—Si los monos se hubieran conformado con los rabos... —murmuró lady Angkatell, que se hallaba junto al bufet, contemplando, distraída una fuente de riñones—. Es un verso que aprendí de pequeña; pero no me acuerdo de cómo sigue. He de charlar un rato contigo, David, y ponerme al corriente de todas las ideas nuevas. Por lo que veo, una debe odiar a todo el mundo, pero al mismo tiempo darles asistencia médica gratuita, mucha más cultura, ¡pobres criaturas, meter como un rebaño a todos esos niños indefensos en una escuela todos los días!, y aceite de hígado de bacalao a los nenes, haciéndoselo tragar a viva fuerza si no se lo toman por las buenas..., ¡con lo desagradable y maloliente que es!
Lucía, pensó Midge, estaba obrando aproximadamente igual que siempre.
Y Gudgeon, cuando se cruzó con ella en el vestíbulo, también parecía tener el aspecto de costumbre. La vida había vuelto a su cauce normal en The Hollow, al parecer. Habiéndose marchado Gerda, todo lo sucedido parecía un sueño.
Fuera sonó el crujido de la grava bajo las ruedas de un coche y el automóvil de sir Enrique se detuvo. Había pasado la noche en su club y emprendió el camino de regreso a The Hollow a primera hora de la mañana.
—¿Todo marchó bien? —inquirió lady Angkatell.
—Sí. Estaba allí la secretaria, una muchacha de mucha capacidad. Asumió ella la dirección de todo. Hay una hermana, al parecer. La secretaria la telegrafió.
—Ya sabía yo que la habría —dijo lady Angkatell—. ¿En Tumbridge Wells?
—Creo que en Bexhill —contestó sir Enrique, mirándola intrigado.
—Seguramente —Lucía pareció estudiar a Bexhill mentalmente—. Sí; probablemente.
Gudgeon se acercó.
—El inspector Grange telefoneó a sir Enrique. La encuesta se celebrará el miércoles a las once de la mañana.
Sir Enrique asintió con la cabeza. Dijo Lucía:
—Midge, más vale que telefonees a tu tienda.
Midge se dirigió muy despacio, al teléfono.
Su vida había sido siempre tan normal, tan vulgar, que le pareció que carecería de frases para explicarle a su jefe que, al cabo de cuatro días de vacaciones, no le era posible volver a su trabajo debido a que se hallaba complicada en un asesinato.
No sonaba creíble. Ni siquiera lo sentía creíble.
Y madame Alfrege no era persona a quien resultara fácil explicarle cosa alguna en ningún momento.
Midge cuadró la mandíbula y descolgó el auricular.
Todo resultó tan desagradable como ella había esperado. La voz ronca de la vitriólica judía sonó, furiosa, por el aparato.
—¿Qué ez ezo, ceñorita Hardcazle? ¿Una muerte? ¿Un entierro? ¿No zabe uzted de zobra que ando falta de brazoz? ¿Uzted cree que voy a aguantar ezcuzaz? ¡Ah, cí! ¡Ceguramente lo eztá uzted pazando muy bien!
Midge la interrumpió hablando aguda y claramente:
—Me lo impide la policía.
—¿La policía? ¿La policía ha dicho? —casi era un alarido—. ¿Anda uzted mezclada con la policía?
Midge apretó los dientes y continuó explicando. Era raro cuan sórdido lo hacía parecer todo aquella mujer con la que estaba hablando. Un vulgar caso policíaco. ¡Qué alquimia había en los seres humanos!
Eduardo abrió la puerta y entró. Al ver que Midge telefoneaba, inició la retirada. Ella le contuvo.
—Quédate, Eduardo, por favor. Oh, quiero que te quedes aquí.
La presencia de Eduardo en el cuarto le daba fuerzas, hacía de antídoto contra el veneno.
Destapó de nuevo la boquilla.
—¿Cómo? Sí. Lo siento, madame. Pero, después de todo, la culpa no es mía...
La voz desagradable y ronca gritaba, furiosamente:
—¿Quiénez zon ezoz amigoz zuyoz? ¿Qué claze de gente ez para que tenga a la policía allí y para que maten en zu caza a un hombre? ¡Ganaz me dan de no volverla a admitir! No puedo conzentir que el nombre de mi eztablecimiento pierda.
Midge dio contestaciones sumisas. Colgó el auricular por fin con un suspiro de alivio. Estaba alterada y sentía náuseas.
—Es la casa en que trabajo —explicó—. Tuve que decirles que no estaría de vuelta hasta el jueves, debido a la encuesta... a la policía.
—Espero que se mostrarían comprensivos. ¿Qué tal es esa tienda de vestidos? ¿Es simpática la dueña? ¿Resulta agradable trabajar con ella?
—¡No diría yo tanto! Es una judía del barrio de Whitechapel[10], con el pelo teñido.
—Pero mi querida Midge...
La cara de consternación de Eduardo casi la hizo romper a reír. Tan preocupado estaba.
—Pero, hija mía tú no puedes aguantar eso. Si has de trabajar, has de tomar un empleo donde el ambiente sea armonioso y la gente con quien trabajes te sea simpática.
Midge le miró unos segundos sin contestar.
¿Cómo explicarle, pensó, a una persona como Eduardo? ¿Qué sabía Eduardo de colocaciones, de lo difícil que resultaba encontrar un empleo?
Y, de pronto, una oleada de amargura la invadió. Lucía, Eduardo, sí; hasta Enriqueta, estaba separada de todos ellos por un abismo infranqueable, el abismo que separa a la gente acomodada de los que tienen necesidad de trabajar.
No tenían la menor idea de lo difícil que era conseguir un empleo y, habiéndolo obtenido, de conservarlo. Podría decirse, tal vez, que en rigor, no había necesidad de que ella se ganara la vida. Lucía y Enriqueta la hubiesen acogido gustosas, en su hogar. Y, con igual alegría, le hubieran señalado una pensión. Eduardo también hubiese hecho esto último de muy buena gana.
Pero Midge se rebelaba ante la idea de aceptar la vida fácil que sus parientes acomodados le ofrecían. El acudir en contadas ocasiones a casa de Lucía y compartir su vida bien ordenada y de lujo resultaba delicioso. Podía disfrutar de veras en tales ocasiones. Cierta independencia de espíritu, no obstante, le impedía aceptar semejante vida como un regalo. Esa misma manera de pensar no le había permitido establecerse por su cuenta con dinero como préstamo de sus parientes y amigos. Tenía demasiadas cosas para eso.
No pedía dinero alguno prestado. No haría uso de ninguna influencia. Había encontrado empleo con un sueldo de cuatro libras esterlinas a la semana. Y, si bien había logrado colocación porque madame Alfrege confiaba que Midge atraería a sus amigas «elegantes» a la tienda y les haría comprar, madame Alfrege se había llevado un chasco. Midge desanimaba a toda amiga suya a quien pudiera ocurrírsele semejante idea.
No se hacía ilusiones de ninguna clase. El establecimiento le era antipático. Madame Alfrege, también. Odiaba el tenerse que mostrar siempre sumisa y servil con la clientela mal educada y falta de la más elemental cortesía. Pero dudaba mucho que pudiera encontrar un empleo que le gustara más, puesto que no contaba con los conocimientos necesarios.
El que Eduardo supusiera que contaba con una variedad muy grande de empleos entre los que escoger le resultaba insoportable e irritante aquella mañana. ¿Con qué derecho vivía Eduardo en un mundo tan divorciado de la realidad?
Eran Angkatell todos ellos. Y ella..., ¡ella sólo era Angkatell a medias! Y a veces, como aquella mañana, no se sentía Angkatell en absoluto. Era totalmente hija de su padre.
Pensó en su padre con la misma sensación de amor y de pesar de siempre. Un hombre que había luchado años y años dirigiendo un pequeño negocio de familia que a pesar de todos sus esfuerzos y todos sus cuidados, había forzosamente de ir en continua baja. No porque él careciese de capacidad, sino como consecuencia de los crecientes progresos.
Por raro que parezca, Midge había centrado toda su devoción, no en su madre, la brillante Angkatell, sino en su pacífico y cansado padre. Cada vez que regresaba de aquellas visitas hechas a Ainswick, y que constituían la máxima alegría de su vida, respondía a la muda pregunta reflejada en los ojos cansados y que, al mismo tiempo, era como una excusa porque él no podía ofrecerle algo semejante, echándole los brazos al cuello y diciéndole: