—Claro que sí. A propósito, ¿he visto a Eduardo Angkatell antes de ahora?
—Dos veces por lo menos —contestó Enriqueta, con sequedad.
—No me acordaba. Es una de esas personas indefinidas, sin personalidad.
—Eduardo es muy bueno. Siempre le he tenido mucho afecto.
—Bueno, no perdamos el tiempo con él. Ninguna de estas personas importa ni pinta nada.
—A veces, Juan, ¡te tengo miedo!
—¿A mi...? ¿Qué quieres decir con eso?
La miró con verdadero asombro.
—Eres tan... tan... sí, tan ciego.
—¿Ciego?
—No sabes..., no ves..., ¡eres singularmente insensible! No sabes lo que la otra gente siente y piensa.
—Yo hubiera dicho todo lo contrario.
—Ves todo aquello que miras así. Eres..., eres como un reflector. Un potente haz luminoso enfocado en el punto que te interesa. Y, detrás de él, y a cada lado, la oscuridad.
—Enriqueta, querida, ¿qué es todo esto?
—Es peligroso, Juan. Das por sentado que a todo el mundo le eres simpático, que todos te quieren, que todos te desean bien. Gente, sin embargo, como Lucía, por ejemplo.
—¿No le soy simpático a Lucía? —preguntó él, sorprendido—. Yo siempre le he tenido mucho afecto.
—Y das por sentado que ella te lo tiene a ti. Pero no estoy tan segura. Y Gerda y Eduardo... oh, y Midge y Enrique. ¿ Cómo sabes tú cuáles son los sentimientos que les inspiras?
—¿Y Enriqueta? ¿Sé cuáles son los sentimientos de ella? —le asió la mano un instante—. Por lo menos estoy seguro de ti.
Se desasió ella.
—No puedes estar seguro de nadie en este mundo, Juan.
El rostro del hombre se había tornado grave.
—No; me niego a creer eso. Estoy seguro de ti y estoy seguro de mi. Por lo menos...
Cambió su semblante.
—¿Qué ocurre, Juan?
—¿Sabes lo que me pillé diciendo hoy? Algo absurdo. «Quiero irme a casa.» Eso es lo que dije, y no tenía, ni tengo la menor idea de lo que quise decir con ello.
Enriqueta dijo muy despacio:
—Alguna escena tendrías representada en tu mente.
Dijo él con brusquedad:
—¡Nada! ¡Nada en absoluto!
Aquella noche, a la hora de cenar, a Enriqueta la sentaron junto a David, y desde el otro extremo de la mesa, las delicadas cejas de Lucía telegrafiaron, no una orden (Lucía nunca ordenaba), sino una súplica.
Sir Enrique estaba haciendo todo lo que era capaz con Gerda, y logrando bastante éxito. Juan, con su sonrisa, estaba siguiendo los altos y rebotes de la mente de Lucía en la conversación. Midge le hablaba con cierta afectación a Eduardo, que parecía más distraído que de costumbre.
David tenía el gesto torvo, y estaba desmigajando el pan en el plato con nerviosa mano.
David había acudido a The Hollow de bastante mala gana. Hasta entonces, no había visto nunca a sir Enrique ni a lady Angkatell y, como miraba con desaprobación al Imperio en general, estaba dispuesto a discrepar de aquellos parientes suyos. A Eduardo, a quien no conocía, le despreciaba como a un aficionado. A los otros cuatro invitados los examinó con ojo crítico. Los parientes, pensó, eran siempre insoportables. Y se esperaba de uno que hablara con la gente, cosa que él detestaba.
A Midge y a Enriqueta las descartaba, considerándolas sin seso. Aquel doctor Christow no era más que uno de aquellos charlatanes de Harley Street, todo modales y éxito social. Era evidente que su esposa ni pinchaba ni cortaba.
David se metió los dedos entre el cuello y la garganta, hizo girar la cabeza, y lamentó de todo corazón que aquella gente no supiera la opinión tan pobre que tenía de todos ellos. Eran, sin excepción, nulidades.
Después de haberse repetido esto tres veces para sus adentros, se sintió un poco mejor. Seguía teniendo torva la mirada, pero ahora sentíase ya capaz de dejar el pan en paz.
Enriqueta, aun cuando había respondido como una reina a la súplica de las cejas, encontraba dificultades en hacer adelanto alguno. Las breves contestaciones de David eran otros tantos feos elevados al cubo. Por último recurrió al método que había empleado en otras ocasiones con los jóvenes mudos.
