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«Vamos, mujer -se dijo a sí misma-. Esto es pan comido.»

Después de haber matado a aquellos hombres en Kiruna continuó con su trabajo en el bufete de abogados Meijer & Ditzinger como de costumbre. Le parecía que todo iba bien. Pero en realidad todo había sido una mierda. No pensaba en la sangre ni en los cuerpos. Ahora, al mirar atrás hasta la época antes de que le dieran la baja, le costaba decir si en realidad llegó a pensar algo en algún momento. Creía que trabajaba pero, al final, no hacía más que pasar papeles de un montón a otro. Evidentemente, dormía mal. Y estaba como ausente. Podía tardar una eternidad en arreglarse por las mañanas para ir al trabajo. La catástrofe le llegó por la espalda. No pudo verlo hasta que se le vino encima. Fue por un sencillo caso de alquileres. El cliente quería saber el plazo de preaviso para finalizar el contrato de alquiler de un local. Ella le respondió con una santísima barbaridad. Tenía la carpeta con todos los contratos delante de las narices, pero no logró entender lo que allí se decía. El cliente, una compañía francesa de venta por correo, le había exigido al bufete una indemnización por daños y perjuicios.

Recordó a Måns Wenngren, su jefe, y la cara con que la había mirado. Enrojecido de ira tras su escritorio. Ella intentó dimitir, pero él no la dejó.

– Dañaría seriamente la imagen del bufete -le dijo-. Todo el mundo creería que se te ha instigado a dejar el puesto. Que dejamos de lado a una compañera con problemas psíq… que no se encuentra bien.

Aquella misma tarde salió tambaleándose del despacho. Y cuando estaba en la calle Birger Jarlsgatan, en la oscuridad del otoño, iluminada por los faros de los coches de lujo que pasaban a toda prisa, por los escaparates de las tiendas diseñados con estilo y por los bares de Stureplan, le invadió una fuerte sensación de que ya no podría volver a Meijer & Ditzinger. Sintió que lo único que quería era marcharse lo más lejos posible. Pero no fue así.

Le dieron la baja. Primero semanalmente y después cada mes. El médico le dijo que hiciera cosas que le resultaran divertidas. Si había algo que le gustara de su trabajo, era bueno que continuara haciéndolo.

Después de lo de Kiruna, el bufete empezó a tener muchos casos de juicios penales. El nombre y la cara de Rebecka no habían salido en los periódicos; en cambio, el nombre del bufete había aparecido con frecuencia en los medios. Los clientes llamaban al bufete diciendo que querían que los representara «la chica aquella que estuvo en Kiruna». Siempre obtenían la respuesta estándar de que el bufete les podía asignar un abogado penal de más experiencia, pero que la chica aquella podía estar presente también. De esa manera pusieron un pie en los grandes juicios que cubrían los medios. Durante esa época hubo dos violaciones en grupo, un homicidio con robo y un caso de cohecho.

Los socios le propusieron que continuara asistiendo a los juicios incluso estando de baja. Tampoco eran tan habituales. Y era una buena manera de seguir en contacto con el trabajo. Además, no tenía que prepararse nada. Hacer acto de presencia, ya está. Pero sólo si ella quería, claro.

Aceptó la propuesta porque no tenía otra opción. Había dejado el bufete en evidencia, les había hecho perder un cliente y, además, pagar la indemnización. Era imposible negarse. Estaba en deuda con ellos y asintió con una sonrisa.

En cualquier caso, los días que tenía que asistir a un juicio por lo menos se levantaba de la cama. Por norma general, las primeras miradas del jurado y del juez iban siempre dirigidas a los acusados, pero ahora ella era la gran atracción del circo. Clavaba la mirada en la mesa que tenía delante y les dejaba mirar. Malhechores, jueces, fiscales, procuradores. Casi podía oír lo que estaban pensando: «Así que es ella…»

Llegó a la explanada que había delante de la mansión. Aquí aparecía de pronto el césped verde y sano. Debían de haber usado los aspersores como locos con lo largo y seco que había sido el verano. El aroma de las últimas rosas silvestres del año se extendía como una capa que la brisa de la tarde llevaba tierra adentro. El aire era cálido y agradable. Las mujeres más jóvenes llevaban vestidos blancos sin mangas. Las que tenían algunos años más ocultaban los brazos bajo rebecas de algodón de IBlues y Max Mara. Los hombres habían dejado las corbatas en casa. Iban de un lado a otro vestidos con pantalón Gant llevando copas a las mujeres. Controlaban las ascuas de las barbacoas y hablaban como si fueran campesinos con el personal de cocina.

