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—Ya sé lo que quieres decir —murmuró Midge, pensativa—. Las cosas que uno no aguantaría a nadie le parecen a uno muy bien cuando las hace Lucía. ¿Qué será? ¿Fascinación? ¿Magnetismo?

Sir Enrique se encogió de hombros, sonrió expresivamente, añadiendo:

—Siempre ha sido igual... desde niña. Sólo que a veces me da la sensación de que se le va acentuando esa característica. Quiero decir que no se da cuenta de que hay un límite. ¡Si hasta creo yo, Midge —exclamó divertido—, que Lucía está convencida de que le saldría todo bien, incluso cometer un asesinato.

Enriqueta sacó el «Delage» del garaje, y tras una conversación completamente técnica con su amigo Alberto, que cuidaba del coche, se puso en marcha.

—El motor marcha como una seda, señorita —dijo Alberto.

Enriqueta sonrió. Salió del garaje saboreando el placer que siempre le producía el marchar en el coche sola. Prefería ir sola cuando conducía. De esta manera podía darse cuenta completa de todo el íntimo placer que le producía el conducir un coche dentro del cual se sentía tan satisfecha como el pez en el agua.

Hallaba placer en su propia habilidad al serpentear por entre el tráfico. Se divertía descubriendo nuevos atajos para salir de Londres. Tenía rutas propias, y al conducir por Londres tenía un conocimiento tan perfecto de las calles como cualquier conductor de taxi.

Siguió ahora un camino que descubriera recientemente hacia el sudoeste, metiéndose por un intrincado laberinto de calles suburbanas.

Cuando llegó por fin a la larga cresta de Shovel Down eran las doce y media. A Enriqueta siempre le había agradado la vista que se disfrutaba desde allí. Paró ahora en el mismo punto en que la carretera empezaba a descender. Todo a su alrededor, y por debajo de ella, había árboles, árboles cuyas hojas se estaban trocando de doradas en pardas. Era un mundo increíblemente dorado y espléndido a la fuerte luz del sol otoñal.

Enriqueta pensó:

«Amo el otoño. ¡Es tanto más rico en tonalidades que la primavera!»

Y de pronto se sintió invadida por uno de aquellos momentos de intensa felicidad, la sensación de la belleza, del mundo, el intenso placer, la intensa alegría que de aquel mundo ella derivaba.

Pensó:

«Jamás volveré a sentirme tan feliz como lo soy ahora..., jamás.»

Permaneció allí un minuto, contemplando aquel mundo de oro

que parecía disiparse y disolverse, brumoso y borroso, con su propia belleza.

Luego bajó de la cresta, atravesó los bosques bajo la larga y pendiente carretera hacia The Hollow.

Cuando llegó Enriqueta, Midge estaba sentada en el muro bajo la terraza y la saludó agitando alegremente el brazo. Enriqueta quedó muy contenta al ver a Midge, pues ésta le era muy simpática.

Lady Angkatell salió de la casa y dijo:

—¡Ah!, conque ahí estás, Enriqueta... Cuando hayas metido el coche en la cuadra y le hayas echado un pienso, estará dispuesta la comida.

—Qué comentario más perspicaz el de Lucía —dijo Enriqueta cuando dio la vuelta al edificio con Midge en el estribo—. Siempre me había jactado de haberme librado por completo de la facha caballuna de mis antepasados. Cuando una se ha criado entre gente que no sabe hablar de nada más que de caballos, experimenta una cierta superioridad al no tenerles especial cariño a tales animales. Y ahora Lucía me ha hecho ver que trato a mi coche exactamente igual que si fuera un caballo. Y tiene razón. Esto es lo que hago.

—Sí —asintió Midge—. Lucía es devastadora. Me dijo esta mañana que fuera todo lo grosera que quisiera mientras estuviera aquí.

Enriqueta reflexionó unos momentos y luego movió afirmativamente la cabeza.

—Comprendo —dijo—. La tienda.

—Sí. Cuando una tiene que pasarse todos los días de su existencia en una especie de cajón tratando con cortesía a mujeres groseras llamándolas madame, poniéndoles y quitándoles vestidos, sonriendo y aguantando todas las groserías y frescuras que se les antoja decir..., bueno, a una le entran ganas de deshacerse en... en improperios. ¿Sabes, Enriqueta? Siempre me pregunto por qué le parece a la gente tan humillante el «entrar a servir», y por qué cree que es tan magnífico y que se goza de tanta independencia trabajando en una tienda. Una tiene que aguantar muchas más insolencias de las que ha de soportar Gudgeon o Simmons o cualquier otro criado decente.

—Debe ser terrible, querida. Ojalá no fueses tan orgullosa e independiente y no insistieras en ganarte la vida con el sudor de tu frente.

—Sea como fuere, Lucía es un ángel. Seré grosera con todo el mundo este fin de semana.

—¿Quién está ahí? —inquirió Enriqueta al apearse del coche.

—Van a venir los Christow.

Midge hizo una pausa y luego prosiguió:

—Eduardo acaba de llegar.

—¿Eduardo? ¡Qué bien! Hace mil años que no le veo. ¿Alguien más?

—David Angkatell. Ahí, según Lucía, es donde tú vas a resultar útil. Vas a encargarte de impedir que se muerda las uñas.

—No suena eso muy en consonancia con mi temperamento. Odio meterme con la gente y jamás soñaría con poner un freno a sus costumbres. ¿Qué fue lo que dijo Lucía en realidad?

—¡Eso venía a ser! ¡Y tiene muy acentuada la nuez también!

—Supongo que no esperará de mí que ponga remedio a eso, ¿verdad? —inquirió Enriqueta, alarmada.

—Y tienes que ser bondadosa para con Gerda.

—¡Cuánto la odiaría yo a Lucía si me hallase en el lugar de Gerda!

—Y viene a comer con nosotros mañana alguien que se dedica a hallar la solución de crímenes.

—No iremos a jugar a asesinatos, supongo.

—No lo creo. Creo que sólo se trata de mostrarse hospitalarios con un vecino.

La voz de Midge cambió levemente.

—Ahí viene Eduardo a nuestro encuentro.

«¡Querido Eduardo!», pensó Enriqueta, sintiéndose invadida por una repentina oleada de afecto.

Eduardo Angkatell era muy alto y muy delgado. Sonreía ahora al dirigirse hacia las jóvenes.

—Hola, Enriqueta; hace más de un año que no te veo.

—Hola, Eduardo.

¡Qué agradable era Eduardo! Aquella dulce sonrisa suya, las arrugas en las comisuras de los párpados. Y toda su osamenta, llena de protuberancias. «Yo creo que son los huesos lo que más me gusta de él», pensó Enriqueta. El calor del afecto que Eduardo le inspiraba la sobresaltó. Había olvidado que quería tanto a Eduardo.

Después de comer, Eduardo dijo:

—Ven a dar un paseo, Enriqueta.

Subieron por detrás de la casa, tomando un camino que zigzagueaba por entre los árboles. Como los bosques de Ainswick, pensó Enriqueta. ¡Querido Ainswick! ¡Lo que se habían divertido allí! Empezó a hablarle a Eduardo de Ainswick. Reavivaron viejos recuerdos.

—¿Te acuerdas de nuestra ardilla? La que tenía la pata rota. Y la metimos en una jaula y se puso buena.

—Claro que sí. Le dimos un nombre absurdo. ¿Cómo era, que ahora no me acuerdo?

—¡«Cholmondeley—Madjoribanka»!

—Eso es.

Los dos se echaron a reír.

—Y el ama de llaves, la señora Bondy, no hacía más que decir que acabaría escapándose por la chimenea.

—¡Y cómo nos indignamos!

—Pero sí que se escapó de esa manera.

—Tuvo ella la culpa —afirmó Enriqueta convencida—. Le metió esa idea en la cabeza a la ardilla.

Prosiguió:

—¿Está todo igual, Eduardo? ¿O ha cambiado? Yo siempre me lo imagino igual.

—¿Por qué no vienes a verlo, Enriqueta? Hace mucho tiempo que no has estado allí.

—Ya lo sé.

¿Por qué, se preguntó, había dejado transcurrir tanto tiempo? Una se encontraba atareada, interesada, enredada con gente...

—Ya sabes que allí se te recibe siempre con los brazos abiertos...

—¡Qué bueno eres, Eduardo!

«Querido Eduardo», pensó.

Dijo al poco rato: