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—Me preguntaba si quedaría en la casa algún policía sobrante.

—¿Como retales de un saldo? No lo creo. Todos se han vuelto a la comisaría, para escribir lo que hemos dicho en terminología policíaca.

—¿Qué estás mirando, Enriqueta?

—Nada.

Enriqueta cruzó hacia la repisa de la chimenea.

—¿Qué crees que estará haciendo Verónica Cray esta noche? —preguntó.

El rostro de lady Angkatell expresó algo muy parecido al pánico.

—¡Querida! ¿Crees acaso que vendrá aquí otra vez? Debe de haberse enterado de la noticia ya.

—Sí —asintió Enriqueta, pensativa—; tiene que haberse enterado.

—Y eso me recuerda... —dijo lady Angkatell—; es necesario que telefonee a los Clay. No podemos permitir que vengan a comer mañana como si no hubiera sucedido nada.

Salió de la estancia.

David, odiando a todos los parientes, dijo algo entre dientes de que quería consultar la Enciclopedia Británica. La biblioteca, pensó, resultaría un lugar bastante tranquilo.

Enriqueta se acercó a los ventanales, Eduardo la siguió.

La encontró parada fuera, contemplando el cielo. Dijo ella:

—No hace tanto calor como anoche, ¿verdad?

Eduardo respondió, con su agradable voz:

—No; hace bastante fresco.

Empezó a mirar la casa. Recorrió con la vista las ventanas. Luego dio media vuelta y contempló el bosque. Eduardo no tenía la menor idea de lo que la otra estaría pensando.

Hizo un movimiento hacia el ventanal.

—Más vale que entres. Hace frío.

Ella movió negativamente la cabeza.

—Me voy a dar un paseo. Hasta la piscina.

—¡Oh, Enriqueta! —dio un paso hacia ella—. Te acompañaré.

—No, gracias, Eduardo —la voz cortó tanto como el frío de la noche— Quiero estar a solas con mis muertos.

—¡Enriqueta! Querida..., yo no he dicho nada. Pero sí que sabes cuánto... cuánto lo siento.

—¿Lo sientes? ¿Que Juan Christow haya muerto?

Seguía su voz frágil y aguda.

—Quise decir... que lo sentía por ti, Enriqueta. Sé que tiene que haber sido... un golpe terrible.

—¿Golpe? Ah, pero yo soy muy dura, Eduardo. Puedo soportar los golpes. ¿Fue golpe para ti? ¿Qué sentiste cuando le viste tendido allí? Te alegraste, supongo. No te era simpático Juan Christow.

Eduardo murmuró:

—Él y yo... no temamos gran cosa en común...

—¡Qué bien lo expresas! De una forma tan contenida... Pero, la verdad es que una cosa teníais en común. ¡A mí! Los dos me queríais, ¿eh? Sólo que eso no servía de lazo de unión entre los dos... Todo lo contrario.

La luna asomó a través de una nube y Eduardo se sobresaltó al ver de pronto el rostro de ella, contemplándole. Inconscientemente, siempre veía a Enriqueta como proyección de la Enriqueta a la que había conocido en Ainswick. Para él, era siempre una muchacha risueña, de ojos vivaces, llenos de avidez y de expectación. La mujer que vio ahora le pareció una extraña, con ojos brillantes, pero fríos, que parecían mirarle con hostilidad.

Dijo, con sinceridad:

—Enriqueta, querida mía, créeme... sí que me conduelo contigo... en... en tu angustia... en la pérdida que acabas de sufrir.

Dijo ella en voz baja:

—Pero, ¿es dolor?

La pregunta le sobresaltó. Parecía hacérsela a sí misma, y no a él.

—Tan rápido... puede ocurrir con tanta rapidez... Un momento vivo, respirando. Y, al siguiente... muerto.... desaparecido... el vacío. ¡Oh, el vacío! Y henos aquí a nosotros, a todos nosotros, comiendo natillas de caramelo y diciendo que estamos vivos... Y Juan, que estaba más vivo que todos nosotros, está muerto. Me digo la palabra, una vez tras otra. Para mis adentros. Muerto... muerto... muerto, muerto. Y al fin no tiene significado... no tiene significado en absoluto... no quiere decir nada. No es más que una palabrita rara, como el chasquido de una rama podrida. Muerto... muerto.... muerto... muerto. Es como un tamtam, ¿verdad?, sonando en la selva virgen. Muerto... muerto... muerto... muerto...

—¡Enriqueta, calla! ¡Calla por el amor de Dios!

Ella le miró con curiosidad.

—¿No sabías que ésos serían mis sentimientos? ¿Qué creías? ¿Que me sentaría a llorar dulcemente, con la cara hundida en un pañuelito muy mono mientras tú me tomabas la mano? Que sería un golpe terrible, pero que al poco rato me iría reponiendo. Y que tú me consolarías muy bien. Eres agradable, Eduardo. Eres muy agradable. Pero resultas tan... tan inadecuado.

Él retrocedió. Se tornó rígido su semblante. Dijo:

—Eso siempre lo he sabido.

Enriqueta prosiguió con ferocidad:

—¿Qué crees tú que ha sido para mí toda la noche, sentados unos y otros por ahí, muerto Juan y sin que a nadie más que a Gerda y a mí nos importara? Tú, contento; David, cohibido; Midge, angustiada, y Lucía disfrutando del News of the World que, de periódico, se había convertido para ella en palpitante realidad. ¿No te das cuenta de cuan parecido a una fantástica pesadilla es todo esto?

Eduardo nada dijo. Dio un paso atrás, quedando en la oscuridad.

Mirándole, Enriqueta dijo:

—Esta noche... nada me parece real, nada lo es para mí... ¡salvo Juan!

Eduardo dijo con voz comedida:

— Lo sé... Yo no soy muy real.

—¡Qué bestia soy, Eduardo! Pero no puedo remediarlo. No puedo menos de mostrarme resentida de que Juan, que estaba vivo, esté muerto.

—Y que yo, que estoy medio muerto, esté vivo.

—No quise decir eso, Eduardo.

—Yo creo que sí, Enriqueta. Yo creo que tal vez tengas razón.

Ella, sin embargo, murmuraba, pensativa, volviendo a su primera idea:

—Pero no es dolor. Quizá no sea yo capaz de sentir dolor. Tal vez no lo sienta nunca. Y, no obstante, me gustaría sentir dolor por Juan.

Sus palabras le parecieron a él fantásticas. Pero aún quedó más sobresaltado al agregar la muchacha de pronto, con voz determinada:

—Es preciso que vaya a la piscina.

Se alejó por entre los árboles.

Eduardo entró en casa de nuevo, andando con rigidez. Midge alzó la cabeza al entrar. Tenía el rostro gris y demacrado. Parecía haberse quedado sin sangre.

No oyó la exclamación que Midge ahogó inmediatamente.

Se acercó a una silla maquinalmente y se sentó. Como si comprendiera que se esperaba algo de él, dijo:

—Hace frío.

—¿Tienes mucho frío, Eduardo? ¿Quieres que... que te... que te encienda fuego?

—¿Cómo?

Midge tomó una caja de cerillas de la repisa de la chimenea. Se arrodilló, y prendió fuego a la leña. Miró cautelosamente, de soslayo, a Eduardo. No se daba cuenta, se dijo, de nada de lo que había a su alrededor.

Dijo:

—Él fuego es agradable. Le calienta a uno.

«¡Qué cara de frío tiene! —pensó—. Pero, ¡no es posible que haga tanto frío! ¡Es Enriqueta! ¿Qué le habrá dicho?»

—Acerca más tu silla, Eduardo. Aproxímate al fuego.

—¿Cómo?

—Tu silla. Al fuego.

Le estaba hablando ahora en voz muy alta. Y despacio, como a un sordo.

Y, de pronto, tan de pronto que el corazón le dio un vuelco de alivio, Eduardo, el verdadero Eduardo, volvió a asomar. Sonriéndole con dulzura.

—¿Me has estado hablando, Midge? Lo siento. Me temo que estaba... pensando en algo.

—Oh, no fue nada. Sólo el fuego.

Chisporroteaba la leña y unas pinas ardían con llama brillante y clara. Eduardo las miró. Dijo:

—Es un fuego muy agradable.

Tendió las largas y delgadas manos hacia la llama, sintiendo el alivio de la tensión.

Midge dijo:

—Siempre quemábamos piñas en Ainswick.

—Y lo sigo haciendo. Se entra un cesto de ellas todos los días y se coloca junto a la chimenea.

Eduardo en Ainswick. Midge entornó los ojos, imaginándoselo. Se sentaría, pensó, en la biblioteca, en el lado occidental de la mesa. Había una magnolia que casi tapaba una ventana y que llenaba la estancia de una luz verde dorada por las tardes. Por la otra ventana, se veía el césped y una sequoia parecía montar guardia. Y, a la derecha, estaba la gran haya cobriza.