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– ¿Quién es?

La voz que respondió era una voz femenina y dijo:

– ¿Puedo subir? Soy Barbara Berowne.

Casi sin pensar, oprimió el pulsador y oyó el zumbido de la cerradura al abrirse, así como el chasquido de la puerta al cerrarse. Era ya demasiado tarde para cambiar de idea, pero supo que no había otra opción. En su actual y desesperada soledad no era capaz de impedir la entrada a nadie. Y este encuentro era inevitable. Desde que comenzó su relación con Paul, ella había deseado ver a la esposa de éste, y ahora iba a verla. Abrió la puerta y se quedó en el umbral esperando, escuchando el susurro del ascensor, los pasos apagados sobre la alfombra, como otras veces había esperado los de él.

Ella avanzó por el pasillo, con paso grácil, casualmente elegante, dorados los cabellos, con un perfume sutil que parecía precederla y después desvanecerse en el aire. Llevaba un abrigo de color crema con amplios pliegues en los hombros y las mangas cortadas en una tela más fina y de diferente textura. Sus botas de cuero negro parecían tan suaves como sus guantes negros, y llevaba un bolso colgado al hombro con una estrecha correa. No llevaba sombrero y sus cabellos del color del maíz, con mechas de un dorado más pálido, formaban a su espalda un largo bucle. Sorprendió a Carole el hecho de poder observar los detalles, que incluso pudiera pensar en la tela de las mangas del abrigo, calcular dónde había sido comprado y cuánto había podido costar.

Al entrar ella, le pareció a Carole que aquellos ojos azules examinaban la habitación con un detenimiento abierto y levemente despreciativo. Entonces dijo con una voz que, incluso para sus oídos, sonó agria y poco amable:

– Por favor, siéntese. ¿Quiere beber algo? ¿Café, jerez, un poco de vino?

Ella se dirigió hacia el sillón de Paul. Le parecía imposible que la esposa de éste se sentara en el mismo lugar donde ella se había acostumbrado a verle a él. Se enfrentaron las dos a unos metros de distancia. Barbara Berowne miró la alfombra, como para asegurarse de que ésta estuviera limpia antes de colocar su bolso junto a sus pies. Después dijo:

– No, muchas gracias. No puedo quedarme mucho tiempo. Tengo que regresar. Vendrá gente, colegas de Paul; quieren hablar sobre el funeral. No lo celebraremos hasta que la policía descubra quién lo mató, pero estas cosas han de resolverse con semanas de anticipación si se desea hacerlas en Saint Margaret. Al parecer, no creen que él tenga derecho a la Abadía, pobrecillo. Usted vendrá, desde luego; al funeral, me refiero. Habrá tanta gente allí que nadie advertirá su presencia. Quiero decir que no necesita sentirse violenta por mi causa.

– No, nunca me he sentido violenta por su causa.

– Creo que, en realidad, todo esto es bastante desagradable. No creo que a Paul le hubiera gustado todo ese jaleo. Sin embargo, el electorado parece pensar que debemos dedicarle un funeral. Después de todo, él era ministro. La incineración será en privado. No creo que deba usted asistir a ella, ¿no le parece? Sólo asistirá la familia y unos cuantos amigos realmente íntimos.

Amigos íntimos. De pronto, le entraron ganas de reírse a carcajadas. Dijo:

– ¿Ésta es la razón de que haya venido? ¿Hablarme de los preparativos del funeral?

– Pensé que Paul hubiera querido que usted lo supiera. Después de todo, las dos lo queríamos, cada una a nuestra manera. A las dos nos importa salvaguardar su reputación.

– No hay nada que pueda usted enseñarme respecto a salvaguardar su reputación. ¿Cómo ha sabido dónde encontrarme?

– Bien, hace meses que yo sabía dónde encontrarla. Un primo mío contrató a un detective privado. La cosa no fue muy difícil; bastó con seguir el coche de Paul un viernes por la tarde. Y después, eliminó a todas las parejas de casadas en este manzana, a todas las viejas y a todos los hombres solteros. Entonces quedó usted.

Se había quitado los guantes negros y los había dejado sobre su rodilla. Ahora los estaba alisando, un dedo tras otro, con unas manos de uñas rosadas. Dijo, sin levantar la mirada:

– No estoy aquí para causarle problemas. Después de todo, las dos estamos metidas en esto. Estoy aquí para ayudar.

– No estamos metidas en nada, juntas. Nunca lo hemos estado. ¿Y a qué se refiere con eso de ayudar? ¿Va a ofrecerme dinero?

Los ojos de la otra se alzaron y Carole creyó detectar un atisbo de ansiedad, como si la pregunta necesitara ser tomada en serio.

– No, en realidad. Quiero decir que no he creído que usted se encontrara realmente necesitada. ¿Le compró Paul este apartamento? Queda un poco justo, ¿no cree? Sin embargo, no deja de ser agradable si a una no le importa vivir en las afueras. Mucho me temo que no la haya mencionado a usted en su testamento. Ésta es otra cosa que pensé debía usted saber, en caso de que se lo estuviera preguntando.

Carole contestó con una voz estridente y dura incluso para sus propios oídos:

– Este apartamento es mío, yo pagué la entrada y la hipoteca ha sido pagada con mi dinero. De todos modos, esto es algo que a usted no le incumbe, pero si algo le hurga en la conciencia acerca de mí, olvídelo. No quiero nada de usted ni de nadie más que esté relacionado con Paul. Las mujeres que prefieren ser mantenidas por hombres durante toda su vida nunca pueden llegar a imaginar que a otras nos guste pagar nuestras cosas.

– ¿Acaso tenía alguna otra opción?

Perdida el habla, oyó cómo aquella voz chillona, casi infantil, proseguía:

– Al fin y al cabo, usted siempre ha sido discreta. La admiro por eso. No puede haberle sido fácil verle tan sólo cuando él no tenía nada mejor que hacer.