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XIV

Inmediatamente, todo el Imperio se sobresalta, la administración se paraliza, se informa de movimientos de tropas, se habla de guerra civil. Nizam, dicen, ha distribuido armas por ciertos barrios de Ispahán. En el bazar, se esconde la mercancía. Los portones de los principales zocos, principalmente los de los joyeros, se cierran al comienzo de la tarde. En los alrededores del divan la tensión es extrema. El gran visir ha tenido que dejar sus despachos a Hassan, pero su residencia linda con ellos, sólo un jardincillo la separa de lo que se ha convertido en el cuartel general de su rival. Ahora bien, ese jardín se ha transformado en un verdadero acantonamiento donde la guardia personal de Nizam patrulla con nerviosismo, armada hasta los dientes.

Ningún hombre se siente tan contrariado como Omar. Desearía intervenir para calmar los ánimos, encontrar un arreglo entre los dos adversarios. Pero aunque Nizam lo sigue recibiendo, no pierde ni una ocasión de reprocharle «el regalo envenenado» que le hizo. En cuanto a Hassan, vive constantemente encerrado con sus papeles, ocupado en preparar el informe que debe presentar al sultán. Sólo por la noche consiente en tenderse sobre la gran alfombra del divan, rodeado por un puñado de fieles.

Sin embargo, tres días antes de la fecha fatídica, Jayyám quiere intentar una última mediación. Acude ante Hassan e insiste en verle, pero le piden que vuelva una hora más tarde, ya que el sahibjabar está en una reunión con sus tesoreros. Omar decide, pues, dar un pequeño paseo. Acaba de cruzar el pórtico cuando un eunuco del sultán vestido totalmente de rojo se dirige a éclass="underline"

– ¡Si jawayé Omar se digna seguirme, le esperan!

Después de que el hombre le condujera a través de un laberinto de túneles y escaleras, Jayyám llega a un jardín cuya existencia no sospechaba, donde se pavonean en libertad los pavos reales, los albaricoques florecen y corre una fuente cantarina. Detrás de la fuente hay una puerta baja con incrustaciones de nácar que el eunuco abre invitando a Omar a entrar.

Es una gran habitación con las paredes tapizadas de brocado, en cuyo extremo hay una especie de nicho abovedado protegido por una colgadura que se mueve indicando una presencia. En cuanto Jayyám entra, la puerta se cierra con un ruido amortiguado. Un minuto de espera aún, de perplejidad, y luego se oye una voz de mujer. Omar no la reconoce, aunque cree identificar algún dialecto turco. Pero la voz es baja, la elocución impetuosa, sólo algunas palabras emergen como las rocas de un torrente. El sentido del discurso se le escapa; desearía interrumpirlo, pedirle que hable en persa, en árabe, o si no más despacio, pero no resulta fácil dirigirse a una mujer a través de una colgadura y se resigna a esperar a que acabe. Súbitamente otra voz sucede a la anterior.

– Mi señora Terken Jatún, esposa del sultán, te agradece que hayas venido a esta cita.

Esta vez la lengua es persa y Jayyám reconocería la voz en un bazar a la hora del juicio. Va a gritar, pero su grito se convierte súbitamente en un murmullo alegre y lastimero:

– ¡Yahán! Ésta separa el borde de la colgadura, se levanta el velo y sonríe, pero con un gesto le impide acercarse.

– La sultana -dice-, está preocupada por la lucha que se ha entablado en el seno del divan. El malestar se propaga y se derramará sangre. El sultán mismo está muy afectado, se ha vuelto irritable, sus gritos de cólera resuenan en el harén. Esta situación no puede prolongarse. La sultana sabe que estás haciendo lo imposible por reconciliar a los dos protagonistas, desea que lo consigas, pero eso le parece lejano.

Jayyám asiente con un movimiento de cabeza resignado. Yahán prosigue:

– Terken Jatún estima que, al punto al que han llegado las cosas, sería preferible alejar a los dos adversarios y confiar el visirato a un hombre de bien, capaz de calmar los ánimos. A su esposo nuestro señor no le convienen, según ella, esos intrigantes que le rodean; sólo necesita un hombre prudente, desprovisto de bajas ambiciones, un hombre de buen juicio y excelente consejo. El sultán te tiene en alta estima y ella querría sugerirle que te nombre gran visir. Tu nombramiento aliviaría a toda la corte. Sin embargo, antes de exponer semejante sugestión quiere asegurarse de tu aprobación.

Omar tarda en comprender lo que se le pide, pero luego exclama:

– ¡Por Dios, Yahán! ¿Buscas mi perdición? ¿Me ves mandando los ejércitos del Imperio, decapitando a un emir, reprimiendo una rebelión de esclavos? ¡Déjame con mis estrellas!

– Escucha, Omar. Sé que no deseas dirigir los asuntos, tu cometido será, simplemente, estar ahí. ¡Otros tomarán las decisiones y las ejecutarán!

– Dicho de otro modo, tú serás el verdadero visir y tu señora el verdadero sultán. Es eso lo que buscas, ¿no?

– ¿Y en qué te molestaría? Tendrías los honores sin tener las preocupaciones. ¿Qué mejor cosa podrías desear?

Terken Jatún interviene para matizar las palabras. Yahán traduce:

– Mi señora dice: el hecho de que hombres como tú se aparten de la política es la causa de que estemos tan mal gobernados. Ella estima que tú tienes todas las cualidades necesarias para ser un excelente visir.

– Dile que las cualidades que se necesitan para gobernar no son las que se necesitan para acceder al poder. Para dirigir bien los asuntos hay que olvidarse de uno mismo, no interesarse más que por los demás, sobre todo por los más desgraciados; para llegar al poder hay que ser el más ambicioso de los hombres, no pensar más que en uno mismo, estar dispuesto a aplastar a los amigos más íntimos, ¡y yo no aplastaré a nadie!

Por el momento, los proyectos de las dos mujeres no pasarán de ahí. Omar se negará a doblegarse a sus exigencias. Por otra parte, no habría servido de nada ya que el enfrentamiento entre Nizam y Hassan se había vuelto ineluctable.

Ese día la sala de audiencia es una arena en calma; las quince personas que allí se encuentran se contentan con observar en silencio. El mismo Malikxah, de ordinario tan exuberante, conversa a media voz con su chambelán, retorciéndose, es su manía, la punta del bigote. De vez en cuando lanza una mirada furtiva hacia los dos gladiadores. Hassan está de pie, vestido negro arrugado, turbante negro, barba más larga que de costumbre, rostro demacrado, ojos ardientes dispuestos a cruzarse con los de Nizam, pero rojos por el cansancio y la vigilia. Detrás de él un secretario sostiene un fajo de papeles sujetos con una ancha banda de cordobán.

Privilegio de los años, el gran visir está sentado, incluso desplomado. Su vestido es gris, su barba cana, su frente apergaminada; sólo su mirada parece joven y alerta, incluso chispeante. Dos de sus hijos lo acompañan, lanzando a su alrededor miradas de odio o de reto.

Muy cerca del sultán está Omar, tan sombrío como abrumado. Formula en su mente palabras conciliadoras que sin duda no tendrá jamás la ocasión de pronunciar.

– Nos prometieron para hoy un informe detallado sobre el estado de nuestro tesoro, ¿está preparado? -pregunta Mahkxah.

Hassan se inclina.

– He cumplido mi promesa. El informe está aquí.

Se vuelve hacia su secretario, que se le acerca solícito, deshace el nudo del cordón de cuero y le tiende el legajo. Sabbah comienza su lectura. Según la costumbre, las primeras páginas sólo son agradecimientos, piadosos ruegos, citas cultas, páginas elocuentes bien construidas, pero el auditorio espera más. Y llega:

– He podido calcular con precisión -declara-, el beneficio que ha producido al tesoro del sultán la percepción de cada provincia, de cada ciudad importante. Igualmente he evaluado el botín ganado al enemigo y ahora sé de qué manera se ha gastado ese oro…