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– ¡Mierda! Así, ve con cuidado. ¿Te puedes levantar?

Ahora sale a través de la trampilla. Despacio. Los demás la ayudan. La cogen por los brazos. Entonces se queja un poco.

Anna-Maria no tarda nada en ver que se trata de Rebecka Martinsson.

Media cara de Rebecka tiene un color azul oscuro y está hinchada. Tiene una herida grande en la frente y el labio superior está roto. Le cuelga de un jirón de piel. «Era como una pizza combinada», diría Tommy Rantakyrö tiempo después.

Anna-Maria piensa más en los dientes. Los tiene tan apretados. Como si la mandíbula se hubiera quedado paralizada.

– Rebecka -le dice Anna-Maria-. ¿Qué…?

Pero Rebecka la aparta con el brazo. Anna-Maria ve que mira el suelo de la cocina antes de salir encorvada a través de la puerta.

Anna-Maria Mella, Sven-Erik Stålnacke y Tommy Rantakyrö la acompañan afuera.

El cielo se ha puesto gris. Las nubes cuelgan pesadas y preñadas de lluvia por encima de ellos.

Fred Olsson está fuera en el jardín.

Abre la boca pero no le sale ni una sola palabra cuando ve a Rebecka. Se la queda mirando con los ojos como platos.

Anna-Maria mira a Rebecka Martinsson. Está como un palo delante del cuerpo sin vida de Nalle. Hay algo en sus ojos. Instintivamente todos entienden que no es momento de tocarla. Está en su mundo.

– ¿Dónde coño están los enfermeros? -pregunta Anna-Maria.

– En camino -responde alguien.

Anna-Maria mira hacia arriba. Empieza a chispear. Tienen que poner algo sobre el cuerpo del jardín. Un toldo o algo así.

Rebecka da un paso hacia atrás. Mueve la mano delante de la cara como si intentara espantar algo.

Y echa a andar. Primero se dirige hacia la casa. Después se tambalea y se va hacia el río. Es como si llevara los ojos tapados y no supiera hacia adónde ir.

Y empieza a llover. Anna-Maria nota cómo llega el frío del otoño. Pasa por la explanada como un río de aire helado. La lluvia es intensa y fría. Mil agujas de hielo. Anna-Maria se sube la cremallera y la barbilla le queda por dentro de la chaqueta azul. Tiene que conseguir el toldo para tapar el cuerpo.

– Vigílala -le ordena a Tommy Rantakyrö señalando a Rebecka Martinsson, que sigue hacia delante tambaleándose-. No dejes que se acerque a las armas que hay dentro ni a las vuestras. Y no dejes tampoco que baje hasta el río.

Rebecka Martinsson atraviesa la explanada. Sobre la gravilla hay un chico grande muerto, muerto, muerto. Hace un momento estaba en el sótano con una galleta María en la mano y dándole de comer a un ratón.

Hace viento. El aire es un estruendo para sus oídos.

El cielo se llena de marcas de garras, profundos arañazos que a su vez se llenan de tinta negra. ¿Llueve? ¿Ha empezado a llover? Levanta las manos hacia el cielo para comprobar si se mojan. Se le bajan las mangas del abrigo y se le mojan las pequeñas muñecas, las manos como abedules desnudos. El pañuelo del cuello se le cae sobre la gravilla.

Tommy Rantakyrö corre detrás de Rebecka Martinsson.

– Oye -le dice-. No bajes hasta el río. Dentro de un momento llegará la ambulancia y…

No le escucha. Sigue adelante hacia la ribera. Aquello es desagradable. Ella es desagradable. Desagradables ojos abiertos en una cara de carne. No quiere quedarse a solas con ella.

– Sorry -le dice mientras la agarra del brazo-. No puedo… Sencillamente no puedes ir allí.

Algo salpica la tierra como una fruta podrida. Alguien la coge del brazo. Es el pastor Vesa Larsson. Ya no tiene cara. Sobre sus hombros hay una cabeza marrón de perro. Los ojos negros de perro la miran acusadores. Él tenía hijos. Y perros que no podían llorar.

– ¿Qué quieres de mí? -grita ella.

Y allí está el pastor Thomas Söderberg sacando niños muertos recién nacidos del pozo. Se agacha y los saca uno tras otro. Los coge boca abajo, de los talones o de los pequeños tobillos. Están desnudos y blancos. Su piel está blanda y llena de agua. Los tira a un gran montón que se hace cada vez más y más grande a sus pies.

