—Me alegro de estar de vuelta en casa... Me alegro de estar de vuelta en casa.
La madre había muerto teniendo Midge trece años. A veces, Midge se daba cuenta de que sabía muy poco de su madre. Era para ella una figura vaga, encantadora, alegre. ¿Se había arrepentido de su matrimonio, de aquel matrimonio que la había sacado del círculo de la familia Angkatell? Midge no tenía la menor idea. El padre se había tornado más gris y más callado después de la muerte de su esposa. Su lucha contra la extinción de su negocio se había hecho cada día más inútil. Había muerto pacífica e inconspicuamente cuando Midge tenía dieciocho años.
Midge había pasado temporadas con varios de los Angkatell, había aceptado regalos de ellos, lo había pasado muy bien en su compañía; pero se había negado a depender económicamente de su buena voluntad. Y a pesar de lo mucho que les quería, había veces, como aquélla, en que se sentía repentina y violentamente divergente de ellos.
Pensó con rencor:
«¡No saben nada!»
Eduardo, de una gran sensibilidad, como siempre, la estaba mirando, intrigado. Preguntó con dulzura:
—¿Te he disgustado? ¿Por qué?
Lucía entró en el cuarto. Se hallaba en plena conversación, una de esas conversaciones que iniciaba mentalmente y luego continuaba en voz alta:
—...es que una no sabe, en realidad, si preferiría el Ciervo Blanco a nosotros.
Midge la contempló boquiabierta y luego transfirió su mirada a Eduardo.
—Es inútil que mires a Eduardo —advirtió lady Angkatell—. Eduardo no sabría qué decir. Tú, Midge, eres siempre tan práctica...
—No sé de qué estás hablando, Lucía.
Lucía puso cara de sorpresa.
—La encuesta, querida. Gerda tiene que asistir a ella. ¿Debiera alojarse aquí? O... ¿ir al Ciervo Blanco? Los recuerdos serán dolorosos aquí, claro está. Pero después de todo, en el Ciervo Blanco habrá gente que le mirará con curiosidad, y Dios sabe cuántos periodistas. El miércoles, ¿sabes?, a las once. O..., ¿es a las once y media? —una sonrisa iluminó el rostro de lady Angkatell—. ¡Jamás he estado en una encuesta! He pensado en mi vestido gris... y sombrero, claro está, como si fuese a la iglesia..., pero guantes, no.
»¿Quieres que te diga una cosa? —prosiguió, cruzando el cuarto, descolgando el auricular del teléfono y contemplándolo—. ¡No creo que tenga más guantes que los de trabajar en el jardín en estos tiempos! Y claro, una barbaridad de estos tan largos para llevar de noche, que aún conservo de los tiempos de gobernadora. Los guantes resultan un poco estúpidos, ¿no os parece?
—Para lo único que sirven es para no dejar huellas dactilares cuando se comete un crimen —dijo Eduardo sonriendo.
—Es muy interesante que digas eso, Eduardo..., muy interesante. ¿Qué estoy haciendo con esto?
Lady Angkatell miró al aparato telefónico con leve disgusto.
—¿ibas a telefonear a alguien?
—No lo creo.
Lady Angkatell sacudió la cabeza y volvió a colgar cuidadosamente el auricular.
Miró a Eduardo y luego a Midge.
—Eduardo, no creo que debieras disgustar a Midge. A Midge le afectan las muertes violentas mucho más que a nosotros.
—Pero, Lucía —exclamó Eduardo—, si sólo me estaba preocupando por el sitio en que trabaja Midge... A mí me parece imposible.
—Eduardo opina que debiera tener un jefe delicioso y simpático que me apreciara —explicó secamente la muchacha.
—En serio, Midge —dijo Eduardo—, estoy preocupado.
Ella le interrumpió:
—Esa maldita mujer me paga cuatro libras esterlinas a la semana. Eso es lo único que me importa.
Pasó por delante de él y salió al jardín.
