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– Y es que es así -suelta Maria con una sonrisa-. Eres la Modesty Blaise particular del bufete. Y ahora te vas a la casa de campo de Torsten para aislarte todavía más y volverte aún más rara. ¿Cómo no van a hablar de ti?

Rebecka sonrió.

– Gracias, ahora me siento mucho mejor.

– Antes he visto que saludabas a Johan Grill y a Petra Wilhelmsson. ¿Qué te ha parecido miss Spinning? Seguro que es una chica muy agradable, pero me resulta difícil que me guste una persona que tiene el culo entre los omoplatos. Mi trasero es como un adolescente: se ha independizado de mí y quiere seguir su propio camino.

– Sí, cuando venías me ha parecido oír que ibas arrastrando algo por el césped.

Se quedaron calladas un momento mirando la vía marítima, donde un viejo barco de vela Fingal iba a motor.

– No te preocupes -dijo Maria-. Dentro de poco la gente estará borracha y entonces se te acercarán tambaleándose con ganas de hablar.

Se volvió hacia Rebecka, se inclinó hasta estar bien cerca y le dijo con voz balbuciente:

– «¿Qué se siente al matar a una persona?»

Måns Wenngren, el jefe de Rebecka y Maria, estaba a cierta distancia observándolas.

«Bien -pensó-. Bien hecho.»

Vio cómo Maria Taube conseguía hacer reír a Rebecka Martinsson. Maria gesticulaba expresivamente con las manos, girándolas y moviéndolas de un lado a otro, al mismo tiempo que subía y bajaba los hombros. Parecía un milagro que tuviera la copa bajo control. «Probablemente será el resultado de años de entrenamiento en una familia de bien.» Y la expresión de Rebecka se relajaba. A Måns le pareció que había recuperado los colores y que estaba más fuerte. Delgada como un palo, eso sí, pero siempre había estado así.

Torsten Karlsson estaba justo detrás de Måns echando un vistazo al surtido de las barbacoas. Estaba hambriento. Pinchos de cordero a la indonesia; pinchos de solomillo o colas de langostino adobado con especias de Cajún; pinchos de pescado del Caribe con jengibre y piña; pinchos de pollo con salvia y limón o a la asiática, con yogur marinado con jengibre, garam masala y pepino con cúrcuma; varios tipos de salsas y diferentes ensaladas como guarnición. Vinos blancos y tintos, cerveza y sidra. Seguramente ya sabía que en el bufete le llamaban «Karlsson en el tejado» por el personaje de Astrid Lindgren. Bajito y compacto, con el pelo negro saliendo de la cabeza como un cepillo. A Måns, en cambio, la ropa le sentaba bien. A él las mujeres nunca le dirían que era un encanto, ni que las hacía reír.

– Me han dicho que te has comprado un coche nuevo -dijo cazando una oliva de la ensalada de bulgur.

– Hmmm, un descapotable de la serie E, mint condition -respondió Måns mecánicamente-. ¿Cómo está?

Torsten Karlsson dudó por un momento de si Måns le preguntaba cómo estaba su propio coche. Alzó la vista, siguió la mirada de Måns y la clavó en Rebecka Martinsson y Maria Taube.

– Está viviendo en tu casa de campo -continuó Måns.

– No podía seguir encerrada en su pequeño apartamento. No parecía tener ningún sitio a donde ir. ¿Por qué no le preguntas directamente a ella? Es tu asistente.

– Porque te lo he preguntado a ti -soltó Måns con un bufido.

Torsten Karlsson levantó las manos en un gesto de «me rindo, no dispares».

– La verdad, no tengo ni idea -dijo-. No voy casi nunca a la cabaña. Y cuando voy, hablamos de otras cosas.

– ¿Ah, sí? ¿Como qué?

– Pues, bueno, como de arreglar la escalera con alquitrán, de pintura roja de Falun, de que va a enmasillar las ventanas. Siempre está haciendo algo. Una temporada estaba como obsesionada por el compostaje.

La mirada de Måns le instaba a seguir explicando. Interesada, casi entretenida. Torsten Karlsson se pasó los dedos por su pelo de cepillo negro.

– Santo cielo -siguió-. Primero empezó con la construcción. Compostaje en tres compartimentos para residuos de jardinería y orgánicos. Y, aparte, compró uno a prueba de ratas. Después construyó un compostaje rápido. Joder, casi me obligó a apuntarme cómo hay que alternar la hierba y la arena… Pura ciencia. Y luego, ¿te acuerdas de cuando tuvo que ir a aquel curso de impuestos para grupos de empresas en Malmoe?

– Sí, sí.

– Bueno, pues me llamó diciendo que no podía ir porque el compostaje estaba… Joder, cómo era, bueno, que estaba mal, le faltaba nitrógeno. Y que había ido a buscar residuos orgánicos a una guardería de por allí, pero que se habían humedecido. Así que tenía que quedarse en casa espolvoreando y horadando.

– ¿Horadando?

– Sí, me tocó subir y remover el compostaje con una vieja perforadora de hielo la semana que ella tenía que estar fuera. Y también descubrió el compostaje de los dueños anteriores metido en el bosque.

– ¿Sí?

– Allí dentro había de todo. Esqueletos de gato y botellas de vidrio rotas y mierdas así… Y le dio por limpiarlo. Detrás de la cabaña encontró un somier viejo de esos que tienen rejilla en lugar de tablas. Lo utilizó como un colador gigante. Echaba paladas de tierra encima y lo meneaba para que la tierra limpia se fuera filtrando. El momento perfecto para llevar allí a algunos clientes y presentarles a una de nuestras jóvenes promesas.

Måns se quedó mirando a Torsten Karlsson. Se imaginó a Rebecka con las mejillas sonrosadas y el pelo a un lado agitando con fuerza un somier de hierro en lo alto de una montaña de tierra y Torsten abajo, con unos clientes en traje oscuro y con los ojos abiertos de par en par.

Se echaron a reír a la vez y no podían parar. Torsten se secó las lagrimillas con el dorso de las manos.

– Pero ahora se ha calmado -dijo-. Ya no es tan… No sé… La última vez que subí me la encontré sentada en los escalones del porche con un libro y una taza de café.

– ¿Qué libro era? -le preguntó Måns.

Torsten Karlsson lo miró extrañado.

– No me fijé -contestó-. Habla con ella.

Måns agarró la copa de vino tinto.

– Voy a saludarla -dijo-. Pero ya sabes que soy de lo peor hablando con la gente. Y todavía más cuando se trata de mujeres.

Intentó reírse, pero ahora Torsten ni siquiera esbozó una sonrisa.

– Tienes que preguntarle cómo se encuentra.

Måns resopló sacando el aire por la nariz.

– Sí, sí, ya lo sé.

«Soy mejor en las relaciones cortas -pensó-. Clientes, taxistas, las cajeras del súper. Sin conflictos ni decepciones de tiempos pasados que parecen algas enredadas bajo la superficie.»

Cena de verano en la isla de Lidö. El sol rojizo se acuesta sobre los montes mullidos como una cascara dorada. Un crucero del archipiélago pasa en silencio por la vía marítima. Las cañas del agua juntan las cabezas crujiendo y susurrándose al oído. Las conversaciones y las risas de los invitados se deslizan por encima del agua.

El ágape estaba tan avanzado que los paquetes de cigarrillos ya habían aparecido por encima de las mesas. A la gente le apetecía estirar las piernas un rato antes del postre, así que las mesas se habían quedado un poco despejadas. Los jerseys y chaquetillas que antes habían permanecido atados a la cintura o colgados del hombro de la gente, estaban ahora tapando brazos refrescados por el cambio de temperatura. Había quien se acercaba al bufé de carne por tercera o cuarta vez y se quedaba hablando con los cocineros que le daban la vuelta a los pinchos del asador chisporroteante sobre el manto de ascuas. Algunos estaban bebiendo de lo lindo. Tenían que sujetarse a la barandilla mientras subían por la escalinata de la mansión de camino al lavabo. Gesticulaban con énfasis tirándose encima la ceniza del cigarrillo y hablaban a un volumen un decibelio demasiado alto. Uno de los socios insistió en ayudar cuando una de las camareras apareció con el postre. La liberó con autoridad y caballerosidad de una gran bandeja con tartaletas de crema de vainilla y grosella glaseada que se deslizaban de manera preocupante hasta topar con los cantos de la bandeja. La camarera esbozó una sonrisa forzada intercambiando una mirada con los cocineros que estaban ocupados en las barbacoas. Uno de ellos dejó lo que estaba haciendo y se fue rápidamente a la cocina a buscar las bandejas que faltaban.