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Gudgeon inclinó levemente la cabeza y contestó:

—Bien, sir Enrique.

Estaba algo pálido; pero seguía siendo el mayordomo perfecto.

La joven alta dijo:

—Vamos, Gerda.

Y asiendo del brazo a la otra, la condujo, sin que ella opusiera resistencia, por el sendero hacia la casa. Gerda caminaba como en sueños. Gudgeon se retiró un poco para dejarlas pasar y luego las siguió con la cesta de los huevos.

Sir Enrique se volvió, vivamente, hacia su esposa.

—Y ahora, Lucía, ¿qué significa todo esto? ¿Qué ha sucedido exactamente?

Lady Angkatell extendió vagamente las manos, un gesto delicioso de impotencia. Hércules Poirot sintió su encanto y su atractivo.

—Apenas si lo sé, querido. Estaba con las gallinas. Oí un disparo que pareció muy cercano; pero no le di importancia en realidad. Después de todo —se dirigió a todos—, una no se lo da. Y luego eché a andar por el sendero hacia la piscina y vi a Juan caído, y a Gerda a su lado, con el revólver. Enriqueta y Eduardo llegaron casi en el mismo instante... por ese otro lado.

Indicó, con un movimiento de cabeza, el otro lado de la piscina de donde partían dos sinuosos senderos a través del bosque.

Hércules Poirot carraspeó:

—¿Quiénes son, este Juan y esta Gerda? Si me es lícito preguntarlo —agregó.

—¡Oh, claro que sí! —lady Angkatell se volvió hacia él con gesto de excusa—. Una se olvida..., pero, claro, una no se para a presentar a nadie cuando acaban de matar a alguien. Juan es Juan Christow, el doctor Christow. Gerda Christow es su esposa.

—Y... ¿la señorita que marchó a la casa con la señora Christow?

—Mi prima Enriqueta Savernake.

Hubo un movimiento, un movimiento muy leve procedente del hombre que había a la izquierda de Poirot.

Enriqueta Savernake, pensó Poirot, y a éste no le gusta que lo hayan dicho, pero después de todo, es inevitable que yo lo sepa...

«¡Enriqueta!», había dicho el moribundo. Lo había dicho de una manera muy extraña. De una manera que le recordaba a Poirot algo... de algún incidente... ¿Qué incidente era? (Bueno, ya se acordaría.)

Lady Angkatell continuaba, decidida ahora a cumplir con sus obligaciones sociales.

—Y éste es otro primo nuestro, Eduardo Angkatell. Y la señorita Hardcastle.

Poirot correspondió a las presentaciones con corteses inclinaciones de cabeza. Midge sintió, de pronto, unas ganas enormes de echarse a reír histéricamente. Se contuvo mediante un esfuerzo.

Lady Angkatell les miró, pensativa.

—¡Dios quiera —dijo— que Gerda se haya marchado! ¿Hice bien en sugerir eso? No sabía qué decir. Quiero decir que una carece de precedentes. ¿Qué le dice una a la mujer que acaba de matar a su marido?

Les miró como si esperara que fuese dada a su pregunta una respuesta autorizada.

Luego tiró por el sendero en dirección a la casa. Midge la siguió. Eduardo se quedó con su anfitrión.

Sir Enrique carraspeó. Parecía no estar muy seguro de lo que debía hacer.

—Christow —observó por fin— era un hombre muy capaz... un hombre muy capaz.

La mirada de Poirot se posó de nuevo sobre el muerto. Seguía experimentando la curiosa impresión de que el muerto estaba más vivo que los vivos.

Se preguntó qué sería lo que le daba tal impresión.

Le contestó cortésmente a sir Enrique:

—Una tragedia como ésta es una verdadera desgracia —dijo.

—Esta clase de suceso más cae dentro de su campo de acción que del mío —dijo sir Enrique—. Creo que es la primera vez que me encuentro con un asesinato de cerca. Espero haber hecho lo que debía.

—Su proceder ha sido correcto —dijo Poirot—. Ha llamado usted a la policía y, hasta que ésta llegue y asuma la dirección, nada podemos nosotros hacer... salvo asegurarnos de que nadie toque el cadáver ni mueva cosa alguna que pueda ser útil a la investigación.

Al decir estas últimas palabras, dirigió una mirada a la piscina donde veía el revólver en el fondo de cemento, levemente deformado por la distorsión del agua.

