inerte de Berowne, con la garganta cortada, la sangre coagulada, el vagabundo apoyado en la pared como una marioneta sin cuerdas, parecieron por un momento una cosa irreal, un cuadro de Grand Guignol demasiado exagerado y elaborado para resultar convincente. Dirigiendo apenas una mirada al cadáver de Berowne, Dalgliesh avanzó pisando la alfombra hasta llegar a Harry Mack, y se puso en cuclillas junto a él. Sin volver la cabeza, preguntó: