Y después, mientras cerraba la verja detrás de él, le miró directamente a los ojos:
– ¿Por qué ella no me habló del bebé? Yo lo hubiera comprendido. Yo hubiera cuidado de ella. Yo hubiese logrado que papá se hiciera cargo. Eso es lo que más duele. ¿Por qué no me dijo nada?
Dalgliesh contestó:
– Supongo que quería ahorrarles el disgusto. Eso es lo que todos tratamos de hacer, ahorrarles disgustos a las personas a las que amamos.
– Papá está muy amargado. Cree que ella se ha condenado, pero yo la he perdonado. Dios no puede ser menos misericordioso que yo. Es algo que yo no puedo creer.
– No -dijo él-, no es necesario creer tal cosa.
Ella se quedó junto a la verja, mirándole, pero cuando él se metió en el coche y ajustó su cinturón de seguridad, al volver a mirarla descubrió que, casi misteriosamente, se había desvanecido. La casa de campo había recuperado su secreta reserva. Pensó: «Este trabajo contiene demasiado dolor. ¡Y pensar que yo solía felicitarme, creer que era útil, que Dios me valga, que la gente tendiera a confiar en mí! ¿Y qué me ha traído hoy mi contacto con la realidad? Un trozo de papel arrancado de una libreta con unos cuantos garabatos, letras y números que acaso ni siquiera escribió ella». Se sentía contaminado a su vez por la amargura y el dolor de los Nolan. Pensó: «¿Y si digo que ya basta, que ya basta con veinte años de utilizar las debilidades de las personas en su contra, con veinte años de evitar cuidadosamente toda implicación con ellas, y dimito de una vez? Fuera lo que fuese lo que Berowne encontró en aquella sacristía destartalada, no me es lícito ni siquiera pretender averiguarlo». Y mientras el Jaguar enfilaba suavemente la carretera, sintió un arrebato de envidia e indignación, totalmente irracionales, contra Berowne, que había encontrado una salida tan fácil.
VIII
Eran las seis y cuarto de la tarde del domingo y Carole Washburn, apoyada en la barandilla del balcón, contemplaba el panorama de Londres Norte. Nunca había sentido la necesidad de correr las cortinas cuando Paul estaba con ella, incluso a horas avanzadas de la noche. Podían contemplar juntos la ciudad y saber que a ellos nadie les vigilaba, que eran inviolables. En aquellos momentos, era agradable salir al balcón, notando el calor del brazo de él a través de su manga, y permanecer allí juntos, seguros, en la intimidad, observando las incesantes preocupaciones de un mundo salpicado por las luces. En aquellos momentos, ella había sido una espectadora privilegiada, pero ahora se sentía proscrita, añorando aquel distante e inalcanzable paraíso del que se había visto excluida para siempre. Cada noche, desde su muerte, observaba cómo se encendían las luces, una manzana tras otra, casa por casa, cuadrados de luz, rectángulos luminosos, luces que se filtraban a través de cortinas de habitaciones donde la gente vivía sus existencias, compartidas o secretas.
Y, ahora, lo que parecía ser el domingo más largo que jamás hubiera soportado tocaba a su fin.
A primera hora de la tarde, ansiando salir de la jaula de aquel apartamento, había ido en coche al supermercado abierto más cercano. No necesitaba nada, pero había empujado sin rumbo un carrito entre los estantes, cogiendo automáticamente latas, paquetes, rollos de papel higiénico, amontonándolo todo en el carro, sin hacer caso de las miradas de los otros compradores. Pero cuando las lágrimas empezaron a brotar de nuevo, goteando sobre su mano, descendiendo en una corriente que no podía detenerse, mojando los paquetes de cereales y arrugando los rollos de papel, abandonó el carro, lleno de artículos no deseados y totalmente innecesarios, se dirigió al aparcamiento y regresó a su casa, conduciendo lenta y cuidadosamente, como si fuera una conductora novata, viendo un mundo confuso y desorientado, en el que la gente se movía como marionetas, como si la realidad se estuviera disolviendo en una lluvia perpetua.
Más avanzada la tarde, se apoderó de ella la necesidad desesperada de una compañía humana. No era la necesidad de comenzar cierta vida para sí misma, de planear algún tipo de futuro, de echar su red en el vacío que había creado alrededor de su vida secreta y comenzar a atraer hacia sí a otras personas. Tal vez esto llegara con el tiempo, por imposible que ahora pareciera. Era una simple añoranza incontrolable que la movía a buscar la compañía de otro ser humano, oír una voz humana que emitiera sonidos humanos ordinarios, por poco significativos que fuesen. Telefoneó a Emma, que había ingresado en el Servicio Civil con ella, procedente de Reading, y que era ahora alta funcionaria en el Ministerio de Sanidad y Seguridad Social. Antes de convertirse en la amante de Paul, ella había empleado gran parte de su tiempo libre con Emma, en rápidos almuerzos en algún bar o café situado cerca de sus oficinas, yendo al cine y a veces al teatro, e incluso en un fin de semana juntas en Ámsterdam, para visitar el Rijksmuseum. Había sido una amistad sin exigencias ni confidencias. Ella sabía que Emma nunca prescindiría de la oportunidad de encontrarse con un hombre para pasar una velada con ella, y Emma había sido la primera víctima de su obsesiva necesidad de intimar, que la movió a su vez a no prescindir ni de una sola hora del tiempo que podía concederle a Paul. Miró el reloj. Eran las seis y cuarenta y dos minutos. A no ser que Emma pasara el fin de semana fuera de la ciudad, probablemente la encontraría en su casa.
Tuvo que buscar el número. Aquellas cifras familiares aparecieron en la página de la agenda como si fueran la llave de una existencia anterior y casi olvidada. No había hablado con ningún ser humano desde que se marchó la policía, y se preguntó Si su voz le sonaría tan falsa a Emma como resonaba en sus propios oídos.
– ¿Emma? No lo creerás. Soy Carole, Carole Washburn.
Se oía una música alegre, en contrapunto. Podía ser de Mozart o tal vez de Vivaldi.
– Baja el volumen, querido -pidió Emma, y después, dirigiéndose a Carole-: ¡Dios mío! ¿Cómo estás?
– Muy bien. Hace siglos que no nos vemos. He pensado si te gustaría ir al cine o a cualquier otra parte. Esta noche, tal vez.
Hubo un breve silencio, y después la voz de Emma, cuidadosamente neutral, con sorpresa y tal vez una leve nota de rencor cuidadosamente disimuladas, contestó:
– Lo siento, tenemos invitados a cenar.
Emma siempre hablaba de sus cenas, incluso cuando lo único que se proponían era tomar unos platos chinos ya preparados, en la mesa de la cocina. Era uno de los esnobismos de poca monta que Carole había juzgado en otro tiempo irritantes. Preguntó:
– ¿El próximo fin de semana, entonces?
– No será posible, mucho me temo. Alistair y yo iremos al Wiltshire. En realidad, a visitar a sus padres. Otra vez será, supongo. Me ha encantado oírte de nuevo, pero ahora debo apresurarme, pues los invitados llegarán a las siete y media. Cualquier día te telefonearé.
Nada más podía hacer ella, excepto gritar: «¡Cuenta conmigo, cuenta conmigo! Por favor, necesito venir». Colgaron el otro teléfono y la voz, la música y la comunicación quedaron cortadas. Alistair. Desde luego, había olvidado que Emma estaba prometida. Un alto funcionario de Hacienda. Por tanto, él se había trasladado al apartamento de ella. Podía imaginar lo que estarían diciendo ahora.
«Tres años sin decir palabra y de pronto llama y quiere ir al cine. Y un domingo por la tarde, válgame Dios…».
Y Emma no llamaría. Ella tenía a Alistair, una vida compartida, con unas amistades también compartidas. No era posible apartar a la gente de la propia existencia y esperar encontrarlos de nuevo, complacientes, a la disposición de una, sólo porque una necesitara sentirse humana de nuevo.
Le quedaban dos días más de permiso antes de regresar al trabajo.
Podía ir a su casa, desde luego, excepto que este apartamento era su casa. Y apenas valía la pena llegar hasta Clacton, a aquella casa de altos techos, en las afueras de la población, donde su madre viuda vivía desde que murió su padre, doce años antes. Hacía catorce meses que no había estado allí. El viernes por la noche era sagrado, pues podía contar con un par de horas con Paul, aprovechando el viaje de éste a su distrito electoral. El domingo siempre lo había conservado libre para él. Su madre, acostumbrada ya a la negligencia de la hija, no parecía mostrarse particularmente preocupada al respecto. La hermana de su madre vivía en la casa contigua y las dos viudas, olvidadas ya sus anteriores fricciones, se habían instalado en una confortable rutina de apoyo mutuo, con sus vidas rutinarias medidas por pequeños placeres: ir de compras, tomar el café matinal en su bar favorito, devolver sus libros de la biblioteca, los programas vespertinos de la televisión, y las cenas rápidas. Carole casi había dejado de preguntarse acerca de su vida, por qué habían optado por vivir junto al mar cuando nunca se acercaban a él, y de qué podían hablar las dos. Podía telefonear ahora y su madre le concedería de mala gana su aquiescencia, enojada por el trabajo que le suponía preparar la cama de invitados, por la interrupción de su programa de fin de semana, y por el problema de distribuir la comida. Se dijo a sí misma que ella había acostumbrado a su madre, durante los últimos tres años, a esperar negligencia, y que se había alegrado de que sus horas junto a Paul no se vieran amenazadas por exigencias desde Clacton. Le pareció innoble telefonear ahora a su madre, ir a su casa en busca de un consuelo que no tenía derecho a solicitar y que su madre, aunque hubiera sabido la verdad, tampoco habría podido dispensarle. Las seis y cuarenta y cinco minutos. Si fuera un viernes, él habría llegado ya, sincronizando su entrada para asegurarse de que en el vestíbulo no hubiera nadie que pudiese verle. Se oiría un solo y prolongado timbrazo y después las dos llamadas breves que eran su señal. Y entonces el timbre sonó, con una llamada larga e insistente. Creyó haber oído una segunda y después una tercera, pero ello seguramente se debió a su imaginación. Durante un milagroso segundo, un solo segundo, creyó que él había venido, y que todo había sido un absurdo error. Exclamó: «¡Paul, Paul querido!», y casi se abalanzó hacia la puerta. Pero entonces su mente volvió a adueñarse de la realidad y supo la verdad. El auricular del interfono se deslizó entre sus manos húmedas y estuvo a punto de caérsele, y sus labios estaban tan secos que pudo oír cómo se agrietaban. Murmuró: