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—Le consulté ese punto a sir Enrique. Dijo que, en su opinión, lo sabría muchísima gente... debido a la cantidad de novelas policíacas que se escriben. Mencionó una nueva: El surtidor goteante, que, al parecer, el propio Juan Christow había estado leyendo el sábado y en la que, por cierto, se hablaba con cierto énfasis de la posibilidad de identificación por las estrías.

—Pero Verónica Cray hubiera tenido que sacar el revólver de alguna manera del despacho de sir Enrique.

—Sí; ello supondría premeditación —El inspector se dio otro tirón del bigote y luego miró a Poirot—. Pero usted mismo ha insinuado otra posibilidad, monsieur Poirot. Hay la señorita Savernake. Y aquí es donde otra vez todo eso que usted ha dicho acerca del testimonio de los ojos o, mejor dicho, de los oídos. El doctor Christow dijo: «Enriqueta» antes de morir. Usted le oyó..., todos lo oyeron, aun cuando el señor Angkatell no parece haber distinguido lo que decía.

—¿Eduardo Angkatell no lo oyó? Eso es interesante.

—Pero los otros sí. La propia señorita Savernake dice que intentó hablarle. Lady Angkatell dice que abrió los ojos, vio a la señorita Savernake, y dijo: «Enriqueta.» No creo que ella dé importancia alguna al hecho.

Poirot sonrió.

—No —dijo—; ella no le daría importancia alguna.

—Y..., ¿usted qué, monsieur Poirot? Usted estaba allí. Usted vio... usted oyó... ¿Estaba el doctor Christow intentando decirles a todos que era Enriqueta quien le había matado? En otras palabras, ¿era esa palabra una acusación?

Poirot dijo, muy despacio:

—A mí no me pareció que lo fuese en aquel momento.

—Pero ahora, señor Poirot, ¿qué le parece a usted ahora?

Poirot exhaló un suspiro. Luego dijo:

—Puede haberlo sido. Eso es cuanto estoy dispuesto a decir. Porque usted no me ha pedido más que una impresión. Y, cuando el momento ha pasado, existe la tendencia a dar a las cosas una interpretación que a veces nunca han tenido.

Granee se apresuró a decir:

—Todo esto es en confianza, claro está, no es cosa que haya que hacerse constar. Lo que pensará monsieur Poirot no constituye prueba ante un tribunal. Eso ya lo sé. Lo único que intento es conseguir ideas.

—¡Oh, le comprendo a usted perfectamente... y la impresión obtenida por un testigo ocular puede resultar muy útil! Pero me humilla tener que confesar que mis impresiones carecen de valor. Obtuve la errónea impresión sugestionado e inducido por el testimonio visual de que la señora Christow acababa de pegarle un tiro a su esposo. De suerte que, cuando el doctor Christow abrió los ojos y dijo: «Enriqueta», jamás se me ocurrió tomarlo como una acusación. Es tentador ahora, recordando el cuadro, dar a la escena un significado que, en el momento de autos, no le habíamos encontrado.

—Sé lo que quiere usted decir. Pero se me antoja que, puesto que «Enriqueta» fue la última palabra que pronunció, ésta ha de haber tenido dos significados: o era una acusación de asesinato, o, de lo contrario, sería... bueno, puramente emocional. Ella es la mujer a quien ama, y está muriendo. Y ahora, teniéndolo todo en cuenta, ¿cuál de las dos cosas le pareció a usted que era?

Poirot exhaló un suspiro, que agitó inquieto, entornó los ojos, volvió a abrirlos, extendió las manos molesto en grado sumo. Dijo:

—Expresaba urgencia su voz..., eso es cuanto puedo decir... urgencia. A mí no me pareció ni acusadora ni emocional..., pero urgente ¡sí! Y de una cosa estoy seguro. Se hallaba en pleno uso de sus facultades. Habló..., sí, habló como un médico..., un médico que se encuentra, por ejemplo, con un caso urgente..., un paciente que se desangra, quizá.

Poirot se encogió de hombros.

—Eso es todo cuanto puedo hacer por usted —terminó.

