Kate dijo:
– Te refieres a ello como si fuera algo de mal gusto, excéntrico, un tanto presuntuoso. -Guardó silencio por un momento y después preguntó-: Si tuvieras un hijo, ¿lo harías bautizar?
– Sí. ¿Por qué me lo preguntas?
– Por lo tanto, tú crees en todo eso, en Dios, la Iglesia, la religión.
– Yo no he dicho eso.
– Entonces ¿por qué?
– Mi familia ha sido bautizada durante cuatrocientos años, más incluso, supongo. La tuya también, creo. No parece que nos haya hecho ningún daño. No veo por qué debería ser yo el primero en quebrantar la tradición, al menos sin algunos sentimientos en contra que en realidad no poseo.
Y ella pensó si no sería ésta una de las cosas que disgustaban a Sarah Berowne de su padre, ese desprendimiento irónico demasiado arrogante incluso para llegar al fondo de las cosas. Dijo:
– Por tanto, es una cuestión de clase.
Él se echó a reír.
– Para ti, todo es cuestión de clase. No, es una cuestión de familia, de piedad familiar, si quieres.
Ella dijo, procurando no mirarle:
– No soy la persona indicada para hablar de piedad familiar. Soy hija ilegítima, por si no lo sabías.
– No, no lo sabía.
– Bueno, muchas gracias por no decirme que eso no tiene importancia.
Él replicó:
– Sólo afecta a una persona. A ti. Si tú crees que es importante, pues muy bien, ha de ser importante.
De pronto, ella casi sintió simpatía por él. Contempló el rostro pecoso bajo la mata de cabellos rojizos y trató de imaginarle en el escenario de aquella capilla de su colegio. Después pensó en su propia escuela. La Ancroft Comprehensive tenía, desde luego, una religión, puesta al día y, en una escuela con veinte nacionalidades diferentes, eficiente. Era el antirracismo. Allí pronto se aprendía que cabía prescindir de toda insubordinación, indolencia o estupidez si se mostraba solidez en esta doctrina esencial. A ella le daba la impresión de que era como cualquier otra religión; significaba lo que cada uno quisiera que significara: era fácil de aprender, con unos cuantos consejos, mitos y consignas, y era intolerante; ofrecía la excusa para una ocasional agresión selectiva y cabía elaborar una virtud moral a base de despreciar a la gente que resultara desagradable. Y lo mejor de todo era que no costaba nada. A Kate le agradaba pretender que este temprano adoctrinamiento no tenía absolutamente nada que ver con la fría rabia que se apoderaba de ella cuando contemplaba su extremo opuesto, los graffitti obscenos, los insultos proferidos a gritos, el terror de las familias asiáticas que no se atrevían a salir de las barricadas montadas en sus casas. Si la persona había de poseer una ética escolar para obtener la ilusión de pertenecer a una sociedad, entonces, por lo que le había costado, el antirracismo era tan bueno como cualquier otra cosa. Y por más que pudiera pensar ella en sus manifestaciones más absurdas, no era probable que indujera a nadie a ver visiones en una iglesia polvorienta.
VII
Dalgliesh había decidido ir solo en su coche, el sábado por la tarde, a ver a los Nolan en su chalet de Surrey. Era el tipo de tarea que en circunstancias normales hubiera confiado a Massingham y Kate, o incluso a un sargento y otro detective, y pudo ver la sorpresa en los ojos de Massingham cuando le dijo que no necesitaba ningún testigo ni a nadie para tomar notas. El propio viaje era innecesario. Si el asesinato de Berowne estaba vinculado al suicidio de Theresa Nolan, todo lo que él pudiera descubrir acerca de la chica, que en el momento actual no era más que una fotografía de un archivo policial, una cara pálida e infantil bajo una cofia de enfermera, podía ser importante. Necesitaba revestir aquella sombra espectral con la muchacha viva, pero con su intromisión en el dolor de sus abuelos lo menos que podía hacer era facilitarles en lo posible la tarea. No cabía duda de que un oficial de la policía resultaría más tolerable que dos.
Pero sabía que había otra razón para ir él mismo y solo. Necesitaba un par de horas de soledad y tranquilidad, una excusa para alejarse de Londres, de su despacho, de las insistentes llamadas telefónicas, de Massingham y de la brigada. Necesitaba escapar de las críticas de su superior, cuidadosamente silenciadas, en el sentido de que él estaba creando un misterio a partir de un suicidio y asesinato trágicos pero poco notorios, y de que todo ello equivalía a perder tiempo en una caza del hombre sin ninguna presa a la vista. Necesitaba escapar, aunque fuera por breve tiempo, de su abarrotada mesa de trabajo y de la presión de las personalidades, para ver el caso con unos ojos más claros y sin prejuicios.
Era un día caluroso, pero tormentoso. Jirones de nubes se arrastraban a través de un cielo de un azul intenso, y proyectaban sus tenues sombras sobre los campos otoñales ya segados. Dalgliesh seguía el itinerario a través de Cobham y Effingham, y, una vez fuera de la A-3, detuvo su Jagguar XJS y abrió la capota del coche. Después de Cobham, con el viento despeinando sus cabellos, creyó poder oler, en sus ráfagas, el intenso aroma de pino y madera ahumada del otoño. Las estrechas carreteras de la campiña, blanqueadas entre el verdor de sus bordes, discurrían a través de la zona boscosa de Surrey hasta que, de pronto, se le ofreció una amplia panorámica de los South Downs y Sussex. Sintió entonces el deseo de que la carretera siguiera una línea recta ante sus ruedas y permaneciera vacía, sin la menor señal, eternamente, para que él pudiera apretar el acelerador y perder todas sus frustraciones en aquel impulso de energía, para que aquel torbellino de aire otoñal que silbaba junto a sus oídos limpiara, también para siempre, su mente y sus ojos del color de la sangre.
Casi había temido el final de su viaje y éste se produjo con inesperada rapidez. Pasó por Shere y se encontró en la cuesta de una colina y, a la izquierda de la carretera, cercada por robles y álamos, y separada del camino por un breve jardín, se alzaba una casa victoriana poco notable y con su nombre, Weaver's Cottage, pintado en la cerca blanca. Unos veinte metros más allá, la carretera se enderezó y pudo avanzar con su Jaguar lentamente, hasta un lindero recubierto de gravilla. Cuando detuvo el motor, el silencio fue absoluto, sin la presencia de ningún pájaro, y durante unos momentos permaneció inmóvil y exhausto, como si acabara de pasar por una dura prueba que se hubiese impuesto a sí mismo. Había telefoneado y, por tanto, sabía que le estarían esperando. Sin embargo, todas las ventanas estaban cerradas, no salía humo de la chimenea y el edificio tenía la atmósfera hermética y opresiva de un lugar no abandonado, pero sí deliberadamente cerrado frente al mundo. El jardín frontal no presentaba ningún signo de la frondosa exuberancia normal en los jardines de aquel tipo de casa de campo. Todas las plantas formaban hileras, con crisantemos, pensamientos y dalias, y entre ellas otras hileras más bien descuidadas de hortalizas. Sin embargo, no se habían arrancado las malas hierbas y la breve zona de césped a cada lado de la puerta no había sido segada y ofrecía un aspecto abandonado. Había en la puerta un picaporte en forma de herradura, pero no había timbre. Dejó caer suavemente el picaporte, suponiendo que debían de haber oído la llegada del coche y que seguramente esperarían la llamada, pero transcurrió todo un minuto antes de que se abriera la puerta.
– ¿La señora Nolan? -dijo, y exhibió su tarjeta, sintiéndose mientras lo hacía como un inoportuno vendedor puerta a puerta.
Ella apenas la miró, pero se apartó a un lado para dejarle entrar. Debía de estar más cerca de los setenta que de los sesenta años, y era una mujer de constitución frágil con una cara angulosa y angustiada. Sus ojos protuberantes, tan parecidos a los de su nieta, contemplaron los suyos con una mirada que a él ya le resultaba familiar: una mezcla de aprensión, curiosidad y después alivio al comprobar que, por lo menos, él tenía una apariencia humana. Llevaba un vestido de tela plisada azul y gris, mal ajustado en los hombros y que hacía bolsas allí donde ella lo había acortado en el bajo. En la solapa lucía un broche redondo de plata y piedras de colores. El broche colgaba, tirando de la fina tela. Dalgliesh pensó que no era éste su atuendo usual para un sábado por la tarde, y que se había vestido debidamente para recibir su visita. Tal vez fuese una mujer que se vestía para hacer frente a todos los inconvenientes y las tragedias de la vida, en un pequeño gesto de orgullo y desafío ante lo desconocido.