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Seguramente el de la cicatriz no le ha reconocido, puesto que se aparta de él y vuelve a inclinarse sobre el anciano, que se ha quedado mudo; lo coge por los pelos, le sacude la cabeza tres, cuatro veces, hace como si quisiera estrellarla contra la pared más cercana y luego la suelta súbitamente. Aunque brutal, el gesto es contenido, como si el hombre, a la vez que muestra su determinación, dudara de llegar al homicidio. Jayyám escoge ese momento para intervenir de nuevo.

– Deja ya a ese anciano; es un viudo, un enfermo, un demente. ¿No ves que apenas puede mover los labios?

El cabecilla se levanta de un salto, avanza hacía Jayyám y le señala con un dedo hasta tocarle la barba:

– Tú que pareces conocerle tan bien, ¿quién eres? ¡No eres de Samarcanda! ¡Nadie te ha visto jamás en esta ciudad!

Omar separa la mano de su interlocutor con condescendencia pero sin brusquedad, para tenerlo a raya sin darle pretexto para una pelea.

El hombre retrocede un paso, pero insiste:

– ¿Cuál es tu nombre, forastero?

Jayyám duda en identificarse, busca un subterfugio, alza los ojos al cielo, donde una tenue nube acaba de ocultar la luna en cuarto creciente. Un silencio, un suspiro. ¡Olvidarse en la contemplación, nombrar una a una las estrellas, estar lejos, fuera del alcance de las multitudes!

El grupo lo rodea ya, algunas manos le rozan. Jayyám reacciona.

– Soy Omar, hijo de Ibrahim de Nisapur. ¿Y tú quién eres?

Pregunta de pura fórmula, ya que el hombre no tiene ninguna intención de presentarse. Está en su ciudad y es él el inquisidor. Más tarde Omar conocerá su apodo; le llaman el Estudiante de la Cicatriz. Con un garrote en la mano y una cita en la boca, mañana hará temblar a Samarcanda. Por el momento su influencia no se manifiesta más allá de esos jóvenes que lo rodean, atentos a la menor de sus palabras, a la menor señal.

En sus ojos, un súbito fulgor. Se vuelve hacia sus acólitos, luego, triunfalmente, hacia la muchedumbre y grita:

– ¡Por Dios! ¿Cómo he podido no reconocer a Omar, hijo de Ibrahim Jayyám de Nisapur? ¡Omar, la estrella de Jorasan, el genio de Persia y de los dos Iraqs, el príncipe de los filósofos!

Remeda una profunda zalema. Agita los dedos a ambos lados de su turbante, granjeándose indefectiblemente las risotadas de los mirones.

– ¿Cómo he podido no reconocer a aquel que ha compuesto esta cuarteta tan llena de piedad y de devoción?:

Acabas de romper mi cántaro de vino, Señor. Me has cerrado el camino del placer, Señor. Has derramado por el suelo mi vino granate. Dios me perdone, ¿estarías borracho, Señor?

Jayyám escucha indignado, inquieto. Tal provocación es un llamamiento al asesinato, en el acto. Sin perder un segundo lanza su respuesta en voz alta y clara, a fin de que nadie entre el gentío se deje engañar.

– Desconocido, es la primera vez que oigo esa cuarteta que sale de tu boca. Pero escucha una que he compuesto realmente:

Nada, no saben nada, no quieren saber nada. Ya ves, esos ignorantes dominan el mundo. Si no eres de los suyos te llaman incrédulo. Ignóralos, Jayyám, sigue tu propio camino.

Sin duda, Omar cometió un error al acompañar su «ya ves» con un gesto de desprecio en dirección a sus adversarios. Unas manos se tienden y le tiran del traje, que comienza a desgarrarse. Se tambalea. Su espalda choca contra una rodilla y luego contra una losa plana. Aplastado bajo la turba no se digna forcejear, está resignado a que destrocen su traje y despedacen su cuerpo, se abandona ya al lánguido embotamiento de la víctima inmolada, no siente nada, no oye nada, está encerrado en si mismo, amurallado, impenetrable.

Y contempla como a intrusos a los diez hombres armados que vienen a interrumpir el sacrificio. Sobre gorros de fieltro ostentan la insignia verde pálido los ahdat, la milicia urbana de Samarcanda. Nada más los agresores se alejan de Jayyám, pero para justificar su conducta empiezan a gritar tomando a la gente por testigo:

– ¡Alquimista! ¡Alquimista!

A los ojos de las autoridades ser filósofo no es un crimen, pero practicar la alquimia se castiga con la muerte.

– ¡Alquimista! ¡Este extranjero es un alquimista!

Pero el jefe de la patrulla no tiene la intención de argumentar.

– Si este hombre es realmente un alquimista -decide-, conviene conducirlo ante el gran juez Abu Taher.

Mientras Jaber el Largo, olvidado por todos, se arrastra hacia la taberna más cercana donde se cuela prometiéndose no aventurarse jamás al exterior, Omar consigue levantarse sin la ayuda de nadie. Camina erguido y en silencio; su mueca altiva cubre como un velo púdico sus ropas destrozadas y su rostro lleno de sangre. Ante él abren paso unos milicianos provistos de antorchas. Tras él van sus agresores y luego el cortejo de mirones.

