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Este último artículo hizo caer en la cuenta a Ogi de algo que ciertamente había oído, pero aún carecía de sentido real para éclass="underline" aquello de que el trabajo de Ásuka se orientaba a "la diversión del público adulto". Ahora lo entendía en su rico sentido. Pues esa frase la relacionaba ya con algo que le llegó a explicar Tsugane: que con la ayuda económica recibida como donación de Ásuka, el comité había podido gratificar a "nuestro Mossbruger", el cual con ese dinero se dejó caer chuleando por el salón de diversión y "masajes" donde trabajaba ella.

Tsugane y Ogi se aplicaron mutuamente sobre sus cuerpos desnudos aquella loción, frotándose. Sobre la cubierta de plástico, se limitaron a repetir las mismas prácticas que solían hacer sobre la cama. Pero esta vez ella no consintió en yacer bajo el cuerpo del joven, sino que se montó a horcajadas sobre el vientre de Ogi, orientada hacia su sexo. De nuevo notó Ogi que su pene se estremecía ante la sobrecarga de trabajo, ya que ella frotaba su cara arriba y abajo sobre el glande del mismo. En reciprocidad, el joven alargó el cuello como si fuera el de una tortuga; pero con la actividad frenética del tenso y redondo trasero de ella, él no podía alcanzar con su lengua aquel sexo rojo que tan desaprensivamente estaba mirando. Ante eso, optó por sujetar con sus manos ambas nalgas, blanquecinas y brillantes como unas manitas de cerdo recién cocidas; con lo cual pudo dar descanso a su cuello. Pero a medida que Tsugane estaba más absorta en su felación, agitando la cabeza, también su trasero se movía de arriba abajo. Ogi probó a tocar con el dedo índice de su mano derecha aquella azufaifa que le asomaba entre los glúteos. Sin encontrar resistencia en su camino, el dedo penetró el ano; y no sólo eso: como para animarlo en este quehacer, el trasero, sin tomarse reposo, bajó de golpe. Entonces la punta de su dedo le hizo sentir que estaba palpando un denso amasijo de hilos de paja, como un blando capullo de gusanos de seda.

Cuando esa tarde el "inocente muchacho" regresó a su apartamento para reposar un poco, por fin acertó a calibrar el alcance de la situación. Unos días antes, cuando ambos charlaban echados sobre la cama en un breve descanso, Tsugane le había dicho que su marido, el diseñador de muebles, tenía al parecer aficiones escatológicas, con lo que se tomaba interés por la orina y las defecaciones de ella. Tsugane no se hacía problema del asunto, argumentando que una vez que algo sale del cuerpo, todo es ya materia inerte. Y aparte de alguna vez que ella había orinado encima de su marido, fuera de eso no le dejaba ir más allá -afirmó-. Ese día, a la hora de su regreso, Tsugane le había entregado la botella vacía de loción corporal para que él la tirara en algún contenedor de basura de la estación de la ciudad universitaria. Antes de dársela, ella había trasvasado el contenido sobrante a un elegante frasquito de maquillaje, sin marca, y ese artículo que parecía nuevo lo metió en el bolso. Éste fue para Ogi un gesto revelador, al recordarlo. Ella esperaba a su marido de vuelta del extranjero, y con vistas a eso, para ponerse a punto en las nuevas tendencias del amor sexual, ¡lo había usado a él como cobaya! Durante la siguiente semana, Ogi iba a seguir atormentado por los celos, y aquel gesto se convertiría en el más vivo desencadenante de tal pasión.

Cuando, después de esa semana verdaderamente penosa, Ogi se dejó ver de nuevo por la oficina de la ciudad universitaria, Tsugane estaba en ese momento hablando por teléfono, y le mostró con la mirada un sitio donde sentarse. El asunto que la tenía al teléfono estaba relacionado con los gastos de viaje de un grupo teatral de vanguardia polaco que figuraba en el programa del festival de teatro previsto para la primavera siguiente, y patrocinado por el Centro de Cultura y Deportes; su interlocutor al aparato era al parecer el relaciones públicas de una empresa. Ella hablaba despaciosamente y con atención; llevaba un vestido de suave color beige, y en torno a su cuello una bufanda de un tenue verde entremezclado con rayas horizontales y verticales del color de la hierba seca.

– En su viaje a Europa para recoger el premio, él tuvo también ocasión de acudir, como yo le había pedido, a la exhibición de cierto diseñador de bufandas de una famosa marca -esto le había explicado ella, mostrándose orgullosa de su marido.

Y ahora, mientras Ogi la escuchaba mantener por teléfono esa conversación sin final, recordaba que en aquel ya remoto día de verano, cuando ella llevaba su camiseta de tirantes, el cabello le caía pesadamente y con vitalidad sobre la espalda. Ahora podía apreciar, en la Tsugane que tenía ante sus ojos, tanto en su flequillo como en los mechones que le bajaban por la 'nuca, una cabellera escasa y rala, recogida en alto. Era algo nuevamente aprendido para Ogi que las arruguitas que le iban de los ojos a la parte superior de las mejillas acentuaban su color con la excitación sexual; pero ahora no parecían ser otra cosa que un signo de envejecimiento de la piel. Y sobre su cara vista de perfil, a medida que ella iba explicándose por teléfono -sin grandes ademanes, pero haciéndose oír- podía advertirse el cansancio que se había despertado en ella.

