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Durante ese tiempo, el zar había recurrido a métodos más brutales. En julio llegó la noticia del regreso del antiguo shah con dos de sus hermanos y a la cabeza de un ejército de mercenarios para reconquistar el poder. Pero ¿acaso no estaba retenido en Odessa, en una residencia vigilada y con la promesa expresa del gobierno ruso de no permitirle jamás volver a Persia? Cuando fueron interrogadas, las autoridades de San Petersburgo respondieron que había escapado a su vigilancia y viajado con pasaporte falso, que su armamento había sido transportado en cajas marcadas como «agua mineral», por lo que no se consideraban responsables de su rebelión. De modo que el shah habría abandonado su residencia en Odessa, atravesado con sus hombres los varios cientos de millas que separan Ucrania de Persia, se habría embarcado con su cargamento en un buque ruso, habría cruzado el Caspio y desembarcado en la costa persa, ¿y todo esto sin que el gobierno del zar ni su ejército, ni la Okhrana, su policía secreta, lo hubiesen advertido en ningún momento?

¿Pero para qué argumentar? Lo más importante de todo era impedir que la frágil democracia persa se derrumbara. El Parlamento pidió créditos a Shuster y esta vez el americano no discutió. Por el contrario, procuró que en pocos días se pusiera en pie un ejército con el mejor equipo disponible y abundante munición, sugiriendo él mismo el nombre del comandante Efraim Kan, un brillante oficial armenio que lograría en tres meses aplastar al ex shah y enviarlo de nuevo al otro lado de la frontera.

En las cancillerías del mundo entero apenas se lo creían. ¿Se habría convertido Persia en un Estado moderno? Normalmente, semejantes rebeliones duraban años. Para la mayoría de los observadores, tanto en Teherán corno en el extranjero, la respuesta podía resumirse en una sola palabra mágica: Shuster. Su cometido superaba ya ampliamente el de un simple Tesorero General. Fue él quien sugirió al Parlamento que decretara fuera de la ley al antiguo shah y que se pegaran en las paredes de todas las ciudades un «Wanted» del más puro estilo «Far West», ofreciendo importantes sumas a aquellos que ayudaran a la captura del rebelde imperial y de sus hermanos. Lo que terminó de desacreditar al monarca derrocado a los ojos de la población.

La ira del zar no se aplacaba. Para él estaba claro que sus ambiciones en Persia no podrían saciarse mientras Shuster estuviera allí. ¡Había que hacerle partir! Había que crear un incidente, un grave incidente. Un hombre fue encargado de esta misión: Pokhitanoff, antiguo cónsul en Tabriz, convertido en cónsul general en Teherán.

Misión es una palabra púdica, ya que, en este caso, habrá que hablar de conspiración, cuidadosamente preparada aunque sin gran sutileza. El Parlamento había decidido confiscar los bienes de los dos hermanos del ex shah, que habían dirigido la rebelión a su lado. Encargado, como Tesorero General, de ejecutar la sentencia, Shuster quiso hacer las cosas dentro de la más estricta legalidad. La principal propiedad incluida en la confiscación, situada no lejos del palacio Atabak, pertenecía al príncipe imperial que respondía al nombre de «Resplandor del Sultanato»; el americano envió, con un destacamento de la policía, a unos funcionarios civiles provistos de un mandamiento judicial en regla. Se encontraron cara a cara con unos cosacos acompañados de oficiales consulares rusos que prohibieron a los policías la entrada en la propiedad, amenazando con utilizar la fuerza si no se retiraban inmediatamente.

Cuando se le informó de lo que había sucedido, Shuster envió a uno de sus ayudantes a la Legación rusa. Fue recibido por Pokhitanoff que, con tono agresivo, le dio la siguiente explicación: la madre del príncipe «Resplandor del Sultanato» ha escrito al zar y a la zarina para pedir su protección, que se le ha otorgado generosamente.

El americano no daba crédito a sus oídos; que los extranjeros, dijo, dispongan en Persia del privilegio de la impunidad, que los asesinos de un ministro persa no puedan ser juzgados porque son súbditos del zar, es inicuo, pero es una regla establecida, difícil de modificar; pero que unos persas, de la noche a la mañana, coloquen sus propiedades bajo la protección de un monarca extranjero para burlar las leyes de su país, es un procedimiento nuevo, inédito, inaudito. Shuster no quería resignarse. Dio la orden a los policías de ir a tomar posesión de las propiedades incluidas en la confiscación sin usar la violencia, pero con firmeza. Esta vez Pokhitanoff no intervino. Había creado el incidente. Su misión estaba cumplida.

La reacción no tardó en producirse. En San Petersburgo se publicó un comunicado afirmando que lo que acababa de suceder equivalía a una agresión contra Rusia, a un insulto al zar y a la zarina, y exigiendo excusas oficiales del Gobierno de Teherán. Trastornado, el Primer Ministro persa pidió consejo a los británicos; el Foreign Office respondió que el zar no estaba bromeando, que había congregado tropas en Bakú, que se disponía a invadir Persia y que sería prudente aceptar el ultimátum.

El 24 de noviembre de 1911, el Ministro de Asuntos Exteriores se presentó, pues, con la muerte en el alma, en la Legación rusa y estrechó obsequiosamente la mano del Ministro plenipotenciario pronunciando estas palabras:

«Excelencia, mi Gobierno me ha encargado que presente excusas en su nombre por la afrenta que han sufrido los oficiales consulares de su gobierno.»

Sin dejar de estrechar la mano que se le tendía, el representante del zar replicó:

«Sus excusas son aceptadas como respuesta a nuestro primer ultimátum, pero debo informarle de que un segundo ultimátum está en preparación en San Petersburgo. Le comunicaré su contenido en cuanto lo reciba.»

Promesa cumplida. Cinco días más tarde, el 29 de noviembre a mediodía, el diplomático presentó al Ministro de Asuntos Exteriores el texto del nuevo ultimátum, añadiendo oralmente que había recibido ya la aprobación de Londres y que había que aceptarlo en el plazo de cuarenta y ocho horas.

Primer punto: despedir a Morgan Shuster.

Segundo punto: no volver a contratar jamás a un experto extranjero sin obtener previamente el consentimiento de las Legaciones rusa y británica.

XLVII

En la sede del Parlamento, los setenta y seis diputados esperan; unos llevan turbante, otros fez o gorro, y unos cuantos «hijos de Adán», entre los más militantes, van incluso vestidos a la europea. A las once, el Primer Ministro sube a la tribuna corno a un patíbulo, lee con voz ahogada el texto del ultimátum y luego recuerda el apoyo de Londres al zar antes de enunciar la decisión de su Gobierno: No resistir, aceptar el ultimátum, despedir al americano; en una palabra, volver a estar bajo la tutela de las potencias antes que ser aplastados bajo su bota. Para intentar evitar lo peor, necesita una orden clara; por lo tanto, plantea la cuestión de confianza, recordando a los diputados que el ultimátum expira a mediodía, que el tiempo está contado y que los debates no pueden eternizarse. A lo largo de su intervención, no ha cesado de dirigir miradas inquietas hacia la galería de los invitados, donde se pavonea Pokhitanoff, a quien nadie se ha atrevido a prohibir la entrada.

Cuando el Primer Ministro vuelve a su sitio, no se producen abucheos ni aplausos. Sólo un silencio aplastante, abrumador, irrespirable. Luego se levanta un venerable sayyid, descendiente del Profeta y modernista de los primeros tiempos, que siempre ha apoyado con fervor la misión de Shuster. Su discurso es breve: