—Sí —asintió Poirot—; pero ya me lo figuro.
Un cuadro hábilmente construido... Juan Christow o intrigas amorosas con enfermeras del hospital... las oportunidades de la vida de un médico... razones de sobra para celos de Gerda que habían culminado por fin en un asesinato.
Sí; un cuadro hábilmente sugerido, concretando la atención en el ambiente de Harley Street... lejos de The Hollow, lejos del momento en que Enriqueta Savernake, dando un paso hacia delante, le había quitado el revólver a Gerda Christow. Y lejos de aquel otro momento en que Juan, moribundo, había dicho: Enriqueta.
Abriendo de pronto los ojos que había tenido entornados, Hércules Poirot preguntó con irresistible curiosidad:
—¿Juegan sus hijos con un Meccano?
—¿Eh? ¿Cómo? —el inspector salió de su momentáneo ensimismamiento y miró boquiabierto a Poirot—. Pero, ¿qué diantre...? Si quiere que le diga la verdad, son un poco pequeños..., pero estaba pensando en regalarle a Eduardito un Meccano para la festividad de Nochebuena. ¿Por qué lo pregunta?
Poirot movió negativamente la cabeza.
Lo que hacía peligrosa a lady Angkatell, pensó, era el hecho de que aquellas deducciones intuitivas y fantásticas a las que con tanta facilidad se entregaba, pudieran resultar con frecuencia acertadas. Con palabras despreocupadas (¿aparentemente despreocupadas?) construía un cuadro. Y si parte del cuadro resultaba cierto, ¿no creería uno, a pesar suyo, que el resto era cierto también?
El inspector Grange estaba hablando.
—Hay un punto que quisiera consultar con usted, monsieur Poirot. Esa señorita Cray, la actriz..., se da un paseo hasta aquí para pedir prestadas unas cerillas. Si deseaba pedir cerillas, ¿por qué no fue a casa de usted, que está a un paso de distancia de la suya? ¿Qué necesidad tenía de caminar media milla?
Hércules Poirot se encogió indiferentemente de hombros.
—Pudiera haber razones. Razones, de vanidad..., las llamamos así... Mi casita es pequeña, poco importante. Yo sólo soy un señor que viene aquí a pasar los fines de semana. Pero sir Enrique y lady Angkatell son importantes... Viven aquí... Son los que suelen llamar de «postín». Esta señorita, Verónica Cray, puede haber deseado conocerles... Y después de todo, ésa era una manera como cualquier otra de conseguirlo.
El inspector se puso en pie.
—Sí —dijo—; eso es muy posible, claro está; pero uno no se puede permitir el lujo de olvidar detalle. Sea como fuere, no dudo que todo marchará como una seda. Sir Enrique ha identificado el arma como parte integrante de su colección. Parece ser que estuvieron tirando con ella al blanco la tarde anterior. Lo único que tenía que hacer la señora Christow era entrar en el estudio y sacarla de donde había visto que la ponía sir Enrique junto con las municiones. Es la mar de sencillo.
—Sí —murmuró Poirot—, todo parece la mar de sencillo. Sí.
Así, pensó, cometería un crimen una mujer como Gerda Christow. Sin subterfugios ni complejidad, empujada repentinamente a la violencia por la amarga angustia de un temperamento estrecho, sin grandes horizontes, pero profundamente amoroso.
Y, sin embargo, era de creer, era de creer que habría tenido algún instinto de conservación. O..., ¿habría obrado con esa ceguera que oscurece el espíritu cuando se descarta por completo la razón?
Recordó su semblante vacuo, aturdido.
No sabía. No sabía en verdad qué pensar. Pero se le antojaba que debía saberlo.
Capítulo XVI
Gerda Christow se sacó el vestido negro por encima de la cabeza y lo dejó caer en una silla.
La incertidumbre hacía lastimera su mirada. Dijo:
—No sé... De verdad que no sé. Nada parece importar.
—Comprendo, querida, comprendo.
La señora Patterson era bondadosa, pero firme. Sabía exactamente cómo tratar a la gente que había sufrido una pérdida. «Elisa es maravillosa en una crisis», decía de ella su familia.
En aquel momento se hallaba sentada en la alcoba de su hermana Gerda en Harley Street, ejerciendo sus «maravillas». Elisa Patterson era alta y delgada, de modales enérgicos. Estaba mirando ahora a Gerda con una mezcla de irritación y de compasión.
—¡Pobre Gerda querida! Era una tragedia que hubiese perdido a su esposo de una manera tan terrible. Y vaya, ni aún ahora parecía darse cuenta de las... buenas, bueno, las complicaciones, no con exactitud, por lo menos. Claro, reflexionó la señora Patterson, Gerda siempre había sido terriblemente lenta de comprensión. Y había que tener en cuenta también el efecto del golpe sufrido.
Dijo:
—Yo en tu lugar escogería ese marocain negro de doce guineas.
Una tenía que decidir siempre por Gerda.
Gerda permaneció inmóvil con el entrecejo fruncido. Dijo vacilante:
—La verdad es que no sé si le gustaba el luto a Juan. Me parece haberle oído decir una vez que no.
Juan, pensó. Si siquiera estuviera Juan aquí ahora para decirme lo que debo hacer...
Pero Juan ya no volvería a estar allí. Nunca... nunca... nunca... El cordero quedándose frío... congelándose en la mesa... El golpe de la puerta del consultorio, Juan subiendo los escalones de dos en dos, siempre con prisa, tan vital, tan vivo...
Vivo.
Tendido boca arriba junto a la piscina... el lento goteo de la sangre por el borde... el contacto del revólver en su mano...
Una pesadilla, un sueño horrible. Dentro de unos momentos se despertaría y nada de ello sería verdad.
La voz enérgica de su hermana cortó a través de sus nebulosos pensamientos.
—Es preciso que tengas algo negro para la encuesta. Parecería muy raro que te presentaras vestida de color azul claro.
Gerda dijo:
—¡Esa horrible encuesta!
Y medio cerró los ojos.
—Terrible para ti, querida —se apresuró a decir Elisa Patterson—. Pero cuando haya terminado, vendrás con nosotros y nosotros te cuidaremos bien.
La nebulosa de los pensamientos de Gerda Christow adquirió mayor consistencia. Dijo con susto, casi con pánico:
—¿Qué voy a hacer yo sin Juan?
Elisa Patterson sabía la contestación a eso.
—Tienes a tus hijos. Tienes que vivir para ellos.
Zena, sollozando y llorando. «¡Mi papá ha muerto!» Tirándose de la cama. Terry, pálido, interrogador, sin derramar lágrima alguna.
Un accidente con un revólver, les había dicho: el pobre papá había sido víctima de un accidente.
Beryl Collins (¡qué buena y previsora!) había recogido los periódicos de la mañana para que los niños no los vieran. Había puesto sobre aviso a la servidumbre también. En verdad Beryl se había mostrado muy bondadosa y muy previsora.
Terencio, presentándose a su madre en la sala débilmente iluminada, con los labios contraídos, el rostro casi verde en su palidez.
—¿Por qué pegaron un tiro a papá?
—Fue un accidente, querido. No... no puedo hablar de eso.
—No fue un accidente. ¿Por qué dices lo que no es verdad? A papá lo mataron. Fue un asesinato. Lo dice el periódico.
—Terry, ¿cómo lograste un periódico? Le dije a la señorita Collins...
Él había movido la cabeza afirmativamente. La había sacudido varias veces, como un anciano.
—Salí y compré uno, naturalmente. Comprendí que publicaban algo que tú no nos contabas. De lo contrario, ¿por qué había de esconderlos la señorita Collins?
Nunca había servido de nada ocultarle la verdad a Terry. Siempre había que satisfacer aquella extraña e impersonal curiosidad científica suya.
—¿Por qué le mataron, mamá?
Se le habían desquiciado entonces los nervios. Le había dado un ataque de histeria.
—No me preguntes nada de eso... no hables de ello... No puedo hablar de ello... es demasiado terrible.