Cuando por fin colgó el auricular, Tsugane mostraba una expresión de autodesprecio, al verse observada en tan bochornosa lucha dialéctica.

– No sé ya como rogarles; el caso es que no quieren aportar fondos. Cuando estábamos en plena eclosión de la burbuja económica, antes de que me oyeran hablar ya me habían concedido la aportación; pero ahora, con la crisis agravándose, ya con oírme piensan que pueden darse por contentos, como quien ha cumplido. Eso es lo que hay.

Ogi asintió a las palabras de Tsugane. En ese punto se dispuso a abordar el tema cuyo planteamiento había venido preparando en su viaje de tren urbano, por la línea Chuuo. Al ponerse a hablar, su propia voz le resultó artificial.

– Por lo visto no va a ser factible que Patrón venga a visitar el Comité Mossbruger. Y no es que no sienta interés por Tachibana y su hermano pequeño; muy al contrario, pues ha llegado a manifestar el deseo de que se les invite a ambos a visitar la oficina. Yo mismo le comuniqué a ella la noticia por teléfono, y estaba como loca de contenta con la idea.

– Según eso, tampoco le van a quedar ya a Tachibana motivos para aparecer por el Comité Mossbruger. Pues aunque tuviera aquí alguna amistad profunda, como la de Ásuka, el comité es un grupo muy heterogéneo de gente, con la que ella poco tiene que ver -diciendo esto, Tsugane se quedó mirando inquisitivamente a Ogi, como si de pronto hubiera caído en la cuenta de algo-: y, a propósito, ¿no significa eso que tú, Ogi, ya no tienes ningún asunto que te traiga por aquí? Incluso esta mañana, cuando hablamos por teléfono después de diez días, no parecías muy dispuesto a que nos viéramos en mi refugio.

"En resumidas cuentas, que con ocasión de la vuelta de mi marido a Japón, hemos llegado al final de nuestra relación, ¿no es así? Ogi, ¿se debe eso a una decisión que has tomado por criterios de moralidad? ¿No será más bien que te ha asustado la presencia de mi marido?

Ogi juzgó más prudente permanecer en silencio. Por dentro le hervían arrebatos de ira. Pero llegado a la situación actual, en que aquella tormenta de palabras tan propia de ella se cernía sobre su cabeza, esta crisis que sufría al no saber por dónde cortar, tenía que acabar resolviéndose por sí misma de la manera más simple, antes de lo que se pensara. En esa línea aquellos últimos diez días, tan penosos, lo habían capacitado un poco para pensar con mentalidad adulta. Pero, a fin de cuentas, le asaltó el requemor de estar actuando con cobardía e incluso con vileza, al dejar el asunto en manos de ella.

– No creo que yo sea la persona adecuada para hablar de moralidad Durante los últimos diez días he estado pasándolo fatal y sin ver una salida. Todo ha sido por los celos. Si te digo la conclusión que he sacado a fuerza de pensar, ésta sería que, con vistas al futuro, no hay medio de acabar con las causas de esos celos. Si a mí me diera por decir que yo te iba a arrebatar de las manos de tu marido, tú serías la primera en echarte a reír. Pero aun así, yo me he entretenido en imaginar todo tipo de raras artimañas. En éstas, los celos no han parado de atormentarme, hasta el punto de trastornarme la cabeza; y de seguir así, creo que no voy a dar en nada bueno. En resumen, que no hay más salida que zanjar el asunto.

– ¿No habrá un modo más suave? -inquirió Tsugane-. Por ejemplo que sigamos así y dejemos pasar el tiempo, con lo que podríamos llegar a separarnos con un mínimo de sufrimiento. Esa posibilidad también et viable.

– Dejar pasar el tiempo en la situación en que estamos ahora me traerá un sufrimiento que no podré soportar: esto es lo que me hace intuir insulsa experiencia de los celos. Si sigo así, la cabeza me va a estallar en pedazos. Pero tampoco hay una vía de solución. Aunque aquí y ahora cortemos drásticamente, aún vendrán horas amargas, pero estoy dispuesto £ sobrellevarlas pacientemente.

Tsugane hizo retroceder su pequeño cuerpo hasta el respaldo de la silla, encogiéndolo todavía más; luego orientó sus ojos, enmarcados en sendos cercos resáceos, hacia Ogi. Con su lengua de color melocotón, que aúr le parecía ciertamente entrañable a Ogi, ella se lamió el labio superior y \z piel por encima del mismo.

– Tú eres una persona seria de pies a cabeza. Tus padres se estarán lamentando de que, entre tus hermanos, tú seas el único que te has señalado como oveja negra, y no has metido cabeza en un empleo como es debido Pero tú aún te conservas tan serio como aquel estudiante de Grado Medie que se aplicaba a fondo a hacer footing por la altiplanicie de Nasu; en ese no has cambiado. Y ¿no será precisamente por pasarte de serio por lo que tuviste ese pronto de robar sin más unos pantys?