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El resultado fueron 473 personas. Le echó una ojeada a los nombres.

Y su vista recaía una y otra vez en uno que reconocía. Lars-Gunnar Vinsa.

Tenía un Mercedes diesel. Miró en el registro y vio que tenía a su nombre tres armas, dos de balas y una de perdigones. Una de las de balas era una Tikka. Calibre 30-06.

«Bueno, deberíamos hacer que vinieran todos los que tienen un arma del mismo calibre para hacer una prueba de disparo, pero quizá se podría hablar con él primero.»

Aunque no era muy agradable cuando se trataba de un antiguo compañero.

Miró el reloj. Las diez y media. Después de comer podría ir hasta allí con Sven-Erik.

Lars-Gunnar Vinsa mira a Rebecka Martinsson. A medio camino de la ciudad se percató de que se había dejado la cartera y dio la vuelta.

¿Qué jodida conspiración era todo aquello? Le había dicho a Mimmi que se iba fuera. ¿Y si había hablado con la abogada? No lo creía. Pero seguro que así era. Y se vino corriendo a fisgonear.

El móvil suena en las manos de la mujer. No contesta. Él mira sereno el teléfono que suena. Se quedan allí quietos. El teléfono suena una y otra vez.

Rebecka piensa que debe responder. Seguro que es Maria Taube. Pero no puede. Y como no contesta, de pronto lo ve escrito en la mirada del hombre. Lo sabe. Y él sabe que ella lo sabe.

La parálisis se pasa. El móvil cae al suelo. ¿Se lo ha apartado él de un manotazo? ¿Es ella quien lo ha tirado?

Él sigue en medio. Rebecka no puede salir. Siente en su interior un miedo demencial.

Se da la vuelta y sube las escaleras corriendo hasta el piso de arriba. Es estrecha y empinada. El papel de la pared está sucio de lo viejo que es. Con dibujo de flores. La pintura de los escalones es como un grueso vidrio. Sube los escalones a toda velocidad y a cuatro patas, como un cangrejo. No resbales ahora.

Oye a Lars-Gunnar tras de sí. Pesado. Es como correr hacia una trampa. ¿Adónde va? Tiene la puerta del baño justo enfrente y se mete dentro.

De alguna manera cierra la puerta y consigue que los dedos den la vuelta a la cerradura.

La manilla se mueve hacia abajo porque alguien la baja desde fuera.

Hay una ventana pero no le queda nada dentro que la haga intentar huir. Todo lo que le queda es miedo. Apenas puede aguantarse en pie. Se sienta descorazonada sobre la tapa del váter y empieza a temblar. El cuerpo es todo un calambre tembloroso. Se presiona el vientre con los codos y con las manos se sujeta la cara. Le tiemblan tan violentamente que involuntariamente se golpea a sí misma en la boca, la nariz, la barbilla. Los dedos están doblados como garras.

Al otro lado de la puerta se oye un ruido sordo y pesado, un estruendo. Aprieta los ojos. Las lágrimas empiezan a brotar. Quiere apretarse las manos contra las orejas pero no le responden, no hacen más que temblar y temblar.

– ¡Mamá! -grita cuando salta la puerta tras un fuerte golpe. Le cae en las rodillas. Siente dolor. Alguien la levanta por la ropa. No se atreve a abrir los ojos.

La coge por el cuello de la ropa. Ella gime.

– ¡Mamá, mamá!

Lars-Gunnar se oye gemir a sí mismo. ¡Aiti, äiti! Hace más de sesenta años desde que su padre estaba volteando a su madre en la cocina como si fuera un guante. Ha encerrado a Lars-Gunnar y a sus hermanos en la habitación. Él es el mayor. Las niñas pequeñas están sentadas en el sofá, pálidas y calladas. Él está junto a los hermanos medianos dando golpes en la puerta. Oyen el llanto y las oraciones de su madre, cosas que caen en el suelo, el padre que quiere la llave. La tiene enseguida. Dentro de poco Lars-Gunnar y sus hermanos recibirán una paliza y sus hermanas lo verán. La madre se quedará encerrada en la habitación. La correa se pondrá en marcha. Por alguna razón. Él no recuerda cuál. Había tantos motivos.