Sir Enrique estaba sentado en el sitio de costumbre, sobre el bajo muro; pero Midge torció y subió la senda en dirección al paseo de flores.
Sus parientes eran encantadores, pero le estorbaba su encanto aquella mañana.
David Angkatell estaba sentado en el banco de la parte más alta de la senda.
David no tenía nada de encantador; conque Midge se fue derecha a él y se sentó a su lado, observando con maliciosa satisfacción su gesto de disgusto.
Cuan difícil resultaba, pensó David, huir de la gente.
Le habían echado de su cuarto las incursiones de las doncellas armadas de paños para quitar el polvo, cubos y escobas.
La biblioteca y la Enciclopedia Británica no habían resultado el santuario que con tanto optimismo había esperado que fueran. Lady Angkatell había entrado un par de veces, dirigiéndole bondadosamente palabras a las que no parecía haber contestación inteligible alguna.
Había salido a condolerse, a solas, de su situación. El simple fin de semana al que de mala gana se había comprometido, habíase alargado ahora como consecuencia de las exigencias relacionadas con una muerte repentina y violenta.
David, que prefería la contemplación de un pasado académico o la discusión del porvenir de la izquierda, carecía de aptitudes para enfrentarse con un presente violento y realista. Como le había dicho a lady Angkatell, él no leía el News of the World. Pero el News of the World había venido a The Hollow.
¡Asesinato! David se estremeció de repugnancia. ¿Qué pensarían sus amigos? ¿Cómo se tomaban el asesinato? ¿Cuál era la actitud de uno? ¿De aburrimiento? ¿De disgusto? ¿De leve distracción o diversión?
Como quiera que estaba tratando de llegar a una decisión sobre este punto, le hizo poquísima gracia que le fuera a turbar Midge. La miró con inquietud cuando se sentó a su lado.
Le sobresaltó el gesto de desafío con que le devolvió la mirada. Una muchacha desagradable, sin valor intelectual alguno.
Preguntó Midge:
—¿Qué tal, te gustan tus parientes?
David se encogió de hombros. Dijo:
—En realidad..., ¿piensa uno en alguno de los parientes acaso?
Dijo Midge:
—¿Acaso piensa uno en algo?
«Tú en nada, sin duda alguna», se dijo para sus adentros David. Luego, casi con amabilidad:
—Analizaba mis reacciones ante un asesinato.
—Desde luego es curioso —murmuró Midge— encontrarse en uno.
David suspiró y dijo:
—Fastidioso —ésa era, pensó, la mejor actitud. Todos los clisés, todas las frases hechas, todas las situaciones manidas que uno creía no tenían existencia fuera de las páginas de una novela policíaca.
—Debes estar arrepentido de haber venido —dijo Midge.
David volvió a suspirar.
—Sí; hubiese podido estar en casa de un amigo mío en Londres.
Y agregó:
—Tiene una librería izquierdista.
—Supongo que se está más cómodo aquí.
—¿Le importa a uno la comodidad en rigor? —inquirió David con desdén.
—Hay veces —afirmó Midge— en que me parece que es lo único que me importa.
—La actitud de los mimados de la fortuna —dijo David—. Si fueras una trabajadora...
Midge le interrumpió.
—Lo soy. Precisamente por eso me resulta tan atractivo el gozar de las comodidades. Camas blancas, almohadas de edredón..., el desayuno en la cama..., un baño de porcelana con agua caliente a discreción... y deliciosas sales de baño. Una de esas butacas en que una se hunde de verdad...
Midge hizo una pausa en la enumeración.
—Los trabajadores —dijo David— debieran tener todas esas cosas.
Pero estaba un poco dudoso en cuanto se refería al desayuno en la cama. Sonaba imposiblemente sibarítico para un mundo seriamente organizado.
—No podría estar más de acuerdo contigo de lo que estoy —aseguró Midge de todo corazón.
Capítulo XV
Cuando Hércules Poirot disfrutaba de una taza de chocolate a media mañana, le interrumpió el timbre del teléfono. Se puso en pie y descolgó el auricular.