Выбрать главу

El inspector volvió a mover afirmativamente la cabeza. Dijo:

—La señorita Savernake parece una joven serena y capaz en conjunto.

Las palabras iban desprovistas de énfasis; sin embargo, había algo en ellas que hizo que sir Enrique alzara vivamente la cabeza. Grange prosiguió:

—Y ahora, ¿lo reconoce usted?

Sir Enrique tomó el revólver y lo examinó. Se fijó en el número y lo comparó con la lista que tenía en un librito encuadernado en piel. Luego, cerrando el librito con un suspiro, dijo:

—Sí, inspector; forma parte de mi colección.

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—Ayer por la tarde. Estuvimos tirando al blanco un rato en el jardín, y ésta fue una de las varias armas que usamos.

—¿Quiénes fueron los que dispararon el revólver en esa ocasión?

—Creo que todo el mundo disparó por lo menos una vez con él.

—¿Incluso la señora Christow?

—Incluso la señora Christow.

—Y, ¿después de terminar ustedes de tirar?

—Guardé el revólver en su sitio habitual. Aquí.

Abrió el cajón de un escritorio grande. Estaba casi lleno de armas.

—Tiene usted una colección de armas de fuego muy grande, sir Enrique.

—Hace muchos años que tengo esa afición.

La mirada del inspector Grange descansó unos momentos, pensativa, sobre el ex gobernador de las islas Hollowene. Un hombre bien parecido, distinguido..., la clase de hombres a cuyas órdenes nada le hubiera importado servir él. Mejor dicho, un hombre a quien hubiera preferido de haber podido escoger entre su actual jefe y él. El inspector Grange tenía una opinión muy pobre del jefe de Policía del condado de Weald; no era más que un déspota y un cazador de laureles. Procuró concentrarse de nuevo en el asunto del momento.

—¿El revólver no estaría, naturalmente, cargado cuando lo guardó usted, sir Enrique?

—Claro que no.

—Y tiene usted las municiones..., ¿dónde?

—Aquí.

Sir Enrique sacó una llave de una de las gavetas y abrió con ella uno de los cajones inferiores de la mesa.

No podía ser más sencillo, pensó Grange. La Christow había visto dónde la guardaban. No había tenido más que acercarse y llevarse lo que quería. Los celos, se dijo, desquician a las mujeres. Apostaría diez contra uno a que se trata de un caso de celos. La cosa se aclararía en cuanto acabara con la rutina allí e investigara en Harley Street.

Se puso en pie y dijo:

—Gracias, sir Enrique. Ya le daré a conocer la fecha de la encuesta.

Capítulo XIII

Se comieron las ocas frías para cenar. Después de las ocas hubo natillas de caramelo, lo cual, según lady Angkatell, demostraba que la señora Medway tenía los sentimientos adecuados al caso.

La cocina, dijo, ofrecía un gran campo en que dar muestras de delicadeza de sentimientos.

—Ella sabe que las natillas de caramelo no son plato que nos guste demasiado. Resultaría un poco repugnante comer, a raíz de la muerte de un amigo, un dulce favorito de una. Pero las natillas de caramelo son tan fáciles..., tan resbaladizas... Y, además, una se deja parte en el plato.

Suspiró y dijo que confiaba que habrían obrado bien al permitirle a Gerda que regresara a Londres. Pero Enriqueta obró con corrección al acompañarla.

—Regresará aquí para la encuesta, naturalmente —prosiguió lady Angkatell, meditativa, comiendo natillas de caramelo—. Pero, claro está, quería darles la noticia a los niños con las debidas precauciones. Pudieran leer la noticia en los periódicos y no hay más que una francesa en casa..., ya sabe cómo son de excitantes..., una crisis de nerfs, posiblemente. Pero Enrique se encargará de ella. Y creo que Gerda estará bien allí. Probablemente mandará llamar a algunos parientes, hermanos quizá. Gerda es de la clase de persona que suele tener hermanas..., tres o cuatro..., y que vivirán, a buen seguro, en Tumbridge Wells.

—¡Qué ocurrencia más extraordinaria, Lucía! —dijo Midge.

—Bueno, querida, en Torquay, si lo prefieres. No; en Torquay no. Tendrían que tener por lo menos sesenta y cinco años para vivir en Torquay. En Eastbourne quizás. O en Saint Leonard.

Lady Angkatell echó una mirada a la última cucharada de natillas de caramelo, pareció compadecerse de ella, y la dejó de nuevo en su plato muy despacio, sin comérsela.

David, a quien sólo gustaban los dulces, miró su plato vacío.

Lady Angkatell se puso en pie.

—Creo que todos nos queremos acostar temprano esta noche —dijo— Han ocurrido tantas cosas..., ¿verdad? Una no se forma una idea, leyéndolas en los periódicos, de lo fatigantes que son. Me siento igual que si hubiera caminado quince millas... en lugar de no hacer nada más que estarme sentada..., aunque eso cansa también, porque a una no le gusta leer un libro o un periódico..., ¡resulta tan falto de sensibilidad! Aunque quizás el articulo de fondo del Observer no hubiera estado mal... pero no el News of the World[9]. ¿No estás de acuerdo conmigo, David? Me gusta saber lo que piensan los jóvenes, así una no pierde contacto.

David contestó en voz muy hueca que él nunca leía el News of the World.

—Yo siempre —anunció lady Angkatell—. Fingimos que lo compramos para la servidumbre; pero Gudgeon es muy comprensivo y nunca se lo lleva hasta después del té. Es un periódico la mar de interesante... que cuenta la de mujeres que se suicidan metiendo la cabeza en el horno de gas..., ¡una cantidad increíble de ellas!.

—¿Qué harán en las casas del porvenir, en que todo se hará por electricidad? —inquirió Eduardo Angkatell con una leve sonrisa.

—Supongo que no tendrán más remedio que resignarse y seguir viviendo..., que resulta mucho más sensato.

—Estoy en desacuerdo con usted, caballero —anunció David—. En eso de que las casas del porvenir estén completamente electrificadas. Puede haber calefacción comunal de suministros. Toda casa de obreros debiera poseer dispositivos para que se ahorraran cuantos trabajos fueran posibles.

Eduardo Angkatell se apresuró a decir que aquél era un asunto en el que temía no estar muy versado. David hizo un gesto de desdén.

Gudgeon entró con una bandeja en que llevaba el café. Se movía más despacio que de costumbre, como para dar la sensación de duelo.

—Ah, Gudgeon —dijo lady Angkatell—, esos huevos... Tenía la intención de marcarlos con la fecha, como de costumbre. ¿Quiere decirle a la señora Medway que se encargue de ello?

—Creo, milady, que hallará usted que todo se ha atendido satisfactoriamente —contestó el mayordomo. Carraspeó—. Me he cuidado yo, personalmente, del asunto.

—Oh, gracias, Gudgeon.

Y al salir, el hombre, murmuró:

—La verdad, Gudgeon es maravilloso. Toda la servidumbre se está portando maravillosamente. Y una les compadece tanto por tener a la Policía en casa... Debe de ser terrible para ellos. A propósito, ¿queda alguno?

—¿Policía quieres decir? —inquirió Midge.

—Sí. ¿No suelen dejar a uno plantado en el vestíbulo? O tal vez esté vigilando la puerta principal escondido en el seto, allá fuera.

—¿Por qué había de vigilar la puerta principal?

—La verdad, no lo sé. Eso es lo que hacen en las novelas. Y luego, asesinan a otro durante la noche.

—¡Lucía, por favor! —exclamó Midge.

Lady Angkatell la miró con curiosidad.

—Querida, ¡cuánto lo siento! Qué estúpida soy. Y, claro está, no pueden asesinar a nadie más. Gerda se ha ido a su casa... Quiero decir... ¡Oh, Enriqueta, querida, lo siento! No tenía intención de decir eso.

Pero Enriqueta no contestó. Estaba de pie junto a la mesita redonda contemplando la lista de tantos de la partida de bridge de la noche anterior.

Dijo, saliendo de su ensimismamiento:

—Perdona, Lucía, ¿qué decías?