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Al comprender que su indiferencia y la modestia de sus exigencias han disgustado a su anfitrión, Omar se envalentona:

– Siempre he querido construir un observatorio con un gran sextante de piedra, un astrolabio y diversos instrumentos. Desearía medir la duración exacta del año solar.

– ¡Concedido! Desde la semana próxima asignaré fondos a ese fin, elegirás el emplazamiento y tu observatorio se alzará dentro de pocos meses. Pero dime ¿no hay nada más que pudiera agradarte?

– Por Dios que ya no quiero nada más; tu generosidad me colma y me abruma.

– Entonces, quizá pueda yo a mi vez formular una petición.

– ¡Después de lo que acabas de concederme, me sentiré feliz de demostrarte una ínfima parte de mi inmensa gratitud!

Nizam no se hace de rogar.

– Sé que eres discreto, poco inclinado a la palabra, prudente, justo, equitativo, capaz de discernir lo verdadero de lo falso en cualquier caso y digno de toda confianza. Querría poner entre tus manos el cargo más delicado de todos.

Omar espera lo peor y es efectivamente lo peor lo que le espera.

– Te nombro Sahib-Jabar.

– ¿Sahib-Jabar, yo? ¿Jefe de los espías?

– Jefe de información del Imperio. No te apresures a responder; no se trata de espiar a las buenas personas, de introducirse en las casas de los creyentes, sino de velar por la tranquilidad de todos. En un Estado, el soberano debe conocer la menor exacción, la menor injusticia y reprimirla de manera ejemplar, sea quien fuere el culpable. ¿Cómo saber si ese cadí o ese gobernador de provincia se aprovecha de su función para enriquecerse a expensas de los humildes? ¡Por nuestros espías, puesto que las víctimas no siempre se atreven a quejarse!

– ¡Si es que esos espías no se dejan comprar por los cadíes, los gobernantes o los emires! ¡Si no se convierten en sus cómplices!

– Tu cometido, el cometido del Sabih-jabar es, precisamente, encontrar hombres incorruptibles para encargarlos de esas misiones.

– Si esos hombres incorruptibles existen, ¿no sería más sencillo nombrarlos a ellos gobernadores o cadíes?

Observación ingenua, pero que para los oídos de Nizam parece una burla. Se impacienta y se levanta:

– No deseo argumentar. Ya te he dicho lo que te ofrezco y lo que espero de ti. Vete, reflexiona sobre mi proposición, sopesa con calma los pros y los contras y vuelve mañana con una respuesta.

XIII

Reflexionar, sopesar, evaluar, Jayyám se siente incapaz de ello ese día. Al salir del divan se interna en la callejuela más estrecha del bazar, serpentea a través de hombres y animales, avanza bajo las bóvedas de estuco, entre los montículos de especias. A cada paso la callejuela es un poco más oscura, la gente parece moverse cada vez más despacio, vociferar en murmullos; comerciantes y parroquianos son como actores disfrazados, bailarines sonámbulos. Omar va a ciegas, tan pronto hacia la izquierda como hacia la derecha, tiene miedo de caerse, de desmayarse. Súbitamente desemboca en una placita inundada de luz, verdadero calvero en la jungla. La crudeza del sol lo azota, se yergue y respira. ¿Qué le ocurre? Le han propuesto el paraíso encadenado al infierno. ¿Cómo decir sí? ¿Cómo decir no? ¿Con qué rostro volverá a presentarse ante el gran visir? ¿Con qué rostro abandona la ciudad?

A su derecha, la puerta de una taberna está entreabierta; la empuja, desciende algunos escalones enarenados y va a parar a una sala de techo bajo, mal iluminada. El suelo es de tierra húmeda, los bancos inestables, las mesas descoloridas. Pide un vino seco de Qom. Se lo traen en una jarra desportillada. Lo sorbe despacio, con los ojos cerrados.

Pasa el tiempo bendito de mi juventud,

para olvidar me escancio vino.

¿Es amargo? Es así como me agrada.

Esta amargura es el sabor de mi vida.

Pero de pronto surge una idea. Sin duda necesitaba bajar hasta el fondo de esa sórdida taberna para encontrarla; le esperaba ahí, en esa mesa, al tercer trago de la cuarta copa. Paga la cuenta, deja una generosa propina y sale de nuevo a la superficie. La noche ha caído, la plaza está ya desierta, cada callejuela del bazar está cerrada por un pesado portón protector. Omar tiene que dar un rodeo para llegar a su caravasar.

Cuando entra de puntillas en su habitación, Hassan duerme ya, su rostro es serio y torturado. Omar lo mira durante largo rato. Mil preguntas recorren su mente, pero las aparta sin intentar responderlas. Su decisión está tomada irrevocablemente.

Una leyenda corre por los libros. Habla de tres amigos, tres persas que marcaron, cada uno a su manera, los comienzos de nuestro milenio: Omar Jayyám que observó el mundo, Nizam el-MoIk que lo gobernó y Hassan Sabbah que lo aterrorizó. Dicen que los tres estudiaron juntos en Nisapur, lo que no puede ser verdad porque Nizam tenía treinta años más que Omar y Hassan hizo sus estudios en Rayy, quizá un poco también en su ciudad natal de Qom, pero desde luego no en Nisapur.

¿Está la verdad en el Manuscrito de Samarcanda? La crónica escrita en los márgenes afirma que los tres hombres se encontraron por primera vez en Ispahán, en el divan del gran visir, por iniciativa de Jayyám, ciego aprendiz del destino.

Nizam se había aislado en la salita del palacio rodeado de algunos papeles. Desde el momento en que vio el rostro de Omar en el marco de la puerta, comprendíó que la respuesta sería negativa.

– Así pues, mis proyectos te dejan indiferente.

Jayyám contesta, contrito pero firme:

– Tus sueños son grandiosos y deseo que se realicen, pero mi contribución no puede ser la que me has propuesto. Entre los secretos y aquellos que los desvelan, estoy del lado de los secretos. La primera vez que un agente venga a contarme una conversación, le impondré silencio declarándole que esos asuntos no nos conciernen ni a él ni a mí y le prohibiré entrar en mi casa. Mi curiosidad por la gente y las cosas se expresa de otra manera.

– Respeto tu decisión; no creo inútil para el Imperio que unos hombres se consagren totalmente a la ciencia. Por supuesto, todo lo que te he prometido, el oro anual, la casa, el observatorio, te son debidos, nunca quito lo que he dado por propia voluntad… Hubiera querido asociarte más íntimamente a mi acción, pero me consuelo diciéndome que los cronistas escribirán para la posteridad: En el tiempo de Nízam el-Molk vivió Omar Jayyám. Se le honraba, estaba protegido de las inclemencias y podía decir no al gran visir sin arriesgarse a la desgracia.

– No sé si podré algún día manifestar toda la gratitud que merece tu magnanimidad.

Omar se interrumpe y duda antes de continuar:

– Quizá pueda hacer olvidar mí negativa presentándote a un hombre que acabo de conocer. Tiene una gran inteligencia, su sabiduría es inmensa y su habilidad desarma. Me parece totalmente indicado para la función de Sabih-jabar y estoy seguro de que tu proposición le encantará. Me ha confesado que había venido de Rayy a Ispahán con el firme propósito de que lo contrataras para trabajar a tu lado.

– Un ambicioso -murmura Nizam entre dientes-. Ese es mi destino. Cuando encuentro un hombre digno de confianza, le falta ambición y desconfía de las cosas del poder; y cuando un hombre me parece dispuesto a saltar sobre la primera función que le ofrezco, su celo me inquieta.

Parece cansado y resignado.

– ¿Por qué nombre se conoce a ese hombre?

– Hassan, hijo de Alí Sabbah. Sin embargo, tengo la obligación de prevenirte: ha nacido en Qom.