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Porque Juan, al despertarse aquella mañana, había murmurado con verdadero placer:

—Es magnífico pensar que nos vamos al campo a pasar el fin de semana. Te sentará bien, Gerda. Eso es precisamente lo que te está haciendo falta.

Ella había sonreído maquinalmente diciendo con abnegada fortaleza:

—Será delicioso.

Su triste mirada había vagado por la alcoba. El papel de la pared, color crema, con una franja negra junto al armario; el tocador de caoba con el espejo que se inclinaba demasiado hacia delante; la alegre alfombra de vivo azul; las acuarelas de los lagos escoceses. Todas ellas cosas queridas y conocidas, y no volvería a verlas hasta el lunes.

En lugar de eso, mañana, una doncella entraría en la alcoba extraña depositaría una bandejita con el té junto a la cama, descorrería las cortinas, y luego pondría en orden la ropa de Gerda y la plegaría, cosa que solía producirle a Gerda una desagradable sensación de desasosiego, de embarazo. Permanecía echada melancólica, soportando estas cosas, tratando de consolarse pensando: «Sólo una mañana más.» Como quien va al colegio y cuenta los días que le faltan para las vacaciones.

Gerda no había sido feliz en la escuela. En la escuela había tenido menos tranquilidad que en ninguna parte. En casa había estado mejor. Pero, aun en casa, no había estado demasiado bien. Porque, claro, todos habían sido más rápidos y más inteligentes que ella. Sus comentarios, rápidos, impacientes, no del todo maliciosos, habían llovido sobre ella como una tempestad de granizo. «¡Oh, date prisa, Gerda!» «Manos de manteca, ¡dámelo a mí!» «¡Oh, no dejéis que lo haga Gerda, estará mil años!» «Gerda nunca se entera de nada.»

¿No se habían dado cuenta todos ellos que aquélla era la mejor manera para hacerla más lenta y estúpida aún? Había ido de mal en peor. Se le habían hecho más torpes los dedos; el cerebro le funcionaba con mayor lentitud; aumentaba su inclinación a quedarse mirando, con ojos vacuos, cuando le hablaban.

Hasta que, de pronto, se le había ocurrido la manera de salvarse de todo aquello. Había hallado un arma de defensa casi por accidente en realidad.

Se había tornado más lenta. La aturdida mirada se había hecho más vacua aún. Pero ahora, cuando decían, con impaciencia: «Oh, Gerda, ¡qué estúpida eres! ¿No comprendes eso?», había podido, en su fuero interno, regocijarse un poco... Porque no era tan estúpida como la creían. Con frecuencia, cuando fingía no comprender, sí que comprendía. Y con frecuencia y deliberadamente, iba aún más despacio con el trabajo que estaba haciendo hasta que los dedos impacientes de alguien se lo quitaban de las manos.

Porque tenía ahora un delicioso secreto: el convencimiento de su superioridad. Empezó a sentirse, con frecuencia, algo más risueña, divertida... Sí; resultaba divertido saber más de lo que la gente creía que podía una saber. Ser capaz de hacer una cosa, pero no permitir que nadie supiese que una la podía hacer.

Y tenía la ventaja, inopinadamente descubierta, de que la gente le hacía a una con frecuencia su trabajo. Eso, naturalmente, le ahorraba a una la mar de molestias. Y, al cabo del tiempo, si la gente se acostumbraba a hacerle a una el trabajo, una no tenía que hacerlo ya. Y entonces la gente no se enteraba de que lo hacía una mal. Y así, poco a poco, llegaba una casi al punto de partida. A adquirir una el convencimiento de que podía una competir, en términos de igualdad, con el mundo entero.

(Pero eso, temió Gerda, no rezaría con los Angkatell. Los Angkatell le llevaban a una siempre tanta delantera, que a una le parecía que no se hallaba en la misma calle que ellos siquiera. ¡Cómo odiaba a los Angkatell! A Juan le hacía bien. A Juan le gustaba ir allí. Volvía a casa menos cansado y menos irritable, a veces.)

Querido Juan, pensó. Juan es maravilloso. Todo el mundo opinaba igual. ¡Un médico tan hábil, tan bondadoso para con sus pacientes! Agotándose... y ¡el interés con que se ocupaba de sus pacientes en el hospital...! Aquella parte de su trabajo que no le producía un penique. Juan era tan desinteresado, tan auténticamente noble.

Siempre había sabido ella, desde el primer momento, que Juan era una inteligencia y que llegaría muy alto. Y la había escogido a ella, cuando hubiese podido casarse con alguien de más intelecto. No le había importado que fuese torpe, algo estúpida y no muy bonita. «Yo me cuidaré de ti», había dicho. Agradablemente. Casi dominante. «No te preocupes por nada absolutamente, Gerda. Ya te cuidaré yo...»

Lo que un hombre debía ser. Era maravilloso pensar que Juan la había escogido a ella.

Había dicho, con aquella brusca sonrisa suya, muy atractiva y medio suplicante: «Me gusta salirme con la mía, ¿sabes, Gerda?»

Bueno. Por ese lado no había inconveniente. Siempre había procurado ella ceder en todo. Hasta en los últimos tiempos, cuando tan difícil y nervioso se había mostrado, cuando nada parecía darle gusto. Cuando vaya usted a saber por qué, nada de lo que ella hacía estaba bien. Una no podía echarle a él la culpa. Estaba tan atareado... era tan desinteresado...

¡Dios Santo! ¡El cordero! Debí haberlo mandado a la cocina. Juan seguía sin dar señales de vida. ¿Por qué no podría ella tomar una decisión acertada alguna vez? De nuevo se sintió abrumada por el desaliento. ¡El cordero! Aquel terrible fin de semana con los Angkatell. Sintió una punzada en ambas sienes. ¡Oh! ¡Ahora iba a entrarle uno de sus habituales dolores de cabeza! ¡Y le molestaba tanto a Juan que tuviese dolor de cabeza! Se negaba siempre a darle cosa alguna para que se le pasara cuando, siendo médico, bien fácil le hubiese resultado. Decía siempre: «Olvídalo. Nada se adelanta envenenándose con drogas. Date un paseo andando aprisa.»

¡El cordero! Al mirarlo, Gerda sintió que las dos palabras se repetían sin cesar en su cerebro. «El cordero... EL CORDERO... EL CORDERO...»

Se compadeció de sí misma y le saltaron las lágrimas. ¿Por qué, se preguntó, no me salía a mí nada bien nunca?

Desde el otro lado de la mesa, Terence miró a su madre y luego al cordero. Pensó: «¿Por qué no podemos nosotros comer? ¡Qué estúpida es la gente mayor! ¡No tiene sentido común!»

En voz alta dijo, escogiendo cuidadosamente las palabras:

—Nicholson hijo y yo vamos a hacer nitroglicerina en el bosquecillo de arbustos de su padre. Viven en Streatham.

—¿De veras, querido? ¡Qué bien! —dijo Gerda.

Aún había tiempo. Si hacía sonar el timbre y le decía a Lewis que se llevara el cordero ahora...

Terence la miró con leve curiosidad. Había tenido instintivamente la impresión de que el preparar nitroglicerina no sería labor que mereciera la aprobación de los padres. Con vil oportunismo, había escogido el momento, más indicado en su opinión, para que no se le llevara la contra. Y su juicio había sido acertado. Si por una de esas casualidades hubiera jaleo, es decir, si las propiedades de la nitroglicerina se manifestaran con demasiada violencia, podría decir, con voz ofendida: «Se lo dije a mamá.»

No obstante experimentó de pronto cierta desilusión.

«Hasta mamá... —pensó— debiera saber lo que es la nitroglicerina.»

Exhaló un suspiro. Experimentó, de pronto, la intensa sensación de soledad que sólo una criatura puede sentir. Su padre era demasiado impaciente para escucharle; su madre estaba siempre demasiado distraída, Zena no era más que una niña pequeña, tonta.

Páginas de importantes experimentos químicos. Y, ¿a quién le importaban? ¡A nadie!

¡Bang! Gerda sufrió un sobresalto. Era la puerta del consultorio de Juan. Era Juan quien subía corriendo la escalera.