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Lo más sorprendente era que el insulto no había sido deliberado. Era una mujer capaz de ser intencionadamente ofensiva, desde luego, pero ésta había sido una observación casual, fruto de un egoísmo tan insensible que habló para expresar lo que pensaba, sin intención particular de herir, pero al mismo tiempo incapaz de preocuparse por si hería o no. Carole pensó: «Paul, ¿cómo pudiste casarte con ella? ¿Cómo pudiste dejarte atrapar? Es una estúpida, una mujer de ínfima categoría, llena de despecho, insensible, mezquina. ¿Es realmente tan importante la belleza?».

Dijo:

– Si esto es todo lo que ha venido a decir, tal vez será mejor que se marche. Ya me ha visto. Ahora ya sabe cuál es mi aspecto. Ha visto el apartamento. Éste es el sillón en el que él solía sentarse. En esta mesa tomaba su copa. Si quiere, puedo enseñarle la cama en la que hacíamos el amor.

– Sé para qué venía.

Tuvo ganas de gritar: «¡No, no lo sabe! ¡Usted no sabe nada de él! Yo era tan feliz en esa cama con él como no lo había sido nunca y nunca más volveré a serlo. Pero él no venía para eso». Había creído, creía todavía, que sólo con ella se había sentido él totalmente en paz. Había vivido su existencia, extremadamente ocupada, dividida en compartimientos: la casa de Campden Hill Square, la Cámara de los Comunes, su despacho en el Ministerio, su sede en el distrito electoral. Tan sólo en ese apartamento alto, ordinario, suburbano, se fundían entre sí tan dispares elementos y él podía ser toda una persona, únicamente él mismo. Cuando llegaba y se sentaba ante ella, dejaba su cartera junto a sus pies y le sonreía, ella contemplaba con alegría, una y otra vez, cómo se ablandaba y relajaba aquel rostro tenso, cómo se suavizaba como si hubieran acabado de hacer el amor. Había en la vida privada de él cosas que ella sabía que le ocultaba, no conscientemente o por falta de confianza, sino porque, cuando estaban juntos, ya no le parecían importantes. Sin embargo, nunca se había ocultado a sí mismo.

Barbara Berowne estaba admirando su anillo de compromiso, extendiendo la mano y moviéndola lentamente ante su cara, y el enorme brillante, con su cerco de zafiros, centelleaba y resplandecía. Mostró una directa sonrisa evocadora y después miró de nuevo a Carole y dijo:

– Hay otra cosa que usted también debe saber. Voy a tener un hijo.

Carole gritó:

– ¡No es verdad! ¡Me está mintiendo! ¡No es posible!

Los ojos azules la miraron muy abiertos.

– Claro que es verdad. No es algo sobre lo que una pueda mentir, al menos durante largo tiempo. Quiero decir que dentro de un par de meses la verdad será evidente para todo el mundo.

– ¡No es hijo de él!

Pensó: «Estoy gritando, gritándole a ella. Debo mantener la calma. Dios mío, ayúdame a no creerlo».

Y ahora Barbara Berowne se echó a reír.

– Claro que es hijo suyo. Siempre quiso un heredero, ¿no lo sabía usted? Mire, es mejor que lo acepte. El único hombre con el que me he acostado, aparte de él, desde mi matrimonio, es estéril. Se hizo una vasectomía. Voy a tener un hijo de Paul.

– Él no pudo hacerlo. Y usted no pudo obligarlo a hacerlo.

– Pero lo hizo. Hay una cosa que una siempre puede obligar a un hombre a hacer. Es decir, si a él le gustan las mujeres. ¿No lo ha descubierto todavía? Usted no estará embarazada también, ¿verdad?

Carole ocultó la cara entre las manos. Murmuró:

– No.

– Pensé que me convenía estar segura. -Soltó una risita-. Eso hubiera sido una complicación, ¿verdad?

De pronto, desapareció todo control. No quedó nada, excepto la ira desnuda, la vergüenza totalmente desnuda, y se oyó a sí misma aullar como una arpía:

– ¡Lárguese! ¡Fuera de mi casa!

Incluso en medio de su cólera, no le pasó por alto el súbito centelleo del miedo en aquellos ojos azules. Pudo verlo con una breve sensación de placer y triunfo. Por tanto, ella no era inviolable después de todo, ya que era posible asustarla. Sin embargo, este conocimiento no acabó de complacerla, pues hacía de Barbara Berowne una persona vulnerable, más humana. Ahora se levantaba, casi sin la menor gracia, se inclinaba para coger por la correa su bolso, y se dirigía hacia la puerta con paso torpe como el de un niño. Sólo cuando Carole la hubo abierto y se hubo hecho a un lado para dejarle paso, se volvió para hablar.

– Siento que usted se lo haya tomado de esta manera. Pienso que se está comportando neciamente. Después de todo, yo era su esposa. Yo soy la parte ofendida.

Y, seguidamente, se alejó presurosa a lo largo del pasillo. Carole exclamó a su espalda:

– ¡La parte ofendida! ¡Dios mío, ésta sí que es buena! ¡La parte ofendida!

Cerró la puerta y se apoyó en ella. Una sensación de náusea le retorció el estómago. Corrió hacia el cuarto de baño y se inclinó sobre el lavabo, agarrándose a los grifos para sostenerse. Entre su ira y su dolor, le entraron ganas de echar la cabeza atrás y aullar como un animal. Tambaleándose, regresó a la sala de estar y buscó su sillón como una ciega, y después se quedó mirando el vacío sillón de él, mientras se esforzaba para calmarse. Cuando se sintió de nuevo dueña de sí, buscó su bolso y sacó la tarjeta con el número de Scotland Yard, al que le habían pedido que telefonease.

Era domingo, pero alguien estaría de servicio. Aunque no pudiera hablar con la inspectora Miskin ahora, siempre podía dejar un mensaje y pedir que la llamara ella. La cosa no podía esperar hasta mañana, Había de comprometerse irrevocablemente, y ahora mismo.

Contestó una voz varonil, que ella no reconoció. Dio su nombre y preguntó por la inspectora Miskin.

Añadió:

– Es urgente. Se trata del caso Berowne.

Hubo un retraso de sólo unos segundos antes de que contestara la inspectora. Aunque ella sólo había oído aquella voz en una sola ocasión, la reconoció de golpe. Dijo:

– Soy Carole Washburn. Quiero verla. Hay algo que he decidido decirle.

– Iremos en seguida.

– Aquí no. No quiero que vengan aquí, nunca más. Nos encontraremos mañana por la mañana, a las nueve. En el jardín formal de Holland Park, el que está junto a la Orangery. ¿Lo conoce?

– Sí, lo conozco. Estaremos allí.

– No quiero que venga el comandante Dalgliesh. No quiero ningún policía. Sólo usted. No hablaré con nadie más.

Hubo una pausa y después la voz habló de nuevo, sin reflejar sorpresa, aceptando:

– Mañana, a las nueve. El jardín, en Holland Park. Iré yo sola. ¿Puede darme alguna idea de lo que se trata?

– Se trata de la muerte de Theresa Nolan. Adiós.

Colgó el teléfono y apoyó la frente en la frialdad pegajosa del metal. Se sentía vacía, con la cabeza hueca, estremecida por los latidos de su propio corazón. Se preguntó qué sentiría, cómo podría seguir viviendo cuando se percatara de lo que acababa de hacer. Le entraron ganas de exclamar en voz alta: «Querido, lo siento. ¡Lo siento!». Pero había tomado ya su decisión. Ahora ya no podía volverse atrás. Y le pareció que todavía flotaba en la habitación el aroma fugaz del perfume de Barbara Berowne, como la marca de la traición, y que el aire de su apartamento nunca más se vería libre de él.

QUINTA PARTE. Rh positivo

I

Miles Gilmartin, de la Sección Especial, se veía protegido contra las molestias de visitantes casuales o inoportunos y la atención de los malintencionados por una serie de verificaciones y nuevas verificaciones que a Dalgliesh, que esperaba con ira e impaciencia mal disimuladas que cada trámite terminara, le parecían más infantilmente ingeniosas que necesarias o efectivas. Era un juego que él no se sentía con humor para practicar. Cuando finalmente fue introducido en el despacho de Gilmartin por una funcionaria que combinaba irritantemente una belleza excepcional con el evidente conocimiento de su extraordinario privilegio al servir al gran hombre, Dalgliesh se encontraba ya más allá de toda consideración de prudencia o discreción. Bill Duxbury estaba en el despacho de Gilmartin y, apenas hubieron cambiado las primeras cortesías preliminares, la indignación de Dalgliesh encontró válvula de escape en forma de palabras.