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Después de la visita de la pastora vinieron corriendo las mujeres. «Deja que el niño se confirme», dijeron. Y se ofrecieron para montar el banquete. Sería divertido para Nalle y si no era así no había más que poner fin a la fiesta. Incluso la prima de Lars-Gunnar, Lisa, vino a hablarle. Dijo que se encargaría del traje y así no tendría que gastarse el dinero.

Entonces fue cuando Lars-Gunnar se enfadó. Como si tuvieran algo que ver el traje o los regalos.

– ¡No es por el dinero! -rugió-. Siempre he pagado lo que le hiciera falta. Si hubiera querido ahorrarme el dinero, lo hubiera internado en algún sitio hace mucho tiempo. ¡Pues que se confirme!

Y pagó un traje y un reloj. Si hubiera que elegir dos cosas que fueran lo último que Nalle podía aprovechar en su vida, eran justo un traje y un reloj. Pero Lars-Gunnar no dijo nada al respecto. No le iban a llamar tacaño a sus espaldas.

Después hubo como un cambio. Fue como si la amistad de Mildred con el chico le quitara algo a Lars-Gunnar. La gente olvidó todo lo que él había hecho por su hijo. No es que pensara que había hecho cosas exageradas, pero la vida no le había resultado fácil. La brutalidad de su padre contra la familia, la traición de Eva, el peso de estar solo como padre de un niño deficiente mental. Podría haber hecho otra elección. Otra elección más fácil, pero estudió y volvió al pueblo. Se hizo alguien.

Eva lo echó al pozo cuando lo abandonó. Estaba en casa con Nalle con el sentimiento de que nadie lo quería. Con la vergüenza de sobrar.

Sin embargo, cuidó de Eva cuando estaba a punto de morir. Dejó que Nalle siguiera en casa y lo cuidó él mismo. Si se escuchaba hablar a Mildred Nilsson, parecía que él fuera uno de esos tipos con suerte que había tenido un chico tan bueno. «Claro, pero también es una responsabilidad muy grande. Mucha intranquilidad», le había dicho alguna de las mujeres. Y la contestación que recibió fue: «Los padres siempre sienten intranquilidad por sus hijos. Y él no tendrá que separarse de Nalle como tienen que hacerlo otros padres cuando los hijos crecen y los dejan.»

Un montón de mierda, eso es lo que era. De gente que no sabe para nada de lo que está hablando. Pero después no dijo nada más. ¿Cómo iba a hacerlos entender?

Fue lo mismo que le pasó a Eva. Desde que Mildred se fue a vivir allí y sacaba el tema de Eva, la gente decía: «Pobre», ¡refiriéndose a su mujer! A veces le entraban ganas de preguntar qué querían decir con aquello. Si creían que era tan jodido vivir con él que hasta había abandonado a su propio hijo.

Tuvo la sensación de que hablaban a sus espaldas.

Ya entonces se arrepintió de haber dejado que Nalle se confirmara, pero era demasiado tarde. No le podía prohibir que fuera a la iglesia con Mildred porque entonces quedaría como si tuviera celos de ella. Y a Nalle le gustaba aquello porque era incapaz de ver a través de Mildred.

Así que Lars-Gunnar consintió. Nalle tuvo una vida paralela a la que tenía con él. Pero ¿quién le lavaba la ropa, quién sentía la responsabilidad y la inquietud?

Y Mildred Nilsson. Lars-Gunnar piensa ahora que durante todo el tiempo él había sido su objetivo y Nalle sólo había sido un medio.

Ella se fue a vivir a la casa rectoral y organizó su mafia de mujeres. Hizo que se sintieran importantes y ellas permitieron ser lideradas como ocas parlanchínas.

Claro que le hizo un rincón para él. Le tenía envidia. Se podía decir que él tenía cierta posición en el pueblo. El jefe del grupo de caza. Y además había sido policía. Sabía escuchar a la gente y anteponía a los demás a sí mismo. Aquello le había aportado respeto y autoridad, pero aquello ella no lo podía permitir. Era como si se le hubiera metido dentro que le tenía que arrebatar todo cuanto él tuviera.

Entre ellos se había desatado una guerra que sólo ellos podían ver. Ella intentaba desacreditarlo y él se defendía cuanto podía pero nunca estuvo a gusto con aquel tipo de juego.

La mujer se ha arrastrado de nuevo hasta el baño. Está arrinconada entre la taza del váter y el lavabo, y tiene las manos sobre la cara como para protegerse. Él la coge por los pies y baja la escalera con ella a rastras. La cabeza golpea rítmicamente cada escalón. Dunc, dunc, dunc. Y fuera se oye el grito de Nalle: «¿Qué? ¿Qué?» El hombre no puede dejar de oírlo. Aquello tiene que acabar. Tiene que acabar de una vez por todas.

Recuerda el viaje a Mallorca. Fue una de las ocurrencias de Mildred. De pronto los Jóvenes de la Iglesia iban a salir de viaje al extranjero y Mildred quiso que Nalle los acompañara. Lars-Gunnar se había opuesto rotundamente y Mildred dijo que la parroquia iba a enviar personal extra para cuidar de Nalle. La congregación lo pagaría. «Y piensa lo que cuestan los jóvenes de esta edad en situación normal. Que si equipo de esquí, que si viajes, juegos de ordenador, cosas caras, ropa cara…», le había dicho ella. Y Lars-Gunnar lo entendió. «No se trata de dinero», le había respondido Lars-Gunnar, pero se dio cuenta de que a los ojos de la gente del pueblo parecería que sí se trataba de eso. Que no se lo permitía a Nalle, que Nalle tenía que pasar sin nada, que justo ahora que Nalle tenía la oportunidad de hacer algo divertido… Así que Lars-Gunnar tuvo que rendirse. Era cuestión de sacar la cartera y ya está. Y todos le dijeron que qué bien que Mildred miraba tanto por Nalle. Qué bien para el chico que ella hubiera ido a vivir allí.

Pero lo que quería Mildred era ver cómo se hundía.

Cuando le rompieron los cristales de las ventanas o cuando aquel loco de Magnus Lindmark prendió fuego a su cabaña, no lo denunció. Y entonces la gente habló. Justo como ella había previsto. La policía no puede hacer nada. Cuando realmente hacen falta, se quedan con los brazos caídos. Todas aquellas habladurías perjudicaban a Lars-Gunnar. Fue él el que tuvo que soportar la vergüenza de la duda.

Y después ella se marcó el objetivo de su posición en el grupo de caza.

Según los papeles podía ser que fueran tierras de la parroquia, pero el bosque es de él. Es él quien lo conoce. Cierto que el arriendo del coto ha sido bajo pero, en realidad, para ser justos, el grupo de caza debería cobrar por matar a los animales. Los alces ocasionan grandes estragos en los bosques.

La caza de alces en otoño, la planificación con los otros hombres, el plan del día al despuntar el alba. El sol aún no ha salido. Los perros están atados y tiran de las correas. Olfatean hacia la oscuridad gris del bosque. Allí, en alguna parte, está la presa. La caza durante el día, el aire otoñal y el ladrido de los perros a lo lejos, la hermandad cuando se recoge la caza, el esfuerzo cuando se descuartiza al animal en el matadero, la charla por la noche junto al fuego de la cabaña.

Le escribió una carta. No se atrevió a decírselo a la cara. Escribió que sabía que Torbjörn había sido condenado por caza ilegal y que no le había sido retirada la licencia de armas. Que fue Lars-Gunnar quien lo había arreglado todo. Que a él y a Torbjörn no se les podía permitir seguir cazando en tierras de la parroquia. «No sería sólo inoportuno sino sorprendente, teniendo en cuenta que la parroquia considera que se debe proteger a la loba», le escribió.

Nota la presión en el pecho cuando piensa en aquello. Iba a conseguir aislarlo de todo, eso era lo que quería. Hacer de él un jodido perdedor. Como Malte Alajärvi. Sin trabajo ni caza.

Había hablado con Torbjörn Ylitalo. «¿Qué cojones se puede hacer? -preguntó Torbjörn-. Puedo estar contento si no me echan del trabajo.» Lars-Gunnar se sintió como si se hubiera hundido en un hormiguero. Se podía ver a sí mismo dentro de unos años, envejeciendo en casa junto a Nalle. Sentados como dos tontos mirando la lotería de la tele.

No era justo. ¡Y lo de la licencia de armas! ¡Hacía ya casi veinte años! Era la excusa para hacerle daño.

«¿Por qué? -le había preguntad a Torbjörn-. ¿Qué quiere ella de mí?» Y Torbjörn se había encogido de hombros.