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Nalle llama con la mano en la ventana de la cocina. Tiene su mirada incrédula entre los geranios de plástico.

En ese momento la mujer vuelve a la vida. Cuando ve el agujero en el suelo. Empieza a desasirse de él. Con la mano se coge de la pata de la mesa de la cocina y arrastra la mesa entera.

– Suéltame -le dice y le coge las manos con fuerza.

Ella lo araña en la cara. Se retuerce y hace fuerza. Una lucha muda y desesperada.

Él la levanta por los aires. Sus pies apenas rozan el suelo. De ella no sale ni una sola palabra. El grito está en sus ojos: «¡No! ¡No!»

La tira como si fuera una bolsa de basura y ella cae de espaldas. Ruidos y más ruidos, y luego todo queda en silencio. Él deja que la trampilla vuelva a caer en su sitio. Después, con las dos manos, agarra el aparador que está contra la pared sur y lo arrastra hasta ponerlo sobre la trampilla. Es pesado de cojones pero él tiene fuerza.

Abre los ojos. Le cuesta un momento darse cuenta de que había perdido el conocimiento pero no puede haber estado así mucho tiempo. Unos segundos. Oye cómo Lars-Gunnar arrastra algo pesado hasta la trampilla.

Abre los ojos como platos pero no ve nada. La oscuridad es total. Oye los pasos y el arrastre de cosas arriba. Se pone de rodillas. El brazo derecho le cuelga sin fuerza. De forma instintiva con la mano izquierda lo agarra a la altura del hombro y lo pone en su sitio. Se oye un ruido y un rayo de dolor sale del hombro, pasa por el brazo y llega hasta la espalda. Le duele todo menos la cara. Allí no siente nada. Intenta notarla con la mano. Está como dormida y algo le cuelga con sangre. ¿Es el labio? Cuando traga nota el sabor a hierro.

Se pone a cuatro patas y palpa el suelo de tierra bajo sus manos. La humedad le atraviesa los téjanos a la altura de las rodillas. Huele a cagada de ratas.

Y si muere allí, se la comerán las ratas.

Anda a gatas. Con la mano por delante está buscando la escalera. Por todas partes hay telarañas pegajosas que se le adhieren a la mano mientras va palpando. Algo hace ruido en la esquina. Es la escalera. Está de rodillas con las manos en un escalón un poco más arriba, como un perro manteniéndose en las patas de atrás. Escucha y espera.

Lars-Gunnar ha puesto el aparador encima de la trampilla. Se seca la frente con el dorso de la mano.

Nalle se ha callado con su «¿Qué?». Lars-Gunnar mira a través de la ventana. Nalle anda haciendo círculos en la explanada. Lars-Gunnar reconoce aquella forma de andar. Cuando Nalle tiene miedo o está triste puede ponerse a andar así. Puede tardar hasta media hora en tranquilizarlo. Es como si dejara de oír. La primera vez que lo hizo, Lars-Gunnar se sintió tan frustrado e impotente que al final le pegó. Aquel golpe todavía le hierve por dentro. Recuerda que se miró la mano con la que le había pegado y pensó en su propio padre. Y Nalle no mejoró, al contrario, empeoró. Ahora sabe que tiene que tener paciencia. Y tiempo.

Si hubiera habido tiempo.

Sale a la explanada. Lo intenta aunque sabe que no podrá ser:

– ¡Nalle!

Pero Nalle no oye nada. Sigue andando en círculos. Lars-Gunnar ha pensado en aquel momento mil veces. Pero en su pensamiento Nalle dormía apaciblemente. Lars-Gunnar y él han tenido un buen día. Quizá habían estado en el bosque. O habían ido en la motocicleta por al lado del río. Lars-Gunnar ha estado sentado un rato en la cama de Nalle. Nalle se ha quedado dormido y después…

Esto es demasiado. Mucho más jodido no podía haber sido. Se pasa la mano por la mejilla. Parece como si llorara.

Y ve a Mildred delante de él. Desde que pasó aquello ha ido acercándose hasta este momento. Se da cuenta ahora. El primer golpe. Entonces estaba lleno de ira contra ella. Pero después… después fue su propia vida la que golpeó y rompió totalmente. La colgó para que la pudieran ver todos.

Al coche. Allí está el fusil de caza. Está cargado. Ha estado así todo el verano. Le quita el seguro.

– Nalle -dice con voz ronca.

Se quiere despedir. Le gustaría hacerlo.

– Nalle -le dice a su niño ya mayor.

Ahora. Antes de que no pueda sujetar el arma. No puede estar allí cuando vengan. Y dejar que se lleven a Nalle.

Apoya el arma levantada contra el hombro. Apunta. Dispara. La primera bala le da en la espalda. El segundo disparo, en la cabeza.

Y entra en casa.

Le gustaría abrir la trampilla y matarla. ¿Qué es ella? Nada.

Pero tal y como está ahora no tiene fuerzas para quitar el aparador que ha puesto encima.

Se sienta pesadamente en el sofá.

Se levanta. Abre el reloj de pared y para el péndulo con la mano.

Se vuelve a sentar.

Se pone el cañón en la boca. Toda su vida ha sido un sufrimiento hasta donde alcanza su memoria. Será una liberación. Por fin habrá pasado.

Abajo en la oscuridad oye el disparo. Viene de fuera. Dos veces. Después se oye la puerta de la calle. Oye los pasos sobre el suelo de la cocina. Después el último disparo.

Algo antiguo despierta dentro de ella. Algo de antes.

Sube a gatas las escaleras para poder salir. Se da en la cabeza con la trampilla. Cae casi hasta abajo del todo pero vuelve.

Es imposible abrir la trampilla. La golpea con los puños. Le empieza a salir sangre de los nudillos. Se rompe las uñas.

Anna-Maria Mella entra en la explanada de Lars-Gunnar Vinsa a las tres y media de la tarde. Sven-Erik va sentado en el coche a su lado. Han ido callados todo el camino hasta Poikkijärvi. Les resulta desagradable decirle a un antiguo compañero que tienen que confiscarle el arma para hacer una prueba de disparo.

Anna-Maria conduce un poco demasiado deprisa, como siempre, y a punto está de pasar por encima del cuerpo que está tirado sobre la gravilla.

Sven-Erik maldice. Anna-Maria frena en seco y salen disparados del coche. Sven-Erik ya está de rodillas comprobando el pulso en uno de los lados del cuello. Un enjambre de moscas pesadas sale volando de la parte posterior de la cabeza ensangrentada. Niega con la cabeza y en silencio como respuesta a la pregunta muda de Anna-Maria.

– Es el chico de Lars-Gunnar -le dice.

Anna-Maria mira hacia la casa. No lleva arma. Joder.

– No hagas ninguna tontería -la advierte Sven-Erik-. Métete en el coche y pedimos refuerzos.

Los compañeros tardan una eternidad en aparecer, opina Anna-Maria.

– Trece minutos -le informa Sven-Erik, que mira el reloj.

Son Fred Olsson y Tommy Rantakyrö en un coche civil. Y cuatro compañeros con chalecos antibalas y monos negros.

Tommy Rantakyrö y Fred Olsson aparcan arriba en la colina y bajan corriendo agachados hasta el jardín de Lars-Gunnar. Sven Erik ha apartado el coche de Anna-Maria del ángulo de tiro desde la casa.

El otro coche de policía se para en el jardín. Se refugian detrás de él.

Alguien le da un megáfono a Sven-Erik Stålnacke.

– ¡Escucha, Lars-Gunnar! -grita-. Si estás dentro, haz el favor de salir para que podamos hablar.

No hay respuesta.

Anna-Maria encuentra la mirada de Sven-Erik y niega con la cabeza. No hay por qué esperar.

Los cuatro que llevan equipo protector entran. Dos por la puerta principal. Uno primero y el otro siguiéndole los pasos. Otros dos entran por una ventana de la parte de atrás.

Todo está en silencio, exceptuando el ruido de cristal que se rompe en la parte trasera de la casa. Los demás esperan. Un minuto. Dos.

Uno de ellos sale de nuevo a la entrada y hace señales con la mano. Vía libre.

El cuerpo de Lars-Gunnar está en el suelo delante del sofá de la cocina. La pared de detrás del sofá está salpicada con su sangre.

Sven-Erik y Tommy Rantakyrö apartan el aparador que está en medio sobre la trampilla.

– Ahí debajo hay alguien -grita Tommy Rantakyrö.

– Venga -dice alargando el brazo hacia dentro.

Pero la persona que está abajo no sale. Al final baja Tommy. Los demás le oyen decir: