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Más grave aún: después de su llegada a Bagdad envía este mensaje al califa: «Tengo la intención de hacer de esta ciudad mi capital de invierno; el Príncipe de los Creyentes tiene que desalojarla lo antes posible y buscarse otra residencia.» El sucesor del Profeta, cuyos antepasados han vivido en Bagdad desde hace tres siglos y medio, pide un mes de plazo para poner orden en sus asuntos.

Terken se inquieta por esa frivolidad, poco digna de un soberano de treinta y siete años, dueño de la mitad del mundo, pero su Malikxah es lo que es y, por lo tanto, lo deja divertirse y aprovecha la ocasión para afirmar su propia autoridad. Es a ella a quien recurren los emires y dignatarios, son sus hombres de confianza los que reemplazan a los fieles de Nizam. El sultán da su aprobación entre dos paseos y dos borracheras.

El 18 de noviembre de 1092, Malikxah se encuentra al norte de Bagdad cazando el onagro, en una zona boscosa y cenagosa. De sus últimas doce flechas, sólo una ha fallado el blanco; sus compañeros lo cubren de alabanzas, ninguno de ellos soñaría con igualar sus proezas. La caminata le ha abierto el apetito y lo expresa con reniegos. Los esclavos se apresuran a complacerle. Son aproximadamente doce para descuartizar, destripar y ensartar a los animales salvajes que pronto se están asando en un calvero. El anca más gorda es para el soberano, que la coge, la despedaza y la saborea con mucho apetito, acompañándola con un licor fermentado. De vez en cuando mordisquea frutos encurtidos, su plato preferido, del que su cocinero transporta por todas partes unas inmensas vasijas de barro para estar seguro de que no falte jamás.

De pronto, sobrevienen los cólicos desgarradores. Malikxah aúlla de dolor, sus compañeros tiemblan. Con nerviosismo tira su copa y escupe lo que tiene en la boca. Está doblado en dos, su cuerpo se vacía, delira, se desmaya. A su alrededor, decenas de cortesanos, de soldados y de sirvientes tiemblan y se observan con desconfianza. No se sabrá jamás qué mano ha deslizado el veneno en el licor. A menos que fuera en el vinagre. ¿O en la carne de la caza? Pero todos echan la cuenta: han transcurrido treinta y cinco días desde la muerte de Nizam. Este había dicho «menos de cuarenta». Sus vengadores han cumplido el plazo.

Terken Jatún está en el campamento real, a una hora del lugar del drama. Le llevan al sultán exánime, pero aún vivo. Se apresura a alejar a todos los curiosos y sólo conserva a su lado a Yahán y a dos o tres fieles más, así como a un médico de la corte que sostiene la mano de Malikxah.

– ¿El señor podrá recuperarse? -interroga la China.

– El pulso se debilita. Dios ha soplado la vela que tiembla antes de apagarse. No tenemos otro recurso que la oración.

– Si esa es la voluntad del Altísimo, escuchad bien lo que voy a decir.

No es el tono de una futura viuda, sino el de una señora del Imperio.

– Nadie fuera de esta tienda debe saber que el sultán no está ya entre nosotros. Contentaos con decir que se restablece lentamente, que necesita descanso y que nadie puede verlo.

Fugaz y sangrienta epopeya la de Terken Jatún. Aun antes de que el corazón de Malikxah cesara de latir, exige de su puñado de fieles que juren lealtad al sultán Mahmud de cuatro años y algunos meses de edad. Luego envía un mensajero al califa anunciándole la muerte de su esposo y pidiéndole que confirme la sucesión para su hijo; a cambio, no se volverá a hablar de inquietar al Príncipe de los Creyentes en su capital y su nombre será glorificado en los sermones de todas las mezquitas del Imperio.

Cuando la corte del sultán reanuda su camino hacia Ispahán, Malikxah ha muerto hace ya algunos días, pero la China continúa ocultando la noticia a las tropas. Colocan el cadáver en un gran carro cubierto con una tienda, pero ese tejemaneje no puede eternizarse; un cuerpo que no ha sido embalsamado no puede permanecer entre los vivos sin que la descomposición traicione su presencia. Terken opta por deshacerse de él y es así como Malikxah, «el sultán venerado, el gran Shahimshah, el rey de Oriente y de Occidente, el pilar del Islam y de los musulmanes, el orgullo del mundo y de la religión, el padre de las conquistas, el firme sostén del califa de Dios» es enterrado por la noche, precipitadamente, al borde de un camino, en un lugar que nadie ha podido volver a encontrar. Jamás, dicen los cronistas, se había oído decir que un soberano tan poderoso hubiese muerto así, sin que nadie orara ni llorara sobre su cuerpo.

La noticia de la desaparición del sultán termina por propalarse, pero Terken se justifica fácilmente: su primera preocupación ha sido ocultar la noticia al enemigo en un momento en que el ejército y la corte se encontraban lejos de la capital. En realidad, la China ha ganado el tiempo que necesitaba para instalar a su hijo en el trono y tomar ella las riendas del poder.

Las crónicas de la época no se equivocan al respecto. Desde ese momento, al hablar de las tropas imperiales dicen «los ejércitos de Terken Jatún». Al hablar de Ispahán precisan que es la capital de la Jatún. En cuanto al nombre del sultán-niño, será casi olvidado; sólo se le recordará como «el hijo de la China».

Sin embargo, frente a la sultana se yerguen los oficiales de la Nizamiyya. En la lista de proscritos, Terken Jatún va en segunda posición, justo después de Malikxah. Proclaman su apoyo al hijo mayor de este último, Barkyaruk, de once años de edad. Lo rodean, lo aconsejan y lo conducen al combate. Los primeros enfrentamientos les son favorables; la sultana tiene que replegarse en Ispahán, que pronto es sitiada. Pero Terken no es mujer que se reconozca vencida. Para defenderse está dispuesta a valerse de toda clase de artimañas, que se harán famosas.

Por ejemplo, escribe a varios gobernadores de provincias unas cartas así redactadas: «Soy viuda y tengo bajo mi custodia a un hijo menor de edad que necesita un padre para guiar sus pasos, para dirigir el Imperio en su nombre. ¿Quién mejor que tú desempeñaría ese cometido? Ven lo antes posible a la cabeza de tus tropas, liberarás a Ispahán y entrarás en ella como triunfador; yo me casaré contigo y todo el poder estará en tus manos.» El argumento surte efecto, los emires acuden, tanto desde Azerbeiyán como desde Siria y, aunque no consiguen romper el cerco de la capital, le procuran a la sultana largos meses de respiro.

Igualmente Terken reanuda los contactos con Hassan Sabbah. «¿No te había prometido la cabeza de Nizam el-Molk? Ya te la he entregado. Hoy es Ispahán, la capital del Imperio, lo que te ofrezco. Sé que tus hombres son numerosos en esta ciudad. ¿Por qué viven en la sombra? Diles que se muestren; obtendrán oro y armas y podrán predicar a la luz del día.» De hecho, después de tantos años de persecución, aparecen cientos de ismaelíes y las conversiones se multiplican. En algunos barrios forman milicias armadas por cuenta de la sultana.

Sin embargo, la última añagaza de Terken es, probablemente, la más ingeniosa y la más audaz: unos emires de su círculo se presentan un día en el campamento enemigo anunciando a Barkyaruk que han decidido abandonar a la sultana, que sus tropas están dispuestas a rebelarse y que si aceptara acompañarles se introduciría con ellos por sorpresa en la ciudad y podían dar la señal de una sublevación; Terken y su hijo serían degollados y él podría establecerse firmemente en el trono. Estamos en 1094, el pretendiente sólo tiene trece años y la proposición le seduce. ¡Apoderarse en persona de la ciudad, cuando sus emires la asedian sin éxito desde hace más de un año! Apenas lo duda. La noche siguiente se desliza fuera de su campamento a espaldas de sus parientes y se presenta con los emisarios de Terken ante la puerta de Kaliab, que como por encanto se abre ante él. Ahí está, caminando con paso decidido, rodeado de una escolta exageradamente alegre para su gusto, lo que cree que es debido al éxito sin fallos de su hazaña. Cuando los hombres se ríen demasiado alto, él les ordena que se tranquilicen y ellos le responden reverentemente antes de soltar la carcajada.