Le golpea la cabeza contra el lavabo. Ella se queda callada. El llanto infantil y la súplica de la madre: «¡Ala lyö! ¡Ala lyö!» también se callan en su cabeza. La suelta y ella se desploma en el suelo.

Cuando le da la vuelta lo mira con ojos grandes y mudos. Le cae sangre de la frente. Es como cuando se cayó en aquella acequia camino de Gällivare. Los ojos desorbitados. Y los temblores.

La coge por los pies y la arrastra hasta el pequeño distribuidor.

Nalle está en la escalera. Ve a Rebecka.

– ¿Qué? -pregunta gritando.

Es un grito alto e inquieto. Como de págalo rabero.

– ¿Qué?

– ¡No pasa nada, Nalle! -le grita Lars-Gunnar-. Vete de aquí.

Pero Nalle está asustado. No escucha. Sube unos peldaños. Mira a Rebecka allí tumbada. Grita: «¿Qué?»

– ¿Es que no oyes lo que te digo? -ruge Lars-Gunnar-. Vete de aquí.

Le suelta los pies a Rebecka y hace gestos con las manos para ahuyentarlo. Al final baja la escalera y saca a Nalle en volandas hasta el jardín. Cierra la puerta con llave.

Nalle se queda fuera. Oye como repite: «¿Qué, qué?» Con miedo y confusión en la voz. En su cabeza se lo puede imaginar andando por el porche completamente desconcertado.

Siente una ira inmensa contra la mujer que está en el piso de arriba. Es culpa suya. Los debería haber dejado en paz.

Sube la escalera de tres zancadas. Es como Mildred Nilsson. Los debería haber dejado en paz. A él y a Nalle y a todo el pueblo.

Lars-Gunnar está en el jardín tendiendo la ropa. Es a finales de mayo. Aún no hay hojas pero han empezado a salir algunos brotes en los parterres. Hace un día soleado y ventoso. Nalle cumplirá trece años en otoño. Hace seis que murió Eva.

Nalle corre de un lado a otro por el jardín. Siempre se entretiene él mismo. Pero uno no puede estar nunca solo. Lars-Gunnar echa en falta eso, poder estar tranquilo de vez en cuando.

El viento primaveral mueve y desgasta la colada de ropa blanca. Dentro de poco las sábanas y la ropa interior estarán como una fila de banderas ondulantes entre los abedules del jardín.

Detrás de Lars-Gunnar está la nueva pastora, Mildred Nilsson. Lo que habla. Por lo visto no va a acabar nunca. Lars-Gunnar duda cuando va a coger los calzoncillos que están un poco rotos. Tampoco quedan blancos del todo aunque estén limpios.

Y entonces piensa: «¿Qué cojones? ¿Por qué me voy a avergonzar delante de ella?»

Quiere que Nalle haga la confirmación en la iglesia.

– Oye -le responde él-. Hace un par de años vinieron unos cuantos de esos aleluyas aquí y querían rezar por él para que sanara. Los cogí de las orejas y los eché de mi casa. Yo no soy un hombre de iglesia.

– ¡Eso no lo haría nunca! -le responde ella con énfasis-. Bueno, quiero decir, seguro que rezaré por él pero te prometo que lo haré en casa y en silencio en mi propia habitación. Nunca rezaría por él de otra manera. De verdad que has sido bendecido con un crío bueno de verdad. No podría ser mejor.

Rebecka encoge las piernas. Las empuja hacia delante. Vuelve a encogerlas. Vuelve a empujar. Se arrastra de nuevo hacia el baño. No tiene fuerzas para levantarse. Se recoge tanto como puede en un rincón, lo más lejos posible. Lo oye que vuelve a subir la escalera.

«Para Mildred era la hostia de fácil decir que Nalle era una bendición», piensa Lars-Gunnar. Ella no necesitaba cuidarlo constantemente. Y no era ella quien tenía tras de sí un frustrado matrimonio por culpa del hijo que tuvieron. Tampoco tenía que preocuparse por su futuro. ¿Cómo se las arreglaría Nalle? Ni tendría que preocuparse por la pubertad de Nalle ni por su sexualidad. Y allí estaba él con las sábanas planchadas pensando en qué cojones podía hacer. No habría chica que lo quisiera. Tenía un montón de miedos metidos en la cabeza por si pudiera ser peligroso con aquellas apetencias que tenía.