Poco antes de las nueve se encaminó hacia la terraza situada sobre los jardines formales. La última vez que visitó el parque, el verano habla llenado todos los parterres de geranios, fucsias, heliotropos y begonias, pero ahora ya había llegado el momento del despojo otoñal. La mitad de los parterres estaban ya vacíos y su blanda tierra recubierta de tallos rotos, pétalos parecidos a gotas de sangre y una capa de hojas moribundas. Como siniestro armón del invierno, un carro municipal esperaba allí para ser cargado con los despojos. Y ahora, mientras el diminuto dedo de su reloj coincidía con la hora, los gritos y chillidos procedentes de los patios de la escuela de Holland Park cesaron repentinamente y el parque recuperó la calma propia de primera hora de la mañana. Una vieja, encorvada como una bruja, con una jauría de seis perros pequeños y jadeantes sujetos con una traílla, avanzaba arrastrando los pies por el camino lateral, y después hizo una pausa para arrancar y olisquear las últimas flores de espliego. Un practicante de jogging solitario bajó por los escalones y desapareció a través de los arcos que conducían al naranjal.
Y de pronto Carole Washburn apareció allí. Casi a la hora exacta, una solitaria figura femenina apareció en el extremo más distante del jardín. Llevaba una corta chaqueta gris sobre una falda que hacía juego, y se cubría la cabeza con un amplio pañuelo azul y blanco que casi oscurecía su rostro. Pero Kate supo inmediatamente, no sin que su corazón diera un salto, que era ella. Por un momento se miraron la una a la otra y después avanzaron entre los desnudos parterres, con pasos medidos, casi ceremoniosos. Kate recordó las novelas de espionaje, un cambio de desertores en algún rincón fronterizo, una sensación de observadores ocultos, con los oídos prestos a escuchar la detonación de un fusil. Cuando se encontraron, la joven saludó con la cabeza, pero sin hablar. Kate dijo simplemente:
– Gracias por haber venido.
Después dio media vuelta y juntas subieron por la escalinata del jardín, atravesando el amplio terreno de césped esponjoso hasta llegar al camino entre los jardines de los rosales. Allí, el frescor del aire matinal tenía todavía un matiz que recordaba el aroma del verano. Las rosas, pensó Kate, nunca se acababan. Había algo irritante en una flor incapaz de reconocer que su temporada había terminado. Incluso en diciembre habría brotes pequeños y parduscos, destinados a marchitarse antes de que se abrieran, y unas cuantas flores anémicas inclinándose hacia una tierra sembrada de pétalos. Mientras caminaba lentamente entre los espinosos rosales, notando que el hombro de Carole casi rozaba el suyo, pensó: «Debo tener paciencia. Debo esperar que ella hable la primera. Ha de ser ella la que elija el momento y el lugar».
Llegaron a la estatua de lord Holland, sentado en su pedestal y contemplando con mirada benigna su casa. Siempre en silencio, siguieron caminando a lo largo del húmedo camino entre los bosquecillos. Después, su acompañante se detuvo. Contempló la vegetación y dijo:
– Aquí es donde la encontraron, aquí mismo; bajo ese abedul, el inclinado, junto a las matas de acebo. Vinimos los dos aquí, una semana más tarde. Creo que él necesitaba enseñármelo.
Kate esperó. Era extraordinario que aquella agrupación de árboles pudiera estar tan cerca del centro de una gran ciudad. Una vez atravesada la baja empalizada, cabía creerse en plena campiña. No era extraño que Theresa Nolan, criada en los bosques de Surray, hubiera escogido aquel lugar tranquilo y boscoso para morir. Debió de ser como un regreso a la primera infancia, con el olor del humus, la áspera corteza del árbol junto a su espalda, los susurros de pájaros y ardillas entre las matas, la blandura de aquella tierra, capaz de lograr que la muerte resultara tan natural y amable como quedarse dormida. Durante un extraordinario momento, le pareció haber entrado en aquella muerte, formó misteriosamente una sola persona con aquella muchacha solitaria y moribunda bajo aquel árbol lejano. Se estremeció. El momento de empatía pasó con rapidez, pero su fuerza la asombró e incluso la trastornó levemente. Había visto suficientes suicidios en sus primeros cinco años en la policía como para haber aprendido a mostrar desapego, y para ella ésta nunca había sido una lección difícil. Siempre había podido mantener a distancia la emoción, pensar: «Esto es un cadáver», y no: «Esto era una mujer viva». Por consiguiente, ¿por qué una muerte imaginada podía resultar más desconcertante que un cadáver a la vista? «Tal vez -pensó-, pueda permitirme cierta implicación, un poco de compasión». No obstante, era extraño que esto hubiera de comenzar ahora. ¿Qué había, se preguntó, en el caso Berowne que le diera la impresión de cambiar incluso su percepción sobre su tarea? Volvió de nuevo los ojos al camino y oyó la voz de Carole Washburn.
– Cuando Paul se enteró de que ella había desaparecido, cuando llamaron desde la clínica para preguntar si en Campden Hill Square alguien la había visto o sabía dónde estaba, sospechó que podía estar aquí. Antes de ser ministro y de que su servicio de seguridad le siguiera por doquier, solía dirigirse a su trabajo atravesando a pie el parque. Cruzaba Kensington Church Street, entraba en Hyde Park y después se adentraba en Green Park, en Hyde Park Córner, caminando casi todo el trecho hasta la Cámara sobre el césped y bajo los árboles. Por lo tanto, era natural venir aquí y mirar… Quiero decir que no tuvo que apartarse mucho de su camino. No se sometía a ningún esfuerzo excesivo.
La súbita amargura en su voz resultaba extraña, pero Kate siguió sin pronunciar palabra. Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó la bolsa de migas y las depositó en la palma de su mano. Un gorrión dócil como sólo pueden serlo los gorriones de Londres, saltó sobre sus dedos con un delicado roce de garras. Su cabeza se inclinó, Kate notó el leve pinchazo del pico y después el pájaro desapareció.
Dijo:
– Debía de conocer muy bien a Theresa Nolan.
– Es posible. Ella solía hablar con él durante las noches, cuando lady Ursula dormía; le hablaba de sí misma, de su familia. Se mostraba propicio a que le hablaran las mujeres, algunas mujeres.
Las dos guardaron un momento de silencio. Pero había una pregunta que Kate tenía que formular. Dijo:
– El hijo que Theresa Nolan esperaba… ¿no pudo haber sido de él?
Con gran alivio por su parte, la pregunta fue admitida con calma, casi como si fuese esperada. La joven contestó:
– En otros momentos hubiera dicho que no, y hubiera tenido una certeza absoluta. Ahora ya no tengo certeza de nada. Había cosas que él no me contaba, y yo siempre lo supe. Ahora lo sé todavía mejor. Sin embargo, creo que eso me lo hubiera dicho. No era hijo suyo. Sin embargo, se culpó a sí mismo por lo que le ocurrió a ella. Se sintió responsable.
– ¿Por qué?
– Ella trató de verle el día antes de matarse. Fue a su despacho, en el Ministerio. Fue una falta de tacto -una de aquellas cosas que sólo una persona inocente puede hacer- y no pudo haber elegido peor momento. Él estaba a punto de tomar parte en una reunión importante. Pudo haberle dedicado cinco minutos, pero esto no hubiera sido conveniente y tampoco hubiera sido prudente. Cuando el joven secretario de su oficina particular le comunicó que una señorita llamada Theresa Nolan estaba en el vestíbulo y pedía verle con urgencia, él dijo que se trataba probablemente de una de sus votantes e indicó que se le pidieran sus señas, pues él se pondría en contacto con ella. Ella se marchó sin decir palabra. Nunca más volvió a saber de ella en vida. Creo que, de haber tenido tiempo, él se hubiera puesto en contacto con Theresa. Pero no tuvo ese tiempo. Al día siguiente, ella ya había muerto.