– Perdón.
Cogió el número del Radio Times y la atacó violentamente con él, pero falló el golpe. Necesitó otros dos ataques vehementes contra el cristal de la ventana hasta que el zumbido cesó por fin y el insecto desapareció de la vista, dejando tan sólo una leve traza sanguinolenta. Después dijo:
– ¿Y su hijo?
– Bien, él no podía ocuparse del bebé. No cabía esperarlo. Sólo tenía veintiún años. Y creo que deseaba alejarse de casa, de nosotros, incluso de su hija. Aunque parezca extraño, creo que nos culpaba a nosotros. Ha de saber que, en realidad, nosotros no queríamos que se casaran. Shirley, su esposa, no era la chica que nosotros hubiéramos elegido. Le dijimos que de ese matrimonio no podía salir nada bueno.
Y cuando nada bueno salió de ello, fue a ellos a los que culpó, como si su desaprobación, su rencor, hubieran planeado sobre su esposa como una maldición. Preguntó:
– ¿Dónde está él ahora?
– No lo sabemos. Creemos que se fue a Canadá, pero nunca escribe. Tenía un buen oficio. Era mecánico. Muy entendido en coches. Y siempre había sido muy hábil con las manos. Dijo que no tendría problema en encontrar un empleo.
– Por consiguiente, ¿no sabe que su hija ha muerto?
Albert Nolan contestó:
– Apenas sabía si ella vivía. ¿Qué puede importarle que ahora esté muerta?
Su esposa inclinó la cabeza como para dejar que su oleada de ira resbalase sobre ella. Después dijo:
– Creo que siempre se sintió culpable, pobre Theresa. Creía haber matado a su madre. Era un absurdo, desde luego. Y después, el hecho de que su padre la abandonase fue todavía peor. Se crió como una huérfana y creo que esto le hizo mella. Cuando a una chiquilla le ocurren desgracias, siempre cree que es por su culpa.
Dalgliesh dijo:
– Sin embargo, debía de sentirse feliz aquí, con ustedes. A ella le gustaba el bosque, ¿no es así?
– Tal vez. Pero creo que se sentía muy sola. Tenía que ir a la escuela en autobús y no podía quedarse para las actividades después de sus clases. Y aquí cerca tampoco había otras chicas de su edad. Le gustaba pasear por los bosques, pero nosotros no la alentábamos en este sentido. En estos tiempos, nunca se sabe. Nadie puede considerarse seguro. Esperábamos que hiciera amistades cuando empezara a trabajar como enfermera.
– ¿Y fue así?
– Ella nunca trajo a nadie a casa, pero de todos modos aquí tampoco había ningún aliciente para la gente joven, esta es la verdad.
– ¿Y nunca encontraron nada entre sus papeles, entre cosas que ella dejara, que les diera alguna idea de quién pudo haber sido el padre de su bebé?
– No dejó nada, ni siquiera sus libros de enfermería. Vivía en una residencia cerca de Oxford Street, después de abandonar Campden Hill Square, y despejó toda la habitación, sin dejar nada en ella. Todo lo que recibimos de la policía fue la carta, su reloj, y las ropas que llevaba puestas. Tiramos la carta. De nada servía guardarla. Puede ver su habitación si lo desea, señor. Es la misma que tuvo desde que era una niña. Allí no hay nada. Es tan sólo una habitación vacía. Entregamos todo lo suyo, sus ropas y sus libros, a Oxford. Pensamos que eso es lo que ella hubiera deseado.
