Dijo agriamente:
– Me sorprende que vosotros y el MI5 no organicéis unas actividades regulares junto con la KGB. Tenéis más en común con ellos que con cualquier otra organización. Tal vez fuese instructivo ver cómo manejan ellos su papeleo.
Gilmartin enarcó una ceja en dirección de Duxbury, como si invitara un gesto de solidaridad frente a tanta sinrazón y dijo con voz amable:
– En lo que se refiere al papeleo, Adam, a nosotros nos ayudaría que vuestra gente se mostrara un poco más consciente. Cuando Massingham pidió información sobre Ivor Garrod, debió de haber presentado un IR49.
– Por cuadruplicado, desde luego.
– Bien, el registro necesita una copia y, creo yo, también vosotros. Se supone que hemos de tener al corriente al MI5. Desde luego, podríamos revisar de nuevo el procedimiento, pero yo diría que cuatro copias eran lo mínimo que cabía solicitar.
Dalgliesh dijo:
– Esa chica, Diana Travers, ¿era la persona más adecuada que pudisteis encontrar para espiar a un ministro del Estado? Incluso tratándose de la Sección Especial, me parece una elección un poco extraña.
– Pero es que nosotros no espiábamos a un ministro del Estado; ella no le fue asignada a Berowne. Como te dije, cuando te interesaste por su querida, Berowne nunca representó un riesgo. A propósito, en este sentido tampoco se presentó ningún IR49.
– Comprendo. Infiltrasteis a la Travers en el grupo o célula de Garrod, como lo llame él, y, convenientemente, olvidasteis mencionar este hecho cuando preguntamos nosotros al respecto. Debíais de saber que él era un sospechoso. Y todavía sigue siéndolo.
– No nos pareció importante. Al fin y al cabo, todos operamos según el principio de la «necesidad de saber». Y nosotros no la infiltramos en Campden Hill Square. Lo hizo Garrod. El trabajito que hizo la Travers para nosotros no tuvo nada que ver con la muerte de Berowne.
– Pero la muerte de Travers sí puede tener que ver.
– No hubo nada sospechoso en su muerte. Seguramente, habrás estudiado el informe de su autopsia.
– Que, como pude comprobar, no fue realizada por el forense usual asignado por el Ministerio del Interior para Thames Valley.
– Nos gusta utilizar a nuestra propia gente. Es un hombre perfectamente competente, puedo asegurártelo. Ella murió por causas naturales, más o menos. Pudo haberle ocurrido a cualquiera. Había comido demasiado y bebido con exceso, y se zambulló en agua fría, se enredó en los juncos, abrió la boca y se ahogó. En el cuerpo no había señales sospechosas. Había tenido, como sin duda recuerdas, ya que lo decía el informe de la autopsia, relación sexual muy poco antes de morir.
Titubeó un poco antes de pronunciar la última frase. Era la única vez que Dalgliesh le había visto aunque sólo fuera ligeramente violento. Fue como si pensara que las palabras «hacer el amor» fuesen inapropiadas y no pudiera decidirse a utilizar un sinónimo más duro.
Dalgliesh guardó silencio. La indignación le había impulsado a una protesta que ahora le parecía tan humillantemente infantil como inefectiva. No había conseguido nada, excepto, posiblemente, exacerbar la ya existente rivalidad profesional entre la División C, la Sección Especial y el MI5, cuya precaria relación tan fácilmente podía trascender a las esferas de la alta política. La próxima vez, Gilmartin tal vez pudiera decir: «Y por el amor de Dios, explicadles a los de la policía lo que han de hacer. Su jefe es capaz de armar un berrinche si no le llega su ración en el reparto de los caramelos». Pero lo que más le deprimía, y lo que le dejaba un sabor amargo, era lo cerca que había estado de perder su dominio sobre sí mismo. Comprendía ahora cuán importante había llegado a ser para él su reputación de frialdad, desapego y no implicación. Pues bien, ahora estaba implicado. Tal vez ellos tuvieran razón. Acaso uno no debiera aceptar un caso si conocía a la víctima. Sin embargo, ¿cómo podía afirmar que había conocido a Berowne? ¿Qué tiempo habían pasado juntos, excepto un viaje de tres horas en tren, una breve conversación de diez minutos en el despacho de él, y un paseo interrumpido en Saint James's Park? Y no obstante, sabía que nunca había sentido una vinculación tan intensa con ninguna otra víctima. Aquel deseo de aplicar su puño a la mandíbula de Gilmartin, de ver brotar la sangre y salpicar aquella camisa inmaculada, aquella corbata del antiguo college…, bien, quince años antes tal vez lo hubiera hecho y le hubiese costado su empleo. Por unos momentos, casi añoró aquella perdida espontaneidad de la juventud, exenta de complicaciones.
Dijo:
– Me sorprende que pensarais que Garrod merecía tanto esfuerzo. Era un activista izquierdista en la universidad. No creo que se necesite un agente secreto para descubrir que Garrod no vota a los conservadores. Nunca ha hecho secreto de sus creencias.
– De sus creencias no, pero sí de sus actividades. Los de su grupo son algo más que los usuales descontentos de la clase media en busca de una salida éticamente aceptable para la agresión, y de cierta causa, preferiblemente una causa que les dé la ilusión del compromiso. Sí, desde luego vale la pena investigarlo.
Gilmartin dirigió una mirada a Duxbury, que dijo:
– Se trata tan sólo de un grupo pequeño, una célula lo llama él. En este momento, cuatro de sus miembros son mujeres. En total, son trece. Él nunca recluta ni más ni menos de trece. Un hábil toque de contrasuperstición y, desde luego, ello se suma a la mística de la conspiración. El número mágico, el círculo cerrado.
Dalgliesh pensó que el número tenía también cierta lógica operativa. Garrod podía organizar tres grupos de cuatro miembros o dos de seis para el trabajo de campaña, y quedar libre él como coordinador director y jefe reconocido. Duxbury prosiguió:
– Todos ellos proceden de la clase media privilegiada, lo cual procura cohesión y evita tensiones de clase. Después de todo, los camaradas no se distinguen por su amor fraternal. Ésos hablan el mismo lenguaje, incluida, claro está, la jerga marxista de costumbre, y todos son inteligentes. Necios tal vez, pero inteligentes. Un grupo potencialmente peligroso. A propósito, ninguno de ellos es miembro del Partido Laborista, y es seguro que este partido tampoco los admitiría. Seis de ellos, incluido Garrod, son miembros pagados de la Campaña Revolucionaria de los Trabajadores, pero no ostentan cargo en ella. Yo sospecho que la CRT es poco más que una fachada. Garrod prefiere dirigir su propio show. Una fascinación natural por la conspiración, supongo.
Dalgliesh dijo:
– Debió de incorporarse a la Sección Especial. ¿Y Sarah Berowne también es miembro?
– Durante los dos últimos años. Miembro y la amante de Garrod, lo cual le confiere un prestigio peculiar en el grupo. En ciertos aspectos, los camaradas son notablemente anticuados.
– ¿Y qué sacasteis de Travers? De acuerdo, dejadme suponerlo. Garrod la introdujo en la casa de Campden Hill Square. Eso no debió de ser difícil, dada la escasez de personal doméstico de confianza. Sarah Berowne debió de avisarles acerca del anuncio, ello suponiendo que no fuese ella quien lo sugiriese. Toda persona dispuesta a hacer trabajos domésticos y que se presentara con buenas referencias -cosa de la que vosotros os debisteis ocupar- podía estar segura de conseguir el empleo. Es de suponer que ésta era la función de la célula de Garrod, desacreditar a diputados previamente seleccionados.
Fue Gilmartin el que contestó:
– Una de sus funciones. Mayormente, buscaban a los socialistas moderados. Escarbando entre el fango, en busca de un asunto amoroso ilícito, preferiblemente homosexual, una amistad desaconsejable, un viaje patrocinado a Sudáfrica, ya medio olvidado, una sugerencia sobre meter los dedos en los fondos del partido. Después, cuando el pobre diablo se presenta a la reelección, basta con extender el estiércol con cuidado y llamar delicadamente la atención sobre su mal olor. Desacreditar a los miembros del actual gobierno es, probablemente, más bien obligación ocasional que motivo de placer. Imagino que Garrod eligió a Paul Berowne por razones personales más bien que políticas. A Sarah Berowne le desagrada algo más que el partido de su papá.