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Tras una larga pausa, Poirot recitó, soñador:

—Salió con ella aquella noche para acompañarla hasta su casa y regresó a The Hollow a las tres de la madrugada.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Una doncella tenía dolor de muelas.

Dijo Enriqueta:

—Lucía tiene demasiada servidumbre.

—Pero usted, mademoiselle, sabía eso ya.

—Sí.

—¿Cómo?

De nuevo hubo una pausa infinitesimal. Luego Enriqueta dijo, despacio:

—Estaba atisbando por la ventana y le vi volver a casa.

—¿Dolor de muelas, mademoiselle?

Ella le sonrió.

—Un dolor de índole completamente distinta, monsieur Poirot.

Se puso en pie y se dirigió a la puerta, y entonces Poirot dijo:

—La acompañaré hasta casa, mademoiselle.

Cruzaron el camino y pasaron por la verja al castañar.

Dijo Enriqueta:

—No es necesario que pasemos junto a la piscina. Podemos tirar por la izquierda y a lo largo de la senda de arriba hasta el paseo de las flores.

Una senda muy empinada conducía, cuesta arriba, hacia los bosques. Al cabo de un rato, desembocaron en un camino más ancho que cruzaba en ángulo recto, por encima de los castaños. Llegaron junto a un banco y Enriqueta se sentó. Poirot se dejó caer a su lado. Los bosques estaban por encima de ellos y detrás. Y allá, abajo, se encontraban los bosquecillos de castaños plantados muy cerca uno de otro. Delante mismo del banco, un sendero curvado descendía hacia donde se veía un simple destello de agua azul.

Poirot observó a Enriqueta sin hablar. Tenía ésta el rostro en reposo. Había desaparecido la tensión. Parecía más redondo y más joven. Se imaginó el aspecto que habría tenido de niña.

—¿En qué está usted pensando, mademoiselle?

—En Ainswick.

—¿Qué es Ainswick?

—¿Ainswick? Un lugar.

Casi soñadora le describió Ainswick. La casa blanca, graciosa; la gran magnolia; el conjunto, encajado en un anfiteatro de colinas cubiertas de espeso arbolado.

—¿Era su hogar?

—No puedo, en rigor, llamarle tal. Yo vivía en Irlanda. Pero íbamos todos a pasar allí las vacaciones. Eduardo, Midge y yo. Era el hogar de Lucía en realidad. Pertenecía a su padre. Al morir él, lo heredó Eduardo.

—Sir Enrique, ¿verdad? Y, sin embargo, es él quien lleva el título.

—Oh, su título es sólo de Caballero de la Orden del Baño —explicó—. Enrique no era más que un primo lejano.

—Y, después de Eduardo Angkatell, ¿a manos de quién va a parar ese Ainswick?

—Es curioso. Nunca se me ha ocurrido pensar en eso. Si Eduardo no se casa...

Hubo una pausa. Una nube pasó por su semblante. Hércules Poirot se preguntó cuál sería el pensamiento que en aquel momento cruzaba por su mente.

—Supongo —dijo Enriqueta muy despacio— que lo heredará David. Conque ésa es la razón...

—¿La razón de qué?

—De que Lucía le invitara aquí... ¿David y Ainswick? —sacudió la cabeza—. No encajan.

Poirot señaló el camino que se abría ante ellos.

—¿Fue por este camino, mademoiselle, por donde bajó usted a la piscina ayer?

Ella se estremeció.

—No; por uno que está más cerca de la casa. Fue Eduardo quien bajó por aquí.

Se volvió hacia él de pronto.

—¿Es preciso que volvamos a hablar de eso? Odio la piscina. Hasta odio The Hollow.

Poirot murmuró:

«Odio el horrible Cuenco, detrás del bosquecillo;

sus bordes están tintos de brezo carmesí;

gotean las orillas silente horror de sangre

y el Eco «Muerte» a todo responde siempre allí.»

[13]

Enriqueta le miró con asombro al oírle recitar la poesía.

—Tennyson —dijo Poirot, moviendo la cabeza con orgullo—. Poesía de su lord Tennyson.

Enriqueta estaba repitiendo:

Y el Eco, «Muerte», a todo responde...

Prosiguió, casi para sí:

—Pero, ¡si es claro! Ahora comprendo... eso es lo que es... ¡Un eco!

—¿Qué quiere usted decir?

—Este sitio... ¡ The Hollow en sí! Casi me di cuenta en otra ocasión... el sábado, cuando Eduardo y yo subimos a la cresta de la colina. Un eco de Ainswick. Y eso es lo que somos nosotros los de Angkatelclass="underline" ¡ecos! No somos de verdad..., no somos auténticos como lo era Juan —se volvió hacia Poirot—. ¡Lástima que no le haya conocido, monsieur Poirot! Todos somos sombras al lado de Juan, Juan estaba vivo de verdad.

—Eso lo comprendí aun en el instante de verle morir, mademoiselle.

—Lo sé. Uno lo sentía... Y Juan ha muerto y nosotros, los ecos, estamos vivos... Parece, ¿sabe?, una broma muy pesada.

La juventud había desaparecido de su rostro otra vez. Tenía los labios contraídos, acusadores de un repentino y amargo dolor.

Cuando habló Poirot haciendo una pregunta, no entendió, de momento, lo que decía:

—Perdone. ¿Qué dijo usted, monsieur Poirot?

—Le estaba preguntando si su tía, lady Angkatell, encontraba simpático al doctor Christow.

—¿Lucía? Y, a propósito, es mi prima, no mi tía. Sí; le tenía mucho afecto.

—Y su... ¿primo también...? Eduardo Angkatell..., ¿le tenía afecto al doctor Christow?

Le pareció notar cierta contrición en la voz de la muchacha cuando contestó:

—No gran cosa..., pero apenas le conocía.

—Y su... ¿otro primo...? David Angkatell.

Enriqueta sonrió. De momento no supo qué contestar... Luego replicó:

—Yo creo que David nos odia a todos. Se pasa el tiempo emboscado en la biblioteca leyendo la Enciclopedia Británica.

—Ah, un joven de temperamento serio.

—Compadezco a David. Ha tenido una vida familiar muy difícil. La madre no estaba bien de la cabeza... y era una inválida. Ahora la única manera que tiene de protegerse es procurar sentirse superior a todos los demás. El procedimiento es bueno mientras «funciona». Pero, de vez en cuando, falla, y el David vulnerable asoma.

—¿Se sentía superior al doctor Christow?

—Lo intentaba, pero no creo que cuajase. Sospecho que Juan Christow era, precisamente, la clase de hombre que David hubiese querido ser. Por consiguiente, Juan le resultaba antipático.

Poirot asintió, moviendo la cabeza pensativa y afirmativamente.

—Sí..., aplomo, confianza, virilidad..., todas las cualidades varoniles más intensas. Es interesante... muy interesante.

Enriqueta no respondió.

Por entre los castaños, allá abajo, junto a la piscina, Hércules Poirot vio a un hombre agacharse, buscar algo... o así parecía, por lo menos.

Murmuró:

—¿Si será...?

—Usted perdone.

Dijo Poirot:

—Ése es uno de los agentes del inspector Grange. Parece andar buscando algo.

—Indicios, supongo. Pistas. ¿No buscan los policías indicios? Ceniza de cigarrillo, pisadas, cerillas gastadas...

Era burlona y amarga su voz a la vez. Poirot contestó, muy serio:

—Sí; buscan esas cosas, y a veces las encuentran. Pero los verdaderos indicios, señorita Savernake, en un caso como éste, se encuentran generalmente en las relaciones personales de las personas a quienes alcanza.