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Jayyám se siente halagado de que su hazaña, auténtica, fuera conocida en Transoxiana, pero no por eso se disipan sus preocupaciones. La referencia a Avicena en loca de un cadí de rito chafeíta no resulta nada tranquilizadora; por otra parte, todavía no le han invitado a sentarse. Abu Taher prosigue:

– No son solamente tus hazañas las que se transmiten de boca en boca; se te atribuyen unas sorprendentes cuartetas.

La declaración es comedida, no acusa; tampoco exculpa, no interroga más que indirectamente. Omar estima que ha llegado el momento de romper el silencio:

– La cuarteta que repite el de la cicatriz no es mía.

Con un manotazo impaciente, el juez desestima la protesta. Por primera vez su tono es severo:

– Poco importa que hayas compuesto ese verso o cualquier otro. Me han transmitido unas palabras de una impiedad tan grande que si las citara me sentiría tan culpable como el que las ha proferido. No estoy tratando de hacerte confesar, no busco infligirte un castigo. Esas acusaciones de alquimista me entraron por un oído para salir por el otro. Estamos solos, somos dos hombres sabios y quiero únicamente saber la verdad.

Omar no se siente en modo alguno tranquilo, teme una trampa y duda de responder. Ya se ve entregado al verdugo para ser desfigurado, emasculado, crucificado. Abu Taher alza la voz, grita casi:

– Omar, hijo de Ibrahim, fabricante de tiendas de Nisapur, ¿sabes reconocer a un amigo?

Hay en esa frase un acento de sinceridad que fustiga a Jayyám. «¿Reconocer a un amigo?» Considera la pregunta con gravedad, contempla el rostro del cadí, examina sus rictus, los estremecimientos de su barba. Lentamente se deja ganar por la confianza. Sus rasgos se distienden, se relajan. Se libera de sus guardias, que a un gesto del cadí dejan de sujetarlo. Luego va a sentarse sin que le hayan invitado a ello. El juez sonríe con benevolencia, pero reanuda sin tregua su interrogatorio:

– ¿Eres el impío que algunos describen?

Más que una pregunta es un grito de angustia que Jayyám no desoye:

– Desconfío del celo de los devotos, pero nunca he dicho que el Uno fuera dos.

– ¿Lo has pensado alguna vez?

– Jamás, Dios es testigo.

– Para mí es suficiente y pienso que para el Creador también, pero no para la multitud. Acecha tus palabras, tus menores gestos, y los míos también, así como los de los príncipes. Te han oído decir: «A veces acudo a las mezquitas, donde la oscuridad es propicia al sueño…»

– Únicamente un hombre en paz con su Creador podría conciliar el sueño en un lugar de culto.

A pesar de la mueca dubitativa de Abu Taher, Omar se excita e insiste:

– No soy de aquellos cuya fe sólo es terror al juicio, cuya oración sólo es prosternación. ¿Mi forma de rezar? Contemplo una rosa, cuento las estrellas, me deslumbra la belleza de la creación, la perfección de su orden, el hombre, la obra más bella del Creador, su cerebro sediento de sabiduría, su corazón sediento de amor, sus sentidos, todos sus sentidos, despiertos o satisfechos.

Con los ojos pensativos, el cadí se levanta, va a sentarse al lado de Jayyám y apoya sobre su hombro una mano paternal. Los guardias intercambian miradas de asombro.

– Escucha, joven amigo, el Altísimo te ha dado lo más valioso que un hijo de Adán puede obtener, la inteligencia, el arte de la palabra, la salud, la belleza, el deseo de saber, de gozar de la existencia, la admiración de los hombres y, lo sospecho, los suspiros de las mujeres. Espero que no te haya privado de la prudencia, la prudencia del silencio, sin la cual nada de todo eso puede apreciarse ni conservarse.

– ¿Tendré que esperar a ser viejo para expresar lo que pienso?

– El día en que puedas expresar todo lo que piensas, los descendientes de tus descendientes habrán tenido tiempo de envejecer. Estamos en la edad del secreto y del miedo, debes tener dos caras y mostrar una de ellas a la multitud y la otra a ti mismo y a tu Creador. Si quieres conservar tus ojos, tus oídos y tu lengua, olvida que tienes ojos, oídos y lengua.

El cadí se calla, su silencio es hosco. No es de esos silencios que llaman a las palabras del otro, sino de los que retumban y llenan el espacio. Omar espera con la mirada baja, dejando escoger al cadí entre las palabras que se atropellan en su mente.

Pero Abu Taher respira profundamente y da a sus hombres una orden tajante. Se alejan. En cuanto cierran la puerta se dirige hacia un rincón del divan, levanta un paño del tapiz y luego la tapa de un cofre de madera damasquinada. Saca de él un libro que ofrece a Omar con un gesto ceremonioso, verdad es que suavizado por una sonrisa protectora.

Ahora bien, ese libro es el mismo que yo, Benjamín O. Lesage, iba un día a sostener en mis propias manos. Supongo que al tacto fue siempre igual. Un grueso, áspero, repujado con dibujos en forma de semicírculo, bordes de las hojas irregulares, mellados. Pero cuando Jayyám lo abre, en esa inolvidable noche de verano, sólo contempla doscientas cincuenta y seis páginas en blanco, sin poemas aún, ni pinturas, ni comentarios en el margen, ni iluminaciones.

Para ocultar su emoción, Abu Taher adopta un tono de charlatán.

– Es kagez chino, el mejor papel que se ha obtenido jamás en los talleres de Samarcanda. Un judío del barrio de Maturid lo fabricó para mí según una antigua receta enteramente a base de morera blanca. Tócalo, es de la misma savia que la seda.

Se aclara la garganta antes de explayarse:

– Yo tenía un hermano diez años mayor que yo; tenía tu edad cuando murió, descuartizado, en la ciudad de Balj, por haber compuesto un poema que desagradó al soberano del momento. Se le acusó de incubar una herejía, no sé si sería verdad, pero yo le reprocho que se jugara la vida por un poema, un miserable poema apenas más largo que una cuarteta.

Se le rompe la voz, que de nuevo se alza ahogada:

– Guarda ese libro. Cada vez que un verso tome forma en tu mente y se acerque a tus labios intentando salir, reprímelo sin consideraciones, pero escríbelo en estas hojas que permanecerán en secreto. Y mientras escribas piensa en Abu Taher.

¿Sabía el cadí que con ese gesto, con esas palabras, daba origen a uno de los secretos mejor guardados de la historia de las letras? ¿Que pasarían ocho siglos antes de que el mundo descubriera la sublime poesía de Omar Jayyám, antes de que sus Ruba'iyyat fueran veneradas como una de las obras más originales de todos los tiempos, antes de que fuera al fin conocido el extraño destino del manuscrito de Samarcanda?

III

Esa noche, Omar intenta inútilmente conciliar el sueño en un mirador o pabellón de madera que se encuentra sobre una pelada colina en medio del gran jardín de Abu Taher. Cerca de él, en una mesa baja, cálamo y tintero, una lámpara apagada y su libro, abierto por la primera página, que sigue en blanco.

Al amanecer, una visión: una bella esclava le trae una bandeja con rajas de melón, un traje nuevo y una banda de turbante de seda de Zandán. Y un mensaje susurrado:

– El amo te espera después de la oración del alba.

El salón ya está lleno: demandantes, pedigüeños, cortesanos, allegados, visitantes de toda condición y entre ellos el estudiante de la cicatriz, que sin duda ha venido para saber noticias. Cuando Omar cruza la puerta, la voz del cadí le convierte en blanco de miradas y murmullos:

– Bienvenido sea el imán Omar Jayyám, el hombre al que nadie iguala en el conocimiento de la tradición del Profeta, la referencia que nadie discute, la voz que nadie contradice.

Uno después de otro los visitantes se levantan, esbozan una zalema y mascullan alguna fórmula antes de volver a sentarse. Con una furtiva mirada, Omar observa al de la cicatriz, que parece ahogarse en su rincón, refugiado sin embargo en una mueca tímidamente burlona.

Con la mayor ceremonia del mundo, Abu Taher ruega a Omar que tome asiento a su derecha, obligando a sus vecinos a apartarse solícitamente. Luego continúa.

– Nuestro eminente visitante tuvo ayer tarde un contratiempo. Él, a quien se honra en Jorasan, Fars y Mazandarán, a quien todas las ciudades desean acoger entre sus muros, a quien todos los príncipes desean atraer hacia su corte, fue importunado ayer en las calles de Samarcanda.

Exclamaciones indignadas se elevan, seguidas de una algarabía que el cadí deja aumentar un tanto, antes de apaciguarla con un gesto y proseguir:

– Y lo que es más grave, un alboroto estuvo a punto de estallar en el bazar. ¡Un alboroto, la víspera de la visita de nuestro venerado soberano Nasr Kan, Sol de la Realeza, que debe llegar esta misma mañana de Bujara, si Dios lo permite! No me atrevo a imaginar en qué aflicción nos encontraríamos hoy si no hubiéramos podido contener y dispersar a la multitud. Os lo digo: ¡muchas cabezas estarían vacilando sobre sus hombros!

Se interrumpe para tomar aliento, para causar impresión, sobre todo, y dejar que el miedo se insinúe en los corazones.

– Felizmente, uno de mis antiguos alumnos, aquí presente, reconoció a nuestro eminente visitante y vino a advertirme.

Señala con el dedo al estudiante de la cicatriz y le invita a levantarse:

– ¿Cómo reconociste al imán Omar?

A modo de respuesta, algunas sílabas balbuceadas.

– ¡Más alto! ¡Aquí nuestro anciano tío no te oye! -vocifera el cadí señalando a una venerable barba blanca que está a su izquierda.

– Reconocí al eminente visitante gracias a su elocuencia -enuncia con dificultad el de la cicatriz-, y lo interrogué sobre su identidad antes de traerlo ante nuestro cadí.