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—Bueno.

Se preguntó cuánto iría a tardar Gerda. Quería alejarse de aquella horrible casa, y de aquella horrible calle, y de aquella ciudad llena de gente indispuesta y enferma. Quería llegar a los bosques, a las hojas húmedas y al donairoso alejamiento de Lucía Angkatell, que siempre le daba a uno la impresión de que ni siquiera tenía cuerpo.

Zena estaba dando las cartas con aire de importancia.

—Éste eres tú, papá: en el centro el rey de corazones. La persona a quien se le echan las cartas siempre es el rey de corazones. Y luego doy las otras boca abajo. Dos a tu izquierda, dos a tu derecha y una por encima de tu cabeza... que tiene poder sobre ti... y una debajo de tus pies... sobre la que tú tienes poder. Y ésta... te cubre a ti.

Ahora —Zena respiró profundamente— les damos la vuelta. A tu derecha está la reina de los diamantes... muy cerca...

«Enriqueta», pensó él, distraído momentáneamente y divertido por el aire de solemnidad de Zena.

—Y la siguiente es la sota de tréboles. Es algún joven muy callado y pacífico. A tu izquierda está el ocho de picas... Eso representa un enemigo secreto. ¿Tienes algún enemigo secreto, papá?

—Ninguno que yo sepa.

—Y más allá está la reina de picas... Representa a una señora de mucha más edad.

—Lady Angkatell —dijo él.

—Ésta es la que está por encima de tu cabeza y tiene poder sobre ti... la reina de corazones.

«Verónica», pensó. «¡Verónica!» y luego: «¡Qué imbécil soy! Verónica no representa nada para mí ya.»

—Y ésta está debajo de tus pies y tú tienes poder sobre ella, la reina de tréboles.

Gerda entró apresuradamente en el cuarto.

—Ya estoy preparada, Juan.

—¡Oh, aguarda, mamá, aguarda! Le estoy echando las cartas a papá, la última carta, papá..., la más importante de todas. La que te cubre a ti.

Los deditos de Zena se volvieron. Soltó una exclamación.

—¡Oh! ¡Es el as de picas[7]! Eso significa generalmente una muerte... pero...

—Tu madre —dijo Juan— atropellará a alguien al cruzar Londres. Vamos, Gerda. Adiós, niños. Sed buenos.

Capítulo VI

Midge The THardcastle bajó de su cuarto a eso de las once de la mañana del sábado. Se había desayunado en la cama, leído un libro, dormitado un poco y luego se había levantado.

Resultaba agradable hacer el vago así. ¡Ya iba siendo hora de que hiciese una fiesta! No cabía la menor duda: el establecimiento de madame Alfrege acaba poniéndole a una los nervios de punta.

Salió por la puerta principal al agradable sol de otoño. Sir Enrique Angkatell estaba sentado en un asiento rústico, leyendo The Times. Alzó la vista y sonrió. Le tenía mucho afecto a Midge.

—Hola, querida.

—¿Bajo muy tarde?

—Aún llegas a tiempo para comer —dijo sir Enrique sonriendo.

Midge se sentó a su lado y dijo con un suspiro:

—Es muy agradable estar aquí.

—Tienes mala cara.

—¡Oh!, me encuentro divinamente. ¡Qué agradable resulta encontrarse en un sitio en que no hay mujeres obesas que intentan ponerse vestidos demasiado ajustados para ellas!

—¡Debe ser terrible!

Sir Enrique hizo una pausa y luego dijo, echando una mirada al reloj de pulsera:

—Eduardo llega en el tren de las doce y cuarto.

—¿Sí? —murmuró Midge—. Hace mucho tiempo que no le veo.

—Está como siempre. Casi nunca sale de Ainswick.

«Ainswick», pensó Midge. «¡Ainswick!» Sintió una punzada de nostalgia. Aquellos días tan deliciosos de Ainswick. ¡Visitas en las que una pensaba con meses de anticipación! «Voy a ir a Ainswick.» Pasándose la noche sin poder dormir muchos días antes, pensando en ello. Y por fin, ¡el día soñado! La pequeña estación rural en la que el tren, el gran expreso de Londres, tenía que detenerse si una se lo pedía al jefe del tren. El «Daimler» que le aguardaba. El viaje en el coche, la entrada por la verja atravesando el bosque hasta salir de entre los árboles y ver la casa grande, blanca, acogedora. Tío Godofredo, con la chaqueta de mezclilla.

—Vamos, muchachos, a divertirnos.

¡Y cómo se habían divertido! Enriqueta recién llegada de Irlanda, Eduardo recién llegado de Eton. Ella, del severo ambiente de una ciudad febril norteña. ¡Cuan parecido al cielo le había resultado!

Pero girando siempre alrededor de Eduardo. Eduardo alto y dulce, y respetuoso, y siempre lleno de bondad. Aunque nunca le había prestado gran atención, claro estaba, hallándose presente Enriqueta.

Eduardo, siempre tan humilde, siempre con aire de visita. Hasta el punto que se había sobresaltado ella cierto día al decirle Tremlet, el jardinero jefe:

—La finca será del señorito Eduardo con el tiempo.

—Pero, ¿por qué, Tremlet? No es hijo del tío Godofredo.

—Es el heredero, señorita Midge. La finca está... vinculada, creo que lo llaman así. La señorita Lucía es la única hija del señor Godofredo; pero no puede heredar, porque es mujer. Y el señorito Enrique, con quien se casó, no es más que un primo segundo. No es pariente tan cercano como el señorito Eduardo.

Y ahora Eduardo vivía en Ainswick. Vivía allí solo, y rara vez salía. Midge se preguntaba a veces si a Lucía le importaba. Lucía siempre tenía el aspecto de que nada le importaba.

Y, sin embargo, Ainswick había sido su hogar. Y Eduardo era su primo, y más de veinte años más joven que ella. El padre de Lucía, Godofredo Angkatell, había sido muy popular en el condado. Y poseía grandes riquezas, la mayor parte de las cuales habían ido a parar a Lucía, de suerte que Eduardo era relativamente pobre, con lo suficiente para el mantenimiento de la casa, pero muy poco más.

Aunque Eduardo no tenía gustos caros. Había pertenecido al cuerpo diplomático una temporada; pero al heredar Ainswick había presentado la dimisión para instalarse en su finca. Era aficionado a los libros, coleccionaba primeras ediciones, y de vez en cuando escribía artículos irónicos y vacilantes para revistas poco conocidas. Le había pedido a su prima, Enriqueta Savernake, tres veces, que se casase con él.

Midge pensaba en estas cosas sentada al sol. No acababa de decidir si se alegraba de que iba a ver a Eduardo o no. No era como si «se le estuviera pasando», como suele decirse. A una no se le pasaba tratándose de un nombre como Eduardo. Eduardo en Ainswick era tan real para ella como Eduardo levantándose de la mesa de un restaurante londinense para salirle al encuentro. Había amado a Eduardo siempre, desde que podía recordar...

La voz de sir Enrique la hizo bajar de las nubes.

—¿Qué te parece Lucía?

—Muy bien. Es la misma de siempre —Midge sonrió un poco—. Sólo que más.

—Sííí...

Sir Henry tiró la pipa. Dijo de pronto:

—A veces, ¿sabes, Midge?, me siento preocupado por Lucía.

—¿Preocupado? —Midge le miró con sorpresa—. ¿Por qué?

Sir Enrique sacudió la cabeza.

—Lucía —dijo— no se da cuenta de que hay cosas que no puede hacer.

Midge le miró boquiabierta. Él prosiguió:

—Las cosas le salen bien. Siempre le han salido —sonrió—. Ha desafiado las tradiciones de nuestra residencia cuando yo era gobernador. Ha hecho caso omiso de todos los precedentes en cuantos banquetes y fiestas ha intervenido. Y eso, Midge, es un crimen que no tiene perdón. Ha sentado a enemigos mortales, uno junto al otro, a la misma mesa y se ha saltado a la torera todo convencionalismo en cuanto a raza y color. Y en lugar de provocar con ello una verdadera catástrofe, y de poner a todo el mundo de punta y de cubrir de vergüenza y deshonra al monarca inglés... ¡maldito si no ha logrado salir airosa del trance! Esa característica suya... la de mirar sonriente a la gente y dar la impresión de que no podía remediarlo... La servidumbre es igual. Les da la mar de trabajo y, sin embargo, la adoran.