Fue, pensó Dalgliesh, lo que habían deseado ellos. La anciana le condujo a la estrecha escalera, le enseñó la habitación y después se retiró. Se encontraba en la parte posterior de la casa, pequeña y estrecha, de cara al norte y con una ventana enrejada. Afuera, los pinos y los alerces estaban tan cercanos que sus hojas casi temblaban junto a los cristales. Había en la habitación una luminosidad verde, como si se encontrara bajo el agua. Una rama de un rosal trepador, con hojas casi caídas y un solo capullo todavía por florecer, daba golpecillos en la ventana. Era, como ella había dicho, tan sólo una habitación vacía. Su atmósfera estaba totalmente quieta y había en ella un leve olor a desinfectante, como si sus paredes y el suelo hubieran sido recientemente lavadas a fondo. Le recordó una habitación de hospital de la que se hubiera retirado un difunto, una habitación impersonal y funcional, un espacio calculado entre cuatro paredes, esperando que el siguiente paciente introdujera en ella su aprensión, sus dolores, su esperanza de darle un significado. Incluso habían deshecho la cama. Había un cobertor blanco sobre el colchón desnudo y la única almohada. Los estantes de la librería mural estaban vacíos; seguramente, eran demasiado frágiles incluso para soportar el peso de muchos libros. Nada más quedaba allí, excepto un crucifijo sobre la cama. Sin tener nada más que recordar, excepto el dolor, habían despojado la habitación incluso de la personalidad de ella, y después habían cerrado la puerta.
Contemplando aquella cama estrecha y casi desnuda, recordó las palabras de la nota de suicida que había escrito la muchacha. Él la había leído sólo dos veces al estudiar el informe del juicio, pero no tuvo la menor dificultad en recordarla palabra por palabra.
«Por favor, perdonadme. No me es posible seguir soportando tanto dolor. Maté a mi hijo y sé que nunca lo volveré a ver, ni a vosotros tampoco. Supongo que estoy condenada, pero ya no puedo creer en el infierno. No puedo creer en nada. Fuisteis buenos conmigo pero yo nunca os fui de ninguna utilidad. Pensé que, cuando fuese enfermera, todo sería diferente, pero el mundo nunca se mostró amable conmigo. Ahora sé que no tengo que vivir en él. Espero que no sean niños los que encuentren mi cuerpo. Perdonadme.»
No era, pensó, una carta espontánea. Había leído muchos mensajes de suicidas desde que era un joven comisario de distrito. A veces, habían sido escritos a causa del dolor y de una indignación que producía una poesía inconsciente del desespero. Pero ésta, a pesar de su nota de sufrimiento y de su aparente simplicidad, era más elaborada, con un tono personal mitigado pero inconfundible. Pensó que ella pudo haber sido una de aquellas jóvenes peligrosamente inocentes, a menudo más peligrosas y menos inocentes de lo que aparentan, y que son los agentes catalizadores de la tragedia. Ella permanecía en la periferia de su investigación como un pálido espectro con su uniforme de enfermera, algo desconocido y que ahora ya no podía conocerse, y con todo -de ello estaba convencido- una pieza central en el misterio de la muerte de Berowne.
No tenía ya esperanzas de enterarse de datos útiles en Weaver's Cottage, pero su instinto de investigador le movió a abrir el cajón del armario junto a la cama, y allí vio que algo quedaba de ella: su misal. Lo sacó y lo hojeó casualmente. Cayó de él una hojita de papel arrancada de una libreta de notas. La recogió y pudo ver en ella tres columnas de números y letras:
R D3 S
B D2 S
P D1 S
S-N S2 D
Abajo, los Nolan, seguían sentados ante la mesa. Les enseñó el papel. La señora Nolan opinó que los números y las letras habían sido escritos por Theresa, pero añadió que no podía estar segura de ello. Ninguno de los dos pudo ofrecer la menor explicación, y por otra parte tampoco mostraron el menor interés. Sin embargo, no opusieron ningún reparo cuando él dijo que le agradarla llevarse aquel papel.
La señora Nolan le acompañó hasta la puerta y, con cierta sorpresa por parte de él, caminó a su lado por el camino hasta llegar a la verja. Al llegar junto a ésta, ella contempló las sombras oscuras del bosque y dijo con una pasión apenas disimulada:
– Esta casa está vinculada al trabajo de Albert. Hubiéramos tenido que dejarla hace tres años, cuando él empeoró tanto, pero han sido muy amables con nosotros. Sin embargo, la abandonaremos tan pronto como las autoridades locales nos encuentren un piso, y a mí no me disgustará en absoluto. Odio estos bosques, los odio de veras. No hay nada más en ellos que este viento que silba continuamente, tierra húmeda, una oscuridad que se cierne sobre nosotros, y animalillos que gritan durante la noche.