Rebecka paseó la mirada por la multitud. No veía a Maria Taube ni a Måns Wenngren por ninguna parte.

De pronto apareció uno de los socios a su encuentro, Erik Rydén. Toca sonreír.

– ¿Es ella?

Petra Wilhelmsson vio a Rebecka ascender por el caminito que subía hasta la mansión. A Petra la acababan de contratar en la empresa. Estaba apoyada en la barandilla del puente junto a la entrada. A un lado tenía a Johan Grill, también nuevo, y al otro estaba Krister Ahlberg, abogado penal que rondaba los treinta.

– Sí, es ella -confirmó Krister Ahlberg-. La Modesty Blaise de la empresa.

Vació su copa y la dejó en la barandilla con un leve golpe. Petra movió la cabeza de un lado a otro lentamente.

– Y pensar que ha matado a una persona -dijo.

– En realidad, a tres -rectificó Krister.

– ¡Dios, se me ponen los pelos de punta! ¡Mirad! -Y Petra mostró el brazo a los dos hombres que la acompañaban.

Krister Ahlberg y Johan Grill observaron con atención el brazo de su compañera. Era delgado y moreno. Unos pocos vellos delicados se habían vuelto casi blancos por el sol del verano.

– O sea, no porque sea chica -continuó Petra-, pero es que no tiene pinta de ser el tipo que…

– Es que tampoco lo era. Al final se derrumbó psicológicamente. Y no puede hacer su trabajo. A veces va a los juicios penales de más chicha. Y luego le toca a uno hacer el trabajo y quedarse en la oficina con el móvil encendido por si hay algo. Y mientras tanto ella haciéndose famosa.

– ¿Es famosa? -preguntó Johan Grill-. Nunca llegaron a escribir sobre ella, ¿no?

– No, pero en el mundillo de los abogados todos saben quién es. Ese mundillo en Suecia es muy pequeño, pronto te darás cuenta.

Krister Ahlberg separó un centímetro el pulgar del dedo índice de la mano derecha. Vio que la copa de Petra estaba vacía y pensó en ofrecerse para llenarla. Claro que entonces la dejaría a solas con Johan.

– Dios -exclamó Petra-, me pregunto cómo será matar a una persona.

– Te la voy a presentar -dijo Krister-. No estamos en el mismo departamento, pero hicimos juntos el curso de derecho mercantil. Esperemos unos minutos hasta que Erik Rydén la suelte.

Erik Rydén abrazó a Rebecka y le dio la bienvenida. Era un hombre rechoncho y enseguida entraba en calor con los deberes de anfitrión. De su cuerpo salía vapor como un hormiguero en pleno agosto emanando aromas de Chanel Pour Monsieur y alcohol. Rebecka le dio unos golpecitos en la espalda, de esos que se dan para que los niños eructen.

– Qué bien que hayas venido -dijo él con la sonrisa más amplia del mundo.

Le cogió la bolsa de viaje y se la cambió por una copa de champán y una llave de habitación. Rebecka miró el llavero. Era un trozo de madera pintado de rojo y blanco atado a la llave con un pequeño nudo marinero.

«Para cuando los huéspedes están borrachos y se les caen al agua», pensó.

Intercambiaron algunas palabras. Qué tiempo hace. Lo encargué para ti, Rebecka. Ella soltó una carcajada y le preguntó cómo iba todo. De puta madre, justo la semana pasada acababa de conseguir un gran cliente del mundo de la biotecnología. Iban a iniciar una fusión con una empresa norteamericana, así que ahora estaba a tope. Rebecka escuchaba y sonreía todo el tiempo. Entonces llegó un nuevo rezagado y Erik tuvo que proseguir con sus obligaciones de anfitrión.

Se le acercó un abogado del departamento de penales. La saludó como si fueran viejos conocidos. Rebecka buscó febrilmente su nombre en la memoria, pero había desaparecido como por arte de magia. Traía consigo a dos empleados nuevos, una chica y un chico. Él llevaba unas greñas rubias que contrastaban con el moreno de su piel, un moreno de esos que sólo se consiguen navegando a vela. Era un poco paticorto y ancho de espaldas. Mentón cuadrado y salido, y del jersey caro que llevaba arremangado salían dos fuertes antebrazos.