Cuando se da la vuelta está cara a cara con su madre. Está muy guapa.

– No me toques con esos dedos -le dice a Rebecka-. ¿Lo entiendes? ¿Te das cuenta de lo que has hecho?

Anna-Maria ha conseguido una alfombra. La va a poner encima del hijo de Lars-Gunnar. No es fácil saber cómo quieren los forenses que hagas las cosas. Tiene también que acordonar la zona antes de que llegue todo el pueblo. Y la prensa. Joder, y mira que ponerse a llover. En medio de todo, cuando llama para lo del acordonamiento y avanza con la alfombra en brazos, echa de menos a Robert. Desea llorar esta noche en sus brazos. Porque todo es tan jodido y tan sin sentido.

Tommy Rantakyrö la llama y ella se da la vuelta.

– No puedo pararla -le dice gritando.

Está peleándose con Rebecka Martinsson en el césped. Ella intenta desasirse dando golpes a diestro y siniestro con los brazos. Se suelta y echa a correr hacia el río.

Sven-Erik Stålnacke y Fred Olsson van detrás de ella. Anna-Maria apenas tiene tiempo de reaccionar cuando Sven-Erik ya casi ha llegado. Fred Olsson está un paso más atrás. Detienen a Rebecka. Sus brazos son como serpientes mientras Sven-Erik intenta sujetarla.

– Tranquila -trata de calmarla Sven-Erik en voz baja-. Tranquila, tranquila.

Tommy Rantakyrö se pone la mano debajo de la nariz. Un hilillo de sangre se hace camino entre los dedos. Anna-Maria siempre tiene pañuelos de papel en los bolsillos. Siempre hay algo que limpiarle a Gustav. Helado, plátano, mocos. Le alcanza un pañuelo a Tommy.

– Ponla de espaldas -grita Fred Olsson-. Tenemos que esposarla.

– Aquí no se esposa a nadie, por mis cojones -responde Sven-Erik muy serio-. ¿Falta mucho para que llegue la ambulancia?

Lo último se lo grita a Anna-Maria y ella hace un gesto con la cabeza que significa que no lo sabe. Sven-Erik y Fred Olsson sujetan a Rebecka Martinsson cada uno de un brazo.

En ese momento llega por fin la ambulancia seguida de otro coche patrulla. Luces de colores y sirenas a través de la lluvia pesada y gris. Aquello es un caos.

Y en medio de todo Anna-Maria oye los gritos de Rebecka Martinsson.

Rebecka Martinsson grita.

Grita como una loca.

No puede parar.

PATAS DORADAS

Es negro como el diablo. Viene corriendo a través de un mar de flores de color rosa, las adelfillas. Las cápsulas blancas y peludas con la simiente vuelan como la nieve bajo el sol del otoño. Se para en seco. A cien metros de ella.

Su pecho es ancho. La cabeza también. Alrededor del cuello tiene un pelo largo, negro y fuerte. No es bello, pero grande. Igual que ella.

Se queda quieto por completo cuando ella se le acerca. Lo lleva oyendo desde ayer. Lo ha estado llamando para atraerlo. Le ha cantado. En la oscuridad le ha explicado que está completamente sola. Y ha venido. Por fin ha venido.

La felicidad le pica en las patas. Trota hacia él. Su cortejo no tiene reservas. Levanta las orejas y adopta la postura de declaración de amor. Se pavonea. El largo lomo es una S flexible. El rabo de él se mueve despacio, de un lado a otro, una y otra vez.

Se encuentran los hocicos. El hocico contra los genitales. El hocico debajo del rabo. Y de nuevo, hocico contra hocico. El pecho sacado y el cuello tieso. Todo es insoportablemente solemne. Patas Doradas expone todo lo que tiene ante él. «Si me quieres, aquí me tienes», le expresa de forma clara.

Y él le hace la señal. Pone una de las patas delanteras sobre la paletilla de ella. Después da un empujón hacia delante como si jugara.

Ella ya no puede contenerse. Recupera con toda su fuerza las ganas de jugar que ya había olvidado. Se aparta de él de un salto. Araña la tierra, que sale disparada detrás de ella. Acelera, se da la vuelta, vuelve corriendo y vuela hacia él de otro gran salto. Se da la vuelta. Baja la cabeza, arruga el hocico y enseña los dientes. Y se va.