Hércules Poirot salió al espacio abierto que rodeaba a la piscina, e inmediatamente, él se tornó rígido también; pero con enfado.
¡Era demasiado...! ¡Era demasiado ya en verdad! No había esperado de los Angkatell semejante vulgaridad. La larga caminata por carretera, el desencanto sufrido al llegar a la casa. Y, ahora..., ¡esto! ¡El pervertido humorismo de los ingleses!
Se sintió molesto y aburrido. ¡Oh, lo aburrido que se sentía! La muerte no era, para él, divertida. Y he aquí que le habían preparado, como broma, un cuadro plástico.
Porque lo que estaba contemplando era el cuadro, altamente artificial, de un asesinato. Junto a la piscina se hallaba el cadáver, artísticamente colocado, con el brazo extendido y hasta su miaja de pintura encarnada goteando desde el borde de cemento al agua. Era un cadáver espectacular, el de un hombre rubio, bien parecido. De pie junto al cadáver, revólver en mano, había una mujer; una mujer baja, de cierta edad, fornida, de rostro adornado con extrañamente vacua expresión.
Y había otros tres actores. Al otro lado de la piscina había una joven alta, cuyo cabello hacía juego con las hojas otoñales. Tenía en la mano una cesta llena de dalias. Un poco más allá había un hombre alto, inconspicuo, con chaqueta de cazador, y una escopeta en la mano. E inmediatamente a su izquierda, con una cesta de huevos en la mano, se hallaba su huésped, lady Angkatell.
Poirot se dio cuenta de que varias sendas distintas convergían en la piscina y era evidente que cada una de aquellas personas había llegado por un camino distinto.
Resultaba todo muy matemático y muy artificial.
Suspiró. En fin, ¿qué esperaban que hiciese él? ¿Debía fingir creer en aquel «crimen»? ¿Debía dar muestras de alarma? ¿O debía hacer una pequeña reverencia y felicitar a lady Angkatell, diciendo?: «¡Ah, cuan encantador es esto que me han preparado!»
¡La verdad, todo aquello era muy estúpido, no tenía nada de spirituel! ¿No era la reina Victoria la que había dicho en cierta ocasión: «No nos divierte?» Se sentía gran inclinación a decir lo mismo. «Yo, Hércules Poirot, no me siento divertido.»
Lady Angkatell se había acercado al cadáver. Él la siguió, dándose cuenta de que Gudgeon, respirando aún con dificultad, iba detrás de él. «Éste no está en el secreto», pensó Poirot para sus adentros. Las otras dos personas del otro lado de la piscina se reunieron con ellos. Todos se hallaban muy cerca ya, contemplando aquella figura espectacular que yacía a la orilla de la piscina.
Y de pronto, con una sacudida terrible, con la misma sensación de borrosidad que se observaba en la pantalla de un cine antes de que quede enfocada la película, Hércules Poirot comprendió que aquel cuadro artificial tenía su punto de realidad.
Porque el que estaba moribundo si no era un muerto, era por lo menos un moribundo.
No era pintura roja lo que goteaba del borde de cemento; era sangre. A aquel hombre le habían pegado un tiro, y no hacía mucho rato.
Echó una rápida mirada a la mujer que se hallaba parada allí, revólver en mano. Tenía vacua la mirada, sin expresar sentimiento de ninguna clase. Parecía aturdida y bastante estúpida.
—Es curioso —pensó.
¿Habría agotado toda posibilidad de emoción, toda sensibilidad, al hacer el disparo? ¿Sería ahora, gastada toda su pasión, un simple cascarón vacío? Quizá fuera así, pensó.
Luego contempló al herido y tuvo un movimiento de sobresalto. Porque los ojos del moribundo estaban abiertos. Eran ojos intensamente azules y tenían una expresión que Poirot no pudo leer, pero que se describió a sí mismo como expresión de intensa sensación de alerta.
Y de pronto, o tal fue la impresión de Poirot, pareció como si en todo aquel grupo de gente no hubiera más que una persona que estuviese viva de verdad: el hombre que estaba a punto de morir.
Jamás había recibido Poirot una impresión tan fuerte de vivida e intensa vitalidad. Los demás eran figuras pálidas, espectrales, actores en un drama remoto; pero aquel hombre era real.
Juan Christow abrió la boca y habló. Tenía la voz fuerte, exenta de toda sorpresa. Y el tono era urgente.
—Enriqueta... —dijo.
Luego se entornaron sus párpados, y le cayó de lado la cabeza.
Hércules Poirot se dejó caer de rodillas, se aseguró y luego volvió a levantarse, sacudiéndose, maquinalmente, el polvo del pantalón.
—Sí—dijo—; está muerto.
El cuadro se deshizo, se disolvió, volvió a enfocarse. Hubo reacciones individuales ahora, sucesos triviales. A Poirot le pareció que se convertía en gigantesco ojo y oído que observaba y escuchaba todo lo que sucedía a su alrededor. Nada más que eso: observar y escuchar.
Se dio cuenta de que la mano de lady Angkatell que sujetaba la cesta se aflojaba, de que Gudgeon se adelantaba de un brinco y se la quitaba.
—Permítame, milady.
Maquinalmente, con la mayor naturalidad, lady Angkatell murmuró:
—Gracias, Gudgeon.
Y luego, vacilante:
—Gerda...
La mujer que sostenía el revólver habló por primera vez. Les miró a todos. Cuando habló, parecía estar completamente aturdida.
—Juan está muerto —dijo—. Juan está muerto.
La joven alta, de cabello color de hoja seca, se acercó apresuradamente a ella con aire de autoridad.
—Dame eso, Gerda —dijo.
Y con destreza, antes de que Poirot pudiera protestar o intervenir, le quitó el revólver de la mano a Gerda.
Poirot dio un rápido paso hacia delante.
—No debiera usted hacer eso, mademoiselle.
La joven se sobresaltó al oír su voz. El revólver se le escapó de la mano. Se hallaba de pie junto a la orilla de la piscina y el arma cayó al agua.
Abrió la boca y exhaló un «Oh» de consternación, volviendo la cabeza para mirar cariacontecida a Poirot.
—¡Qué imbécil soy! Lo soy.
Poirot no habló durante un instante. Estaba contemplando unos ojos claros, de color avellana. La mirada de éstos sostuvo la suya y se preguntó si no habría sido injusta su momentánea sospecha.
Dijo:
—Debieran tocarse las cosas lo menos posible. Hay que dejarlo todo tal como está para que lo vea la policía.
Hubo algo de movimiento entonces, muy leve, algo así como una oleada de inquietud.
Lady Angkatell murmuró, con disgusto:
—Claro..., supongo, sí, la policía...
Con voz clara y agradable, matizada de cierta repugnancia, el hombre de la chaqueta de caza murmuró:
—Me temo, Lucía, que eso es inevitable.
En aquel momento de silencio se oyó el rumor de pasos y de voces, pasos presurosos y voces alegres.
Sir Enrique Angkatell y Midge Hardcastle aparecieron por el camino que conducía a la casa, presurosos, hablando y riendo.
Al ver el grupo junto a la piscina, sir Enrique se paró en seco y exclamó con asombro.
—¿Qué pasa? ¿Qué ha sucedido?
Respondió su esposa:
—Gerda ha... —se interrumpió bruscamente—. Quiero decir que... Juan está...
Gerda dijo, con voz opaca y aturdida:
—A Juan le han pegado un tiro. Está muerto.
Todos desviaron de ella la mirada, con embarazo.
Luego, lady Angkatell dijo apresuradamente:
—Querida, creo que será mejor que vayas y... te eches. ¿Quizá sea mejor que regresemos todos a la casa? Enrique, tú y monsieur Poirot podéis quedaros aquí y... aguardar a la policía.
—Creo que ése será el mejor plan —dijo sir Enrique.
Se volvió hacia Gudgeon.
—¿Haces el favor de telefonear a la policía, Gudgeon? Diles exactamente lo ocurrido. Cuando la policía llegue, condúcela directamente aquí.