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—¿No era su intención que las palabras fuesen tomadas en serio?

—¡Claro que no! Y puedo asegurarle, inspector, que hacía, en efecto, quince años que no había visto al doctor Christow. Eso, cuando lo desee, puede comprobarlo usted por sí mismo.

Había recobrado su aplomo. Se sentía segura de sí.

Grange no discutió ni insistió sobre el tópico. Se puso en pie.

—Eso es todo, de momento, señorita Cray —dijo con un tono agradable.

Salió de Dovecotes, bajó por el camino y se metió por la puerta del jardín de Resthaven.

Hércules Poirot, miró al inspector con verdadero asombro. Repitió con incredulidad:

—¿El revólver que Gerda Christow tenía en la mano y que luego dejó caer en la piscina, no era el arma que disparó el tiro mortal? ¡Es extraordinario!

—Justo, monsieur Poirot. Y, hablando en plata, eso no tiene sentido. Poirot murmuró dulcemente:

—No; eso no tiene sentido. No obstante lo cual, ha de encontrársele sentido, ¿verdad, inspector?

—Exactamente, monsieur Poirot. Hemos de encontrar la manera de que tenga sentido... pero, de momento, no se me ocurre ninguna. La verdad es que no haremos grandes progresos ya hasta que encontremos el arma que fue empleada. Pertenecía a la colección de sir Enrique..., le falta una, por lo menos... y ello significa que la solución sigue encerrada en The Hollow.

—Sí —murmuró Poirot—, sigue relacionada con The Hollow.

—Parecía un asunto sencillo y claro —prosiguió el inspector—. Bueno, pues no es ni sencillo ni claro.

—No —dijo Poirot—, no es sencillo.

—Tenemos que admitir la posibilidad de que se tratara de una trampa... es decir, que todo se había preparado para comprometer a Gerda Christow. Pero si así hubiese sido, ¿porqué no dejar junto al cadáver el arma empleada para que ella la recogiese?

—Tal vez no la hubiese recogido.

—Es cierto. Pero aun cuando no la hubiese tocado, mientras no tuviera el arma las huellas dactilares de ninguna otra persona..., es decir, si la limpiaba después de usarla... probablemente se hubiese sospechado de ella igual. Y eso era lo que el asesino deseaba, ¿verdad?

—¿Usted lo cree así?

Grange le miró boquiabierto.

—¡Hombre!, si usted hubiera cometido un asesinato, querría cargarle a otro con el mochuelo aprisa y bien, ¿verdad? Sería la reacción normal de un asesino.

—Sí —asintió Poirot—. Pero tenga en cuenta que hemos de habérnoslas, quizá, con un tipo poco usual de asesino. Es posible que ésa sea la solución de nuestro problema.

—¿Cuál es la solución?

Poirot, dijo pensativo:

—Un asesino de tipo poco corriente.

El inspector le miró con curiosidad. Dijo:

—Pero, en tal caso..., ¿cuál era la intención del asesino? ¿Qué era lo que él, o ella, pretendía?

Poirot extendió las manos con un suspiro.

—No tengo idea... no tengo la menor idea. Pero me parece... se me antoja... vagamente...

—¿Qué?

—Que el asesino es alguien que deseaba matar a Juan Christow, pero que no quería comprometer a Gerda Christow.

—¡Hum! La realidad es que sospechamos de ella inmediatamente.

—¡Ah, sí! Pero la verdad acerca del revólver se había de descubrir. Todo era cuestión de tiempo. Y el descubrimiento habría de obligar a un cambio de teorías. Durante este intervalo, el asesino ha tenido tiempo.

Poirot calló en seco.

—Ha tenido tiempo, ¿de qué?

Ah, mon ami!, ahí le duele. De nuevo he de contestar que no lo sé.

El inspector dio un par de vueltas por el cuarto. Luego se detuvo y se encaró con Poirot.

—He venido a verle a usted esta tarde, monsieur Poirot, por dos razones. Una de ellas es porque sé... eso lo sabe todo el Cuerpo de Policía... que es usted un hombre de mucha experiencia y que ha resuelto con gran habilidad casos por el estilo de éste. Ésa es la razón número uno. Pero hay otra. Usted se hallaba presente aquí. Usted fue testigo ocular. Usted vio lo que ocurrió.

Poirot movió la cabeza.

—Sí; yo vi lo que ocurrió..., pero los ojos, inspector Grange, son testigos muy poco dignos de confianza.

—¿Qué quiere usted decir, monsieur Poirot?

—Los ojos ven, a veces lo que se ha querido que vieran.

—¿Usted cree que todo se había tramado de antemano?

—Lo sospecho. Era exactamente, ¿comprende usted?, como una escena de teatro. Lo que yo vi era bastante claro. Un hombre que acaba de recibir un tiro, y la mujer que le ha matado sosteniendo aún en la mano el revólver que empleó. Eso es lo que yo vi, y sabemos ya que uno de los detalles del cuadro era falso. Aquel revólver no era el que se había empleado para matar a Juan Christow.

—¡Hum! —El inspector Grange tiró con firmeza hacia abajo de su lacio bigote—. Lo que usted quiere insinuar es que algunos otros detalles del cuadro pueden ser falsos también, ¿no?

Poirot movió afirmativamente la cabeza. Dijo:

—Había presentes otras tres personas... tres personas que, aparentemente, acababan de llegar al lugar. Pero eso puede no ser verdad tampoco. La piscina está rodeada de un espeso bosquecillo de castaños. Cinco senderos parten de la piscina: uno en dirección a la casa; otro asciende hacia los bosques; un tercero conduce al Paseo de las Flores; el cuarto baja desde la piscina a la granja, y el quinto se dirige al camino en que se encuentra la casa.

»Cada una de las tres personas mencionadas llegó por un sendero distinto. Eduardo Angkatell, de los bosques de arriba; lady Angkatell, de la granja, y Enriqueta Savernake, del Paseo de las Flores. Los tres llegaron a la escena del crimen casi simultáneamente, y unos minutos después que Gerda.

»Pero uno de esos tres, inspector, podría haberse hallado junto a la piscina antes de que llegara Gerda Christow. Podía haber matado a Juan Christow y luego haber retrocedido por uno de los senderos, dando luego la vuelta y regresando para llegar al mismo tiempo que los otros.

Dijo el inspector Grange:

—Sí; es posible.

—Y hay otra posibilidad que no se tuvo en cuenta por entonces. Alguien pudo haberse acercado por el sendero que conduce a este camino, pudo matar a Juan Christow, y pudo regresar también, utilizando el mismo sendero sin ser visto.

Grange dijo:

—Tiene usted muchísima razón. Hay otras dos personas sospechosas además de Gerda Christow. Tenemos el mismo móviclass="underline" los celos. Es, decididamente, un crimen pasional. Había otras dos mujeres enredadas con Juan Christow.

Hizo una pausa y continuó:

—Christow fue a ver a Verónica Cray aquella mañana. Regañaron. Ella le dijo que le haría arrepentirse de lo que había hecho, y dijo que le odiaba más de lo que hubiera creído posible odiar a nadie.

—Muy interesante —murmuró Poirot.

—Viene derecha de Hollywood... y por lo que leo en los periódicos a veces se les ocurre pegarse uno que otro tiro por allá. Puede haberse ella acercado a recoger las pieles que se había dejado en el pabellón la noche anterior. Pueden haberse encontrado..., reñido otra vez... Ella dispararía contra él... Y luego, oyendo que se acercaba alguien, retrocedería por el mismo sendero.

Calló un instante y agregó, irritado:

—Y ahora llegamos al punto en que todo se va a hacer gárgaras. ¡Ese maldito revólver! A menos —se animó su semblante— que ella le matara con su propio revólver y luego dejara caer otro que se había llevado del despacho de sir Enrique, para que las sospechas recayeran sobre los que se encontraban en The Hollow. Quizá no supiera que podíamos identificar el arma mediante las estrías del cañón.

—¿Cuánta gente habrá que sepa eso?