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El campanario está pegado a la valla. Para entrar en la iglesia hay que pasar por el campanario e ir por un camino de piedra que lleva hasta las escaleras.

Una de las puertas azules del campanario está abierta de par en par. Pia se baja de la bici y la deja apoyada contra la valla.

«Debería estar cerrada», piensa, y se acerca sin prisa a la puerta.

Se oye un ruido desde los pequeños abedules que quedan a la derecha del camino que lleva a la casa rectoral. El corazón le da un vuelco y se queda escuchando con atención. No era más que un crujido. Probablemente una ardilla o un campañol.

Incluso la puerta trasera del campanario está abierta. Puede ver a través de la torre. La puerta de la iglesia también está abierta.

El corazón le late ahora con fuerza. Sune se puede olvidar de cerrar la puerta del campanario si sale de fiesta tres días antes del solsticio de verano, pero no la puerta de la iglesia. Le viene a la memoria la noticia de aquellos jóvenes que destrozaron los cristales de una iglesia en la ciudad y lanzaron dentro trapos en llamas. De aquello hace un par de años. ¿Qué ha pasado ahora? Le vienen imágenes a la cabeza. El retablo pintado con espráis y meado. Navajazos en los bancos recién pintados. Lo más seguro es que se hayan colado por una ventana y después hayan abierto la puerta desde dentro.

Avanza hacia el portón de la iglesia. Camina despacio. Agudiza el oído y escucha con atención hacia todos lados. ¿Cómo se ha llegado a esto? Chavales que deberían estar ocupados pensando en chicas y en trucar ciclomotores. ¿Cómo terminan quemando iglesias o matando a homosexuales?

Después de cruzar el porche se queda quieta. Está debajo del coro, donde el techo es tan bajo que las personas un poco altas tienen que agachar la cabeza. Hay un silencio incómodo dentro de la iglesia, pero todo parece estar en orden. Cristo, Laestadius y María relucen impecables en el retablo. Y aun así hay algo que la hace dudar. Allí dentro hay algo que no cuadra.

Bajo el suelo de la parroquia descansan ochenta y seis cadáveres. Nunca piensa en ellos. Descansan en paz dentro de sus tumbas. Pero ahora puede sentir su turbación aflorando del suelo y clavándosele como agujas en las plantas de los pies.

«¿Qué os pasa?», piensa.

El pasillo central está cubierto con una alfombra roja. Justo donde termina el coro y el techo se abre hacia arriba hay algo en la alfombra. Se agacha.

«Una piedra -piensa primero-. Un pequeño trozo de piedra blanca.»

La coge con el pulgar y el índice, y se dirige hacia la sacristía.

Pero la puerta de la sacristía está cerrada con llave y se da la vuelta para volver a bajar por el pasillo del altar.

Cuando está frente al altar puede ver la parte inferior del órgano. Está casi tapado por completo por una especie de viga, una separación hecha con un tabique de madera que atraviesa la sala central de lado a lado y que baja desde el techo un tercio de la altura total. Pero desde donde está puede ver la parte inferior del órgano. Y ve dos pies colgando delante del coro.

Lo primero que piensa por un instante es que alguien ha entrado en la parroquia y se ha ahorcado, y justo en ese instante siente rabia. Le parece totalmente desconsiderado. Después deja la mente en blanco, sin pensar en nada. Baja corriendo por el pasillo central desde el altar, pasa por debajo del tabique que sale del techo y entonces ve el cuerpo colgando delante de los tubos del órgano y los rayos de sol lapón.

«El cuerpo está colgado de una cuerda. No, no es una cuerda, es una cadena. Una larga cadena de hierro.»

Luego ve las marcas oscuras de la alfombra justo donde había encontrado la lasca de piedra.

Sangre. ¿Puede ser que sea sangre? Se agacha.

Y entonces se da cuenta. La piedrecita que sujeta entre el pulgar y el índice no es ninguna piedra. Es un trocito de diente.

Se pone en pie de un salto. Los dedos sueltan la lasca blanca, casi la tiran para alejarla.

Su mano saca el teléfono del bolsillo y marca el uno, uno, dos.

Al otro lado de la línea responde un chico que parece demasiado joven. Mientras va contestando a sus preguntas, Pia intenta abrir la puerta del coro. Está cerrada con llave.

– Está cerrada -le dice al chico-. No puedo subir.

Vuelve a la sacristía a toda prisa. No hay llave para la puerta del coro. ¿Forzarla? ¿Con qué?

El chico del otro lado de la línea intenta captar su atención. Le dice que espere fuera. Le asegura que la ayuda está en camino.

– ¡Es Mildred! -grita-. Es Mildred Nilsson la que está colgando. Es la pastora del pueblo. ¡Por Dios, qué aspecto tiene!

– ¿Ya estás fuera? -le pregunta el chico-. ¿Puedes ver a alguien?

El chico del teléfono consigue sacarla a las escaleras de la iglesia. Ella le dice que no hay nadie por allí.

– No cuelgues -le dice él-. Sigue conmigo. La ayuda está en camino. No vuelvas a entrar en la iglesia.

– ¿Puedo encender un pitillo?

Le da permiso. No hay problema en que deje el teléfono.

Pia se sienta en los escalones con el móvil al lado. Inspira el humo y se percata de lo relajada y entera que se siente. Pero el cigarrillo quema muy mal. Al final se da cuenta de que lo ha encendido por el filtro. Siete minutos más tarde oye sirenas a lo lejos.

«Se la han cargado», piensa.

Y ahora le empiezan a temblar las manos. Tira el cigarrillo lejos.

«Los muy cabrones. Se la han cargado.»

VIERNES

1 de Septiembre

Rebecka Martinsson se bajó del barco-taxi y miró hacia la mansión de Lidö. El sol de mediodía iluminaba la fachada de color limón pálido, y los detalles y ornamentación de carpintería. El enorme patio estaba lleno de gente. Unas gaviotas de ninguna parte graznaban por encima de su cabeza. Pertinaces e irritantes.

«No sé cómo podéis», pensó.

Le dio demasiada propina al taxista. Era la compensación por haber sido monosilábica cuando él intentó entablar conversación.

– Así que van a celebrar una gran fiesta -dijo él señalando el hotel con la cabeza.

El bufete entero de abogados ya estaba allí. Casi doscientas personas pululaban de un lado a otro. Hablaban en grupitos. Se disolvían y continuaban su camino. Manos que se estrechaban y besos en la mejilla. Habían preparado una fila de grandes barbacoas. Unas cuantas personas vestidas de blanco servían un bufé de carne asada en una larga mesa cubierta con un mantel de lino. Se apresuraban desde la cocina hasta la mesa como ratones blancos con gorros de cocina ridículamente altos.

– Sí -respondió Rebecka colgándose al hombro el bolso con estampado de piel de cocodrilo-. Pero he sobrevivido a cosas peores.

Él soltó una carcajada y se marchó con un acelerón que hizo que la proa asomara por encima del agua. Un gato negro bajó silenciosamente del embarcadero de un salto y desapareció por entre la alta hierba.

Rebecka empezó a caminar. La isla estaba cansada después del verano. Pisoteada, reseca y desgastada.

«Por aquí se ha paseado mucha gente -pensó-. Familias con críos y mantas de picnic, marineros de agua dulce borrachos y bien vestidos.»

El césped estaba débil y se había puesto amarillo, y los árboles, cubiertos de polvo, se veían sedientos. Podía imaginarse el aspecto que tendría el bosque. Bajo las matas de arándanos y los heléchos debía de haber botellas, latas, condones usados y heces humanas a montones.

El caminito que subía al hotel era duro como el cemento. Como la columna agrietada de un lagarto prehistórico. Ella misma era un lagarto. Recién aterrizado en una nave espacial. Vestido con su traje de persona a punto de pasar la prueba de fuego: imitar el comportamiento humano. Mirar a los de su alrededor y hacer más o menos lo mismo, cruzando los dedos para que su disfraz no se le abriera por el cuello.

Ya casi había llegado a la explanada del jardín.