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«Como un Popeye con estilo», pensó ella.

La chica también era rubia. Se sujetaba la melena con unas gafas de sol caras. La sonrisa le formaba dos hoyuelos en las mejillas. Una chaquetilla que conjuntaba bien con su jersey sin mangas colgaba del antebrazo de Popeye. La saludaron. La chica tenía voz de pito, como un mirlo. Se llamaba Petra. Popeye se llamaba Johan y de apellido algo bonito, pero Rebecka no logró retenerlo. En los últimos años siempre le pasaba. Antes tenía carpetas en la cabeza en las que podía organizar la información. Ahora ya no. Lo tenía todo manga por hombro y la mayoría de las cosas no le entraban. Rebecka sonrió y les apretó la mano con la fuerza justa. Les preguntó para quién trabajaban en el departamento. Si estaban a gusto. Sobre qué habían escrito la tesis y en qué tribunales habían estado. A ella no le preguntaron nada.

Rebecka continuó cruzándose con los grupos. Todo el mundo andaba con la cinta métrica preparada en el bolsillo. Se medían unos a otros. Se comparaban a sí mismos. Sueldo. Casa. Nombre. A quién conocían. Qué habían hecho en verano. Uno se estaba construyendo una casa en el municipio de Nacka. Otro andaba buscando un piso más grande ahora que había tenido el segundo hijo, preferiblemente en el lado bueno del barrio de Östermalm.

– Estoy para el arrastre -exclamó con una sonrisa feliz el que se estaba haciendo la casa.

Un hombre recién desemparejado se volvió hacia Rebecka.

– Lo cierto es que en mayo estuve allá arriba, por tu tierra -dijo-. Fui a esquiar, entre Abisko y Kebnekaise. Nos teníamos que levantar a las tres de la mañana y desplazarnos sobre una capa de hielo. Sin embargo, durante el día la nieve se deshacía tanto que te hundías, así que no se podía hacer otra cosa que tumbarte a disfrutar del sol de primavera.

De pronto el ambiente se hizo tenso. ¿Es que por fuerza tenía que hablarle de su tierra? Kiruna se entrometió en la conversación como un fantasma. Todos a la vez se pusieron a mencionar nombres de mil sitios en los que habían estado. Italia, la Toscana, padres en Jönköping y Legoland, pero Kiruna no quería desaparecer. Rebecka retomó su paseo y todos soltaron un suspiro de alivio.

Los abogados un poco mayores habían pasado las vacaciones en sus casas de veraneo de la costa oeste, en Escania o en el archipiélago de Estocolmo. Arne Eklöf había perdido a su madre y le contó sin recato a Rebecka cómo se había pasado el verano peleándose con lo del testamento.

– Tiene huevos -dijo-. Cuando Nuestro Señor llega con la muerte, aparece el diablo con los herederos. ¿Quieres más?

Señaló su copa con la cabeza. Ella rechazó la invitación, a lo que él respondió con una mirada casi enfurecida. Como si Rebecka hubiera rechazado nuevas posibles confidencias. Probablemente era lo que acababa de hacer. Él se encaminó hacia la mesa de la bebida y Rebecka se quedó donde estaba observándolo. Hablar con la gente le exigía un esfuerzo, pero estar allí sola con la copa vacía le resultaba una pesadilla. Como una pobre planta de interior que ni siquiera puede pedir agua.

«Podría ir al baño-pensó mientras miraba el reloj-. Y me puedo quedar allí siete minutos si no hay cola. Tres si hay alguien esperando.»

Miró a su alrededor en busca de un lugar donde dejar la copa. En ese mismo momento apareció Maria Taube a su lado. Le ofreció un pequeño cuenco con ensalada Waldorf.

– Come -le dijo-. Da angustia verte.

Rebecka aceptó la ensalada. Al mirar a Maria le vino a la cabeza el recuerdo de la pasada primavera. Un sol mordaz brillando al otro lado de las ventanas sucísimas de Rebecka. Pero tiene las persianas bajadas. Una mañana a mitad de semana Maria le hace una visita. Más tarde Rebecka se preguntará cómo es que le ha abierto la puerta. Se debería haber quedado escondida debajo del edredón.

Pero no. Se acerca a la puerta de la entrada. Apenas es consciente de que han llamado al timbre. Como ausente abre la cerradura de seguridad. Después gira el pestillo con la mano izquierda mientras con la derecha aprieta la manija hacia abajo. Tiene la cabeza totalmente desconectada. Igual que cuando te descubres a ti misma delante de la nevera abierta y te preguntas qué estás haciendo en la cocina.

Después pensará que quizá haya una personita inteligente en su interior. Una muchacha con botas de agua rojas y salvavidas. Una superviviente. Y que esa chiquilla ha reconocido aquel sonido de tacones repicando rápidos contra el suelo.

La chiquilla le dice a las manos y a los pies de Rebecka: «Shh, es Maria. No se lo digáis. Tan sólo sacadla de la cama y procurad que abra la puerta.»

Maria y Rebecka están sentadas en la cocina. Toman café sin nada para comer. Rebecka no dice gran cosa. Por otro lado, la montaña de fregaza que huele a ácido sobre la encimera, el montón de correo y propaganda y periódicos en la entrada, y la ropa arrugada y sudada que lleva puesta lo dicen todo.

Y sin motivo aparente le empiezan a temblar las manos. Tiene que dejar la taza en la mesa. Aletean sin sentido como dos gallinas decapitadas.

– No más café para mí -intenta bromear.

Suelta una carcajada, pero el resultado es más bien un estrépito inexpresivo.

Maria la mira a los ojos. Rebecka tiene la sensación de que lo sabe. Que a veces Rebecka sale al balcón y se queda mirando el asfalto duro que hay abajo. Y que a veces ni siquiera es capaz de bajar a la tienda. Que tiene que vivir con lo que haya en casa. Tomar té y comer pepinillos directamente del tarro.

– No soy psicóloga -dice Maria-, pero sé que la cosa empeora si no comes ni duermes. Y te tienes que vestir por las mañanas y salir de casa.

Rebecka esconde las manos debajo de la mesa.

– Creerás que me he vuelto loca.

– Por favor, mi familia es un hervidero de mujeres que están de los nervios. Se desmayan y pierden el conocimiento, tienen ataques de pánico e hipocondría constantemente. Y mi tía, ¿te he hablado de ella? Un día está ingresada y la tienen que ayudar a ponerse los pantalones y a la semana siguiente abre una guardería con pedagogía Montessori. Estoy más que acostumbrada.

Al día siguiente uno de los socios, Torsten Karlsson, le ofrece a Rebecka su casa de campo. Maria había trabajado para Torsten en derecho mercantil antes de cambiar de departamento y empezar con Rebecka a las órdenes de Måns Wenngren.

– Me harías un favor -dice Torsten-. Así no tengo que preocuparme por si han entrado a robar ni tener que ir allí sólo para regar. En realidad debería venderla. Pero eso también es un coñazo.

Naturalmente, debería haber rechazado la propuesta. Era evidente. Pero la chiquilla de las botas de agua rojas dijo que sí antes de que ella pudiera abrir la boca.

Rebecka picoteaba con desgana la ensalada Waldorf. Empezó con media nuez y ésta se agrandó en su boca como una ciruela. Masticaba sin parar, preparándose para tragársela. Maria la observaba.

– ¿Cómo estás? -le preguntó.

Rebecka sonrió. Tenía la lengua áspera.

– La verdad es que no tengo ni idea.

– Pero ¿estás lo bastante bien como para sentirte a gusto hoy aquí?

Rebecka se encogió de hombros.

«No -pensó-. Pero ¿qué voy a hacer? Pues esforzarme y venir. Si no, dentro de poco me veré sentada en una cabaña perdida, perseguida por las autoridades, con pánico a la gente, con alergia a la electricidad y con un montón de gatos haciéndoselo todo dentro de casa.»

– No sé -dijo-. Me siento como si la gente me mirara en el momento en que yo aparto la vista de ellos. Como si hablaran de mí cuando no estoy. En cuanto me acerco, la conversación empieza de cero, ¿me entiendes? Suena a «Tennis, anyone?» a lo desesperado en cuanto aparezco.