Una de las cosas, pensó, ya había sido tocada y movida antes de que él hubiese podido impedirlo.

Pero, no; aquello había sido un accidente.

Sir Enrique murmuró, con repugnancia:

—¿Cree usted que debemos rondar por aquí? Hace algo de fresco. No creo que haya inconveniente en que nos metiésemos en el pabellón, ¿verdad?

Poirot, que había notado que tenía los pies húmedos y que mostraba cierta tendencia a tiritar, asintió de buena gana. El pabellón se hallaba junto a la piscina por el lado más alejado de la casa y por su abierta puerta les era posible ver toda la piscina, el cadáver y el sendero de la casa por el que llegaría la policía.

El pabellón estaba lujosamente amueblado con cómodos divanes y gayas alfombras indígenas. Sobre una mesa de hierro pintado había una bandeja de copas y una licorera llena de jerez.

—Le ofrecería algo de beber —dijo sir Enrique—, pero supongo que será mejor que no toque nada hasta que llegué la policía... aunque no creo que haya nada que pueda interesarles aquí. No obstante, es mejor ir sobre seguro. Veo que Gudgeon no había traído combinados aún. Estaba esperando a que usted llegara.

Los dos hombres se sentaron con cierto cuidado en dos sillones de mimbre cerca de la puerta para poder vigilar el sendero procedente de la casa.

Estaban algo cohibidos. Era una ocasión en que resultaba difícil charlar de inconsecuencias.

Poirot echó una mirada a su alrededor, tomando nota de todo detalle que le pareció anormal. Una capa cara, de zorro plateado, había sido echada sobre el respaldo de uno de los sillones. Se preguntó de quién podría ser. Su magnificencia algo ostentadora no armonizaba con ninguna de las personas que había visto hasta entonces.

Le preocupaba. Respiraba una mezcla de opulencia y de autopublicidad, características de que se habían mostrado carentes cuantos viera.

—Supongo que podemos fumar —dijo sir Enrique, ofreciéndole su pitillera a Poirot.

Antes de tomar el cigarrillo, Poirot olfateó el aire.

Perfume francés. Un perfume francés caro.

Sólo quedaban vestigios, pero se notaba y aquel aroma tampoco pudo asociarlo, mentalmente, con ninguno de los ocupantes de The Hollow.

Al inclinarse para encender el cigarrillo con el mechero que sir Enrique le ofrecía, se posó su mirada sobre una pila de cajas de cerillas, seis de ellas, colocadas sobre una mesa cerca de uno de los divanes.

Fue un detalle que se le antojó, indudablemente, singular.

Capítulo XII

—Las dos y media —dijo lady Angkatell.

Se encontraba en la sala con Midge y Eduardo. Detrás de la cerrada puerta del despacho de sir Enrique se oía el murmullo de voces. Hércules Poirot, sir Enrique y el inspector Grange se hallaban allá dentro.

Lady Angkatell suspiró:

—¿Sabes, Midge? Se me antoja que alguien debiera de hacer algo en lo que a comida se refiere. Parece, claro está, un poco de falta de sensibilidad sentarse a la mesa como si nada hubiera sucedido. Pero, después de todo, al señor Poirot le invitamos a comer... y probablemente tiene apetito. Y el que hayan matado a Juan Christow no puede darle a él un disgusto tan grande como a nosotros. Y, la verdad, aunque yo no siento el menor deseo de comer, Enrique y Eduardo deben tener muchas ganas después de haberse pasado la mañana cazando.

Eduardo Angkatell dijo:

—No te preocupes por mí, Lucía.

—Siempre has sido muy considerado, Eduardo. Y, luego, hay que contar con David... Observé que comía mucho anoche. Los intelectuales siempre parecen necesitar mucha comida. Y, a propósito, ¿dónde está David?

—Se retiró a su cuarto —dijo Midge—, después de haberse enterado de lo ocurrido.

—Sí, pues dio una muestra de tacto. Seguramente la situación le resultaría embarazosa. Porque, digan lo que digan, un asesinato siempre es embarazoso... disgusta a la servidumbre y estropea la rutina general. Tenemos cosas para comer. Afortunadamente, son buenas comidas frías. ¿Qué creéis que ha de hacerse con Gerda? ¿Algo en una bandeja? ¿Un poco de sopa bien sustanciosa?