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Mientras observa la escena, Omar no puede dejar de pensar: «Si no tengo cuidado, un día seré esta piltrafa.» No es la embriaguez lo que más teme, sabe que no se abandonará a ella; el vino y él han aprendido a respetarse y jamás se tirarán mutuamente por tierra. Lo que más le asusta es la multitud y que derribe en él el muro de la respetabilidad. Se siente amenazado por el espectáculo de ese hombre en decadencia, dominado; quisiera apartarse de él, alejarse. Pero sabe que no abandonará a la turba a un compañero de Avicena. Da tres pasos despacio y dignamente y finge la mayor indiferencia para decir con voz firme acompañada de un gesto soberano.

– ¡Dejad marchar a ese desgraciado!

El cabecilla del grupo se inclina entonces sobre Jaber, luego se incorpora y va a plantarse con firmeza ante el intruso. Una profunda cicatriz le cruza la barba desde la oreja derecha hasta la punta del mentón y es ese lado, ese lado hundido, el que muestra a su interlocutor, pronunciando como una sentencia:

– ¡Este hombre es un borracho, un impío, un filósofo!

Escupe esta última palabra como una imprecación.

– ¡Ya no queremos ningún filósofo en Samarcanda!

Murmullo de aprobación entre la multitud. Para esa gente, el término «filósofo» designa a toda persona que se interesa demasiado por las ciencias profanas de los griegos y más generalmente por todo lo que no es religión o literatura. A pesar de su juventud, Omar Jayyám es ya un eminente filósofo, un pez bastante más gordo que ese desgraciado de Jaber.

Seguramente el de la cicatriz no le ha reconocido, puesto que se aparta de él y vuelve a inclinarse sobre el anciano, que se ha quedado mudo; lo coge por los pelos, le sacude la cabeza tres, cuatro veces, hace como si quisiera estrellarla contra la pared más cercana y luego la suelta súbitamente. Aunque brutal, el gesto es contenido, como si el hombre, a la vez que muestra su determinación, dudara de llegar al homicidio. Jayyám escoge ese momento para intervenir de nuevo.

– Deja ya a ese anciano; es un viudo, un enfermo, un demente. ¿No ves que apenas puede mover los labios?

El cabecilla se levanta de un salto, avanza hacía Jayyám y le señala con un dedo hasta tocarle la barba:

– Tú que pareces conocerle tan bien, ¿quién eres? ¡No eres de Samarcanda! ¡Nadie te ha visto jamás en esta ciudad!

Omar separa la mano de su interlocutor con condescendencia pero sin brusquedad, para tenerlo a raya sin darle pretexto para una pelea.

El hombre retrocede un paso, pero insiste:

– ¿Cuál es tu nombre, forastero?

Jayyám duda en identificarse, busca un subterfugio, alza los ojos al cielo, donde una tenue nube acaba de ocultar la luna en cuarto creciente. Un silencio, un suspiro. ¡Olvidarse en la contemplación, nombrar una a una las estrellas, estar lejos, fuera del alcance de las multitudes!

El grupo lo rodea ya, algunas manos le rozan. Jayyám reacciona.

– Soy Omar, hijo de Ibrahim de Nisapur. ¿Y tú quién eres?

Pregunta de pura fórmula, ya que el hombre no tiene ninguna intención de presentarse. Está en su ciudad y es él el inquisidor. Más tarde Omar conocerá su apodo; le llaman el Estudiante de la Cicatriz. Con un garrote en la mano y una cita en la boca, mañana hará temblar a Samarcanda. Por el momento su influencia no se manifiesta más allá de esos jóvenes que lo rodean, atentos a la menor de sus palabras, a la menor señal.

En sus ojos, un súbito fulgor. Se vuelve hacia sus acólitos, luego, triunfalmente, hacia la muchedumbre y grita:

– ¡Por Dios! ¿Cómo he podido no reconocer a Omar, hijo de Ibrahim Jayyám de Nisapur? ¡Omar, la estrella de Jorasan, el genio de Persia y de los dos Iraqs, el príncipe de los filósofos!

Remeda una profunda zalema. Agita los dedos a ambos lados de su turbante, granjeándose indefectiblemente las risotadas de los mirones.

– ¿Cómo he podido no reconocer a aquel que ha compuesto esta cuarteta tan llena de piedad y de devoción?:

Acabas de romper mi cántaro de vino, Señor. Me has cerrado el camino del placer, Señor. Has derramado por el suelo mi vino granate. Dios me perdone, ¿estarías borracho, Señor?

Jayyám escucha indignado, inquieto. Tal provocación es un llamamiento al asesinato, en el acto. Sin perder un segundo lanza su respuesta en voz alta y clara, a fin de que nadie entre el gentío se deje engañar.

– Desconocido, es la primera vez que oigo esa cuarteta que sale de tu boca. Pero escucha una que he compuesto realmente:

Nada, no saben nada, no quieren saber nada. Ya ves, esos ignorantes dominan el mundo. Si no eres de los suyos te llaman incrédulo. Ignóralos, Jayyám, sigue tu propio camino.

Sin duda, Omar cometió un error al acompañar su «ya ves» con un gesto de desprecio en dirección a sus adversarios. Unas manos se tienden y le tiran del traje, que comienza a desgarrarse. Se tambalea. Su espalda choca contra una rodilla y luego contra una losa plana. Aplastado bajo la turba no se digna forcejear, está resignado a que destrocen su traje y despedacen su cuerpo, se abandona ya al lánguido embotamiento de la víctima inmolada, no siente nada, no oye nada, está encerrado en si mismo, amurallado, impenetrable.

Y contempla como a intrusos a los diez hombres armados que vienen a interrumpir el sacrificio. Sobre gorros de fieltro ostentan la insignia verde pálido los ahdat, la milicia urbana de Samarcanda. Nada más los agresores se alejan de Jayyám, pero para justificar su conducta empiezan a gritar tomando a la gente por testigo:

– ¡Alquimista! ¡Alquimista!

A los ojos de las autoridades ser filósofo no es un crimen, pero practicar la alquimia se castiga con la muerte.

– ¡Alquimista! ¡Este extranjero es un alquimista!

Pero el jefe de la patrulla no tiene la intención de argumentar.

– Si este hombre es realmente un alquimista -decide-, conviene conducirlo ante el gran juez Abu Taher.

Mientras Jaber el Largo, olvidado por todos, se arrastra hacia la taberna más cercana donde se cuela prometiéndose no aventurarse jamás al exterior, Omar consigue levantarse sin la ayuda de nadie. Camina erguido y en silencio; su mueca altiva cubre como un velo púdico sus ropas destrozadas y su rostro lleno de sangre. Ante él abren paso unos milicianos provistos de antorchas. Tras él van sus agresores y luego el cortejo de mirones.

Omar no los ve ni los oye. Para él las calles están desiertas, la Tierra no tiene ruidos, ni el cielo nubes y Samarcanda sigue siendo ese lugar de ensueño que descubríó algunos días antes.

Llegó a la ciudad después de tres semanas de camino y, sin descansar ni un momento, decidió seguir al pie de la letra los consejos de los viajeros de los tiempos pasados. Subid, invitan ellos, a la terraza de Kuhandiz, la antigua ciudadela, pasead ampliamente vuestra mirada y no encontraréis más que agua y verdor, bancales floridos y cipreses recortados por los más sutiles jardineros, en forma de bueyes, elefantes, camellos agachados y panteras que se hacen frente y parecen preparadas para saltar. En efecto, en el interior mismo del recinto, desde la puerta del Monasterio, al oeste, hasta la puerta de China, Omar no vio más que tupidos vergeles e impetuosos riachuelos. Luego, aquí y allá, un esbelto minarete de ladrillos, una cúpula cincelada de sombra, la blancura de la pared de un mirador. Y a la orilla de una charca, cobijada por los sauces llorones, una bañista desnuda que desplegaba sus cabellos al ardiente viento.