Omar no los ve ni los oye. Para él las calles están desiertas, la Tierra no tiene ruidos, ni el cielo nubes y Samarcanda sigue siendo ese lugar de ensueño que descubríó algunos días antes.

Llegó a la ciudad después de tres semanas de camino y, sin descansar ni un momento, decidió seguir al pie de la letra los consejos de los viajeros de los tiempos pasados. Subid, invitan ellos, a la terraza de Kuhandiz, la antigua ciudadela, pasead ampliamente vuestra mirada y no encontraréis más que agua y verdor, bancales floridos y cipreses recortados por los más sutiles jardineros, en forma de bueyes, elefantes, camellos agachados y panteras que se hacen frente y parecen preparadas para saltar. En efecto, en el interior mismo del recinto, desde la puerta del Monasterio, al oeste, hasta la puerta de China, Omar no vio más que tupidos vergeles e impetuosos riachuelos. Luego, aquí y allá, un esbelto minarete de ladrillos, una cúpula cincelada de sombra, la blancura de la pared de un mirador. Y a la orilla de una charca, cobijada por los sauces llorones, una bañista desnuda que desplegaba sus cabellos al ardiente viento.

¿No es esta visión del paraíso la que quiso evocar el pintor anónimo que, mucho después, se propuso ilustrar el manuscrito de las Ruba'iyyat? ¿No es la que Omar conserva aún en su mente mientras le conducen hacia el barrio de Asfizar donde reside Abu Taher, el cadí de los cadíes de Samarcanda? No cesa de repetirse para sus adentros: «No odiaré esta ciudad. Aunque mi bañista sólo sea un espejismo. Aunque la realidad tenga el rostro del de la cicatriz. Aunque esta noche fuera para mi la última.»

II

En el gran divan del juez, los lejanos candelabros dan a Jayyám un color de marfil. En cuanto entró, dos guardias de cierta edad lo agarraron por los hombros como si fuera un loco peligroso. Y en esta postura espera cerca de la puerta.

Sentado al otro extremo de la habitación, el cadí no se ha dado cuenta de su presencia; está terminando de resolver un asunto y discute con los demandantes razonando a uno y reprendiendo al otro. Una antigua disputa entre vecinos, parece ser, rencores redundantes, argucias irrisorias. Abu Taher termina por manifestar ruidosamente su cansancio y ordena a los dos jefes de familia que se abracen, ahí, ante él, como si nada los hubiera separado jamás. Uno de ellos da un paso; el otro, un coloso de frente estrecha, se resiste. El cadí lo abofetea al vuelo, haciendo temblar a la concurrencia. El gigante contempla un momento a ese personaje rechoncho, colérico y vivaracho que ha tenido que empinarse para alcanzarle, luego baja la cabeza, se acaricia la mejilla y cumple lo que le ordenan.

Una vez despedida toda esa gente, Abu Taher indica a los milicianos que se acerquen. Éstos recitan su informe, responden a algunas preguntas y se esfuerzan por explicar por qué han dejado que se formara en las calles tal aglomeración. A continuación le llega el turno al de la cicatriz. Se inclina hacia el cadí, que parece conocerlo desde hace mucho tiempo, y se lanza a un animado monólogo. Abu Taher lo escucha atentamente sin dejar traslucir sus sentimientos. Después de concederse algunos instantes de reflexión, ordena:

– Decid a la gente que se disperse, que cada uno vuelva a su casa por el camino más corto y -dirigiéndose a los agresores- ¡todos vosotros os iréis también a casa! No decidiré nada hasta mañana. El acusado permanecerá aquí esta noche y mis guardias, y nadie más, lo vigilarán.

Sorprendido al verse tan rápidamente invitado a eclipsarse, el de la cicatriz esboza una protesta, pero cambia al momento de opinión. Prudente, se recoge los faldones de su vestido y se retira con una zalema.

Cuando Abu Taher se encuentra frente a Omar con sus propios hombres de confianza como únicos testigos, pronuncia esta enigmática frase de acogida.

– Es un honor recibir en este lugar al ilustre Omar Jayyám de Nisapur.

Ni irónico ni expresivo, el cadí. Ni la menor apariencia de emoción. Tono neutro, voz sin inflexiones, turbante en pico, cejas enmarañadas, barba gris sin bigote e interminable y escrutadora mirada.

El recibimiento es tanto más ambiguo cuanto que Omar estaba allí desde hacía una hora, de pie, andrajoso, expuesto a todas las miradas, las sonrisas y los murmullos.

Después de algunos segundos sabiamente destilados, Abu Taher añade:

– Omar, tú no eres un desconocido en Samarcanda. A pesar de tu juventud, tu ciencia es ya proverbial y tus proezas se relatan en las escuelas. ¿No es verdad que leíste siete veces en Ispahán una voluminosa obra de Ibn Sina y que de regreso a Nisapur la reprodujiste de memoría, palabra por palabra?