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—Pero lo averiguarán, ¿verdad? Quiero decir... tienen que averiguarlo. Es necesario.

Tan razonable, tan impersonal. Hacía que le entraran a Gerda ganas de chillar, de reír, de llorar. Pensó: «No le importa... no puede importarle... no hace más que hacer preguntas. ¡Si no ha llorado siquiera!»

Terencio había marchado, esquivando los cuidados de su tía Elisa, un niño pequeño, de rostro rígido y contraído, muy solo. Siempre se había sentido solo. Pero no había importado eso hasta aquel día.

Aquel día, pensó, era distinto. ¡Si siquiera hubiese alguien capaz de contestar razonable e inteligentemente a sus preguntas!

Mañana, martes, él y Nicholson hijo iban a fabricar nitroglicerina. Habían estado esperando con emoción el día. La emoción había desaparecido. Ya no le importaba, aunque no llegase a fabricar nitroglicerina nunca.

Terencio se sentía casi escandalizado de sí mismo. ¡No importarle ya un experimento científico! Pero cuando al padre de uno le habían asesinado... Pensó: «Mi padre asesinado.»

Y algo se conmovió dentro de él, algo se movió, echó raíces, creció... una ira sorda, lenta...

Beryl Collins llamó a la puerta de la alcoba y entró. Estaba pálida, pero serena. Dijo:

—El inspector Grange está aquí.

Y al exhalar Gerda una exclamación y mirarla lastimera, Beryl prosiguió apresuradamente:

—Dijo que no habría necesidad de molestarla. Hablará unos momentos con usted antes de irse; pero se trata sólo de unas cuantas preguntas acerca de los pacientes del doctor Christow y yo puedo decirle todo lo que desea saber.

—¡Oh!, gracias, Collins.

Beryl se retiró y Gerda exclamó con un suspiro:

—Collins es una ayuda tan grande... Es tan práctica...

—En efecto —asintió la señora Patterson—. Una excelente secretaria, muy segura. Es bastante fea la pobre, ¿verdad? Siempre he opinado que eso era preferible. Sobre todo con un hombre tan atractivo como Juan.

Gerda estalló:

—¿Qué quieres decir con eso? Elisa, Juan jamás hubiera... jamás hubiera... Hablas como si Juan hubiera flirteado o hecho algo malo de haber tenido una secretaria bonita. Juan, en el referido aspecto, no era así ni muchísimo menos.

—Claro que no, querida. Pero, después de todo, ¡una ya sabe cómo son los hombres!

En el consultorio, el inspector Grange se encaró con la mirada serena y beligerante de Beryl Collins. Era beligerante, lo notó en seguida. Bueno, quizás eso fuera, después de todo, natural.

«Fea de verdad —pensó—. Nada entre ella y el médico, creo yo. Ella puede haber estado enamorada de él, sin embargo. A veces salen las cosas así.»

Pero no aquella vez. Llegó a esta conclusión cuando se retrepó en su asiento un cuarto de hora más tarde. Las contestaciones que había dado Beryl a sus preguntas eran verdaderos modelos de claridad. Respondió sin vacilaciones y era evidente que conocía al dedillo todo lo relacionado con el consultorio. Cambió de táctica y empezó a sondear con mucho cuidado, cuáles eran las relaciones existentes entre el médico y su mujer.

Habían estado, dijo Beryl, en excelentes relaciones.

—¿Supongo que regañarían de vez en cuando como todos los matrimonios?

La voz del inspector era confidencial.

—No recuerdo ninguna riña. La señora Christow estaba muy enamorada de su esposo..., hasta el punto de ser una verdadera esclava.

Tenía su tono cierto dejo de desprecio que no se le escapó al inspector.

«Tiene algo de pesimista esta chica», pensó.

Y en voz alta:

—No defendía sus derechos, ¿eh?

—No. Todo giraba alrededor del doctor Christow.

—Un tirano, ¿eh?

Beryl estudió la pregunta antes de contestar.

—No. No diría yo tanto. Pero era lo que yo llamaría un hombre muy egoísta. Daba por sentado que la señora Christow estaría siempre de completo acuerdo con las ideas de él.

—¿Tuvo dificultades con alguna de sus pacientes? Con mujeres quiero decir. No vacile en ser franca, señorita Collins. Ya se sabe que los médicos tropiezan con dificultades por este lado.

—¡Oh, eso! —la voz de Beryl era desdeñosa—. El doctor Christow sabía resolver todas las dificultades de esa clase que se le presentaran. Tenía un trato excelente para los enfermos.

Agregó:

—Era un médico maravilloso en verdad.

Y se notaba en su voz cierta admiración concedida como a regañadientes.

Grange preguntó:

—¿Estaba enredado con alguna mujer? No sea usted excesivamente leal, señorita Collins. Es importante que lo sepamos.

—Sí; eso lo comprendo. Pero que yo sepa, no.

Un poco demasiado brusca la contestación, pensó Grange. No lo sabe. Pero tal vez lo adivina o tenga sus sospechas.

Preguntó bruscamente:

—¿Y la señorita Enriqueta Savernake?

Beryl comprimió los labios.

—Era amiga del doctor Christow, ¿verdad?

—¿No... no hubo desavenencia alguna entre el doctor y la señora Christow por culpa de ella?

La contestación fue rotunda. (¿Demasiado rotunda?):

—Claro que no.

El inspector cambió de terreno.

—¿Y la señorita Verónica Cray?

—¿Verónica Cray?

El tono de Beryl era de asombro puro.

—Era amiga del doctor Christow, ¿verdad?

—Jamás he oído hablar de ella. Es decir, me parece recordar el nombre...

—La actriz cinematográfica.

La frente de Beryl se despejó.

—¡Pues claro! ¡Ya decía yo que el nombre no me era desconocido! Pero no tenía la menor idea de que el doctor Christow la conociese.

Parecía tan segura y sincera que el inspector abandonó inmediatamente el tópico. La interrogó a continuación acerca del estado de ánimo y comportamiento del doctor el sábado anterior. Y aquí por primera vez Beryl dio muestras de menos seguridad en sus hasta ahora claras contestaciones.

—No parecía del todo como de costumbre.

—¿En qué estribaba la diferencia?

—Parecía distraído, ensimismado. Transcurrió un buen rato antes de que diera orden de que pasara su última paciente. Y, sin embargo, normalmente, siempre tenía prisas por acabar cuando había de marchar fuera. Pensé, sí, pensé, decididamente, que algo le preocupaba.

Pero no podía ser más explícita.

El inspector Grange no estaba muy satisfecho del resultado de sus investigaciones. Andaba muy lejos de haber hallado un móvil, y era preciso encontrar uno bien definido antes de poder entregar el asunto al fiscal.

Estaba completamente seguro de que Gerda Christow había matado a su marido. Sospechaba que los celos eran el móvil, pero hasta entonces no había encontrado ni una sola prueba. El sargento Combes se había encargado de interrogar a las doncellas, pero todas ellas contaban la misma historia, la señora Christow adoraba hasta el suelo que pisaba su marido.

Lo que hubiese sucedido, pensó, tenía que haber ocurrido en The Hollow. Y, acordándose de The Hollow, experimentó cierta vaga inquietud. Era una gente muy rara la de allá.

Sonó el timbre del teléfono que había sobre la mesa, y la señorita Collins descolgó el auricular.

Dijo:

—Es para usted, inspector.

Y le entregó el aparato.

—Diga, Grange al habla. ¿Cómo?

Beryl notó el cambio de tono y le miró con curiosidad. Aquella cara de palo seguía tan inescrutable como siempre. Estaba gruñendo, escuchando...

—Sí..., sí..., eso ya lo he oído. Eso es completamente seguro, ¿verdad? No hay posibilidad de error. Sí..., sí..., sí; iré. Ya he terminado aquí. Sí.

Colgó el auricular y se quedó un rato inmóvil. Beryl le volvió a contemplar, curiosa.

El inspector se dominó y preguntó en voz que era completamente distinta a la que empleara para hacer las preguntas anteriores.

—Supongo que no tiene usted ninguna idea propia acerca de este asunto, señorita Collins.

—¿Quiere usted decir que...?