Hizo deliberadamente una afirmación dogmática y sin justificación posible sobre un compositor moderno, porque sabía que David poseía grandes conocimientos técnicos de la música.
Con gran regocijo suyo, el plan salió bien. David se irguió. Su voz dejó de ser baja. Ya no parecía mascullar las palabras. Dejó de desmigajar pan.
Lucía Angkatell dirigió una mirada benigna mesa abajo y Midge sonrió para sí.
—Fuiste muy ingeniosa, querida —murmuró lady Angkatell, cogiendo a Enriqueta del brazo camino de la sala—. ¡Qué terrible es pensar que si la gente tuviera más vacía la cabeza sabría mejor qué hacer con las manos! ¿Qué te parece? ¿Corazones, bridge, o algo muy sencillo, como jugar a los animales?
—Yo creo que David consideraría un insulto eso de jugar a los animales.
—Tal vez tengas razón. Que sea bridge, pues. Estoy segura de que el bridge le parecerá algo insulso y sin valor y que podrá disfrutar despreciándonos.
Formaron dos mesas. Enriqueta jugó con Gerda contra Juan y Eduardo. No era lo que ella hubiese considerado la mejor manera de agruparles. Había querido separar a Gerda de Lucía, y si era posible, de Juan también; pero Juan había dado muestras de determinación. Y Eduardo le había tomado la delantera a Midge.
El ambiente no era, pensó Enriqueta, cómodo del todo; pero no sabía exactamente de dónde provenía la incomodidad. Fuera como fuese, por poco que los acompañara la suerte, tenía la intención de que ganara Gerda. Gerda no era, en realidad, mala jugadora de bridge. Lejos de Juan, jugaba como el promedio de la gente. Pero era nerviosa, sin buen criterio, y sin conocimiento verdadero del valor de las cartas. Juan era un buen jugador, pero un poco demasiado confiado. Eduardo era un jugador magnífico.
Fue transcurriendo la velada y, en la mesa de Enriqueta, seguían jugando el primer grupo de partidas. La puntuación había subido mucho por ambos lados. Había entrado en el juego una tensión curiosa de la que sólo una persona no se daba cuenta.
Para Gerda, aquello no era más que un grupo de partidas de bridge, en cuyo juego, por una vez, estaba disfrutando, hasta experimentar cierta excitación agradable. Enriqueta la había sacado del compromiso de tener que subastar en casos difíciles, mediante el sencillo procedimiento de pujar su propia subasta y jugar ella la mano.
Los momentos en que Juan, no pudiendo abstenerse de la actitud crítica que hacía más por minar la confianza de Gerda en sí misma de lo que él hubiera podido imaginar, exclamaba: «¿Por qué demonios saliste con esa carta, Gerda?», Enriqueta neutralizaba inmediatamente el efecto exclamando:
—¡No digas tonterías, Juan! ¡Claro que tenía que salir por esa carta! ¡Era la única jugada posible!
Por fin, Enriqueta exhaló un suspiro y atrajo la hoja de puntuación hacia ella.
—Juego y partida; pero no creo que ganemos mucho con ello, Gerda.
Juan dijo, alegremente:
—La enorme suerte de saber cuándo achicarse.
Enriqueta le miró con viveza. Conocía el tono. Se encontró con su mirada y bajó ella los ojos.
Se puso en pie y se acercó a la chimenea y Juan la siguió. Dijo él, en tono normaclass="underline"
—No le miras siempre las cartas a la gente, ¿verdad?
Enriqueta contestó con tranquilidad:
—Quizá fuera poco disimulada. ¡Es despreciable eso de querer ganar en el juego a toda costa!
—Di la verdad. Lo que tú querías era que Gerda ganase. En tu afán por conseguir que la gente esté contenta, no vacilas en hacer trampa.
—¡Qué manera más horrible de decir las cosas! Y siempre tienes razón.
—Mi compañero de juego parecía compartir tus mismos deseos.
Conque sí que se había fijado, pensó Enriqueta. Se había preguntado ella si se habría equivocado. Eduardo era tan hábil..., no había duda, en realidad, por dónde pudieran haberle cogido. Olvidarse una vez de subastar. Salir en otra ocasión de una carta que hubiera podido parecer la más indicada, aun cuando con otra se hubiese asegurado la victoria.