—Medical, ¿eh? —murmuró el inspector—. Sí; es un tercer punto de vista. Le habían pegado un tiro, sospechaba que estaba muriéndose. Quería que hicieran algo por él urgentemente. Y si, como dice lady Angkatell, la señorita Savernake fue la primera persona a quien vio al abrir los ojos, a ella apelaría. No resulta muy satisfactoria la explicación, sin embargo.

—No hay ni un solo detalle satisfactorio en este asunto —aseguró Poirot con cierta amargura.

El cuadro escénico de un asesinato, preparado con el fin de engañar a Hércules Poirot... ¡y le había engañado! No; no era satisfactorio.

El inspector estaba mirando por la ventana.

—Hola —dijo—; aquí viene Clark, mi sargento. Parece traer algo nuevo. Ha estado trabajando a la servidumbre en terreno amistoso. Es un chico guapo y es conocido entre las mujeres.

El sargento Clark entró casi sin aliento. Era evidente que estaba muy satisfecho de sí mismo, aun cuando procurara disimularlo un poco adoptando una actitud muy respetuosa.

—Me pareció conveniente venir a darle cuenta de mi gestión jefe, puesto que sabía dónde encontrarle.

Vaciló, dirigiéndole una mirada dubitativa a Poirot, cuyo aspecto extranjero y raro resultaba para el sargento muy poco recomendable.

—Hable de una vez, muchacho — le ordenó Grange—. No se preocupe por el señor Poirot. Tardará usted mucho en saber de cuestiones policíacas lo que él ya tiene hace años olvidado.

—Sí, señor. Pues verá. Le he sacado algo al pinche.

Grange le interrumpió. Se volvió hacia Poirot con aire triunfal.

—¿No se lo decía yo? Siempre hay esperanza donde hay un ayudante de cocina. Dios nos ayude cuando la servidumbre en las casas quede tan reducida que nadie emplee ya una muchacha en la cocina. Las chicas de la cocina no saben callarse nada. Se ven tan oprimidas por la cocinera y por el resto de la servidumbre, tan obligadas a no olvidar cuál es su posición, que es muy humano que quieran contar lo que saben a quienes quieran escucharles. Prosiga, Clark.

—Esto es lo que dice la muchacha, jefe. Que el domingo por la tarde vio a Gudgeon, el mayordomo, que cruzaba el vestíbulo con un revólver en la mano.

—¿Gudgeon?

—Sí, señor —contestó Clark, consultando su librito de notas—. Éstas son sus palabras exactas. «No sé qué hacer, pero creo que debo decir lo que vi aquel día. Vi al señor Gudgeon. Estaba en el vestíbulo con un revólver en la mano. El señor Gudgeon tenía una expresión muy rara.»

—No creo —dijo Clark, interrumpiendo la lectura— que eso de la expresión rara quiera decir nada. Probablemente añadió eso como adorno. Pero me pareció que debía darle a usted cuenta de esto inmediatamente, jefe.

El inspector Grange se alzó, con la satisfacción del hombre que ve ante sí una tarea y sabe que está bien equipado para llevarla a cabo.

—¿Gudgeon? —dijo—. Me entrevistaré con el señor Gudgeon inmediatamente.

Capítulo XX

Sentado nuevamente en el despacho de sir Enrique, Grange observó el rostro impasible del hombre que tenía delante.

Hasta aquel momento Gudgeon se había apuntado todos los tantos a su favor.

—Lo siento mucho, señor —repitió—. Supongo que debiera haber mencionado el suceso, pero se me olvidó por completo.

Miró, como excusándose, al inspector y a sir Enrique.

—Eran las cinco y media si mal no recuerdo, señor. Cruzaba el vestíbulo para ver si había alguna carta que echar al correo y vi un revólver sobre la mesita. Supuse que pertenecía a la colección del señor. Conque lo recogí y lo traje aquí. Había un hueco en el estante, junto a la repisa de la chimenea, lugar de donde había salido el arma. Conque volví a colocarla en su sitio.

—Señálelo —ordenó Grange.

Gudgeon se puso en pie y se acercó al estante, seguido de cerca por el inspector.

—Era éste, señor.

El dedo de Gudgeon señaló una pistola «Mauser» pequeña del final de la hilera.