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—Mi esposa —explicó sir Enrique— es muy distraída.

—Así parece —contestó Grange.

Y no lo dijo de una forma muy agradable.

—¿Por qué cree usted que me llevé la pistola? —le preguntó lady Angkatell en tono confidencial.

—No tengo la menor idea, lady Angkatell.

—Entré aquí —musitó lady Angkatell—. Había estado hablando con Simmons acerca de las fundas de almohada... y recuerdo vagamente haber cruzado hacia la chimenea... y pensando que tendríamos que comprar otro atizador nuevo... el párroco, no el recto...

El inspector la miró boquiabierto. Empezaba a darle vueltas la cabeza.

—Y recuerdo haber cogido la pistola «Mauser»..., era una pistola muy bonita, muy útil y muy manejable. Siempre tantas cosas en la cabeza... Simmons, ¿sabe?, y la cizaña me ha gustado... y haberla dejado caer en la cesta... Acababa de sacar la cesta del cuarto de las flores. Pero tenía entre las margaritas... y me estaba diciendo que ojalá hiciera la señora Medway un Negro en Camisa muy rico...

—¿Un Negro en Camisa? —no pudo menos de interrumpirla Grange.

—Chocolate, ¿sabe?, y huevos... y todo cubierto de crema batida. La clase de dulce que le gustaría a un extranjero para comer.

El inspector Grange habló con ferocidad, experimentando la misma sensación que el hombre que se sacude unas telarañas que le impiden ver con claridad.

—¿Cargó usted la pistola?

Había esperado sobresaltarla..., tal vez asustarla un poco. Pero lady Angkatell se limitó a estudiar la pregunta pensativa.

—¿La cargué? ¡Qué estupidez! No me acuerdo. Pero yo creo que debí cargarla, ¿no le parece, inspector? Quiero decir..., ¿de qué sirve una pistola sin municiones? Ojalá pudiera recordar con exactitud qué era lo que tenía yo metido en la cabeza en aquel momento.

—Mi querida Lucía —intervino sir Enrique—, lo que pasa o deja de pasar por tu cabeza ha sido desesperación de cuantos te conocen bien desde hace años.

Ella le dirigió una sonrisa muy dulce.

—Estoy intentando recordar, Enrique, querido. Una hace unas cosas tan raras... Descolgué el auricular del teléfono la otra mañana y me quedé mirándolo completamente desconcertada. No lograba imaginarme con qué fin lo había tomado.

—Seguramente con la intención de telefonearle a alguien —dijo el inspector con frialdad.

—Pues no; por raro que parezca, no era para eso. Me acordé después... Me había estado preguntando por qué la señora Mears, la mujer del jardinero, sostenía a su bebé de una forma tan rara. Y tomé el auricular para probar, ¿sabe?, cómo cogería yo a una criatura. Y, claro está, me di cuenta de que me había parecido raro porque la señora Mears es zurda y la tenía cogida al revés.

Miró con gesto triunfal a su marido y luego al inspector.

«Bueno —pensó el inspector, supongo que sí es posible que haya personas como ésta.»

Pero no se sentía muy seguro de ello.

Se daba cuenta de que toda la historia podía ser un tejido de embustes. La criada, por ejemplo, había asegurado claramente que era un revólver lo que había visto en manos de Gudgeon. No obstante, no podía uno fiarse demasiado de eso. La muchacha no sabía una palabra de armas de fuego.

Había oído mencionar un revólver en relación con el crimen, y para ella, revólver y pistola serían lo mismo.

Tanto Gudgeon como lady Angkatell habían hablado de la pistola «Mauser», pero no había nada que apoyara su declaración. Era posible que lo que habían visto en la mano de Gudgeon hubiese sido el revólver desaparecido, y que lo hubiese devuelto, no al despacho, sino a la propia lady Angkatell. Toda la servidumbre parecía adorar como a una diosa a aquella maldita mujer.

¿Y si fuera ella quien había matado a Juan Christow? Pero ¿por qué? No veía la razón. ¿Seguirían apoyándola y mintiendo para salvarla? Tenía la desagradable impresión de que era eso precisamente lo que todos ellos estarían dispuestos a hacer.

Y ahora esa fantástica historia de que no podía recordar. ¿Acaso no era capaz de inventar algo mejor? Y con la naturalidad con que lo decía, sin el menor embarazo, sin la menor aprensión. ¡Qué rayos! Le daba a uno la impresión de que estaba diciendo la verdad pura y sencilla.

Se puso en pie.

—Cuando recuerde algo más, confío en que me lo dirá, lady Angkatell —dijo secamente.

Contestó ella:

—Claro que sí, inspector. Una se acuerda de las cosas, de pronto, a veces.

Grange salió del despacho. En el vestíbulo se metió un dedo en el cuello, como para aflojárselo, y respiró profundamente.

Se sentía enredado en una madeja de telarañas. Lo que necesitaba era la pipa más vieja y maloliente de su colección, un litro de cerveza y una buena chuleta con patatas fritas. Algo llano y objetivo.

Capítulo XXI

En el despacho, lady Angkatell mariposeaba de un lado para otro, tocando las cosas aquí y allá, vagamente, con el dedo índice. Sir Enrique, retrepado en su asiento, la estuvo contemplando. Dijo por fin:

—¿Por qué cogiste la pistola, Lucía?

—En realidad, no estoy del todo segura, Enrique. Supongo que tendría una vaga idea de un accidente.

—¿Accidente?

—Sí. Todas esas raíces de árboles, ¿sabes? —dijo lady Angkatell, vagamente—, que asoman... es tan fácil tropezar con una y dar un traspiés... Uno podía haber estado haciendo unos cuantos disparos al blanco y haberse dejado un cartucho en la recámara... un descuido muy grande, claro está..., pero después de todo, la gente es descuidada. Siempre he pensado, ¿sabes?, que un accidente sería la forma más sencilla de hacer una cosa así. Una lo sentiría mucho, claro está, y echaría a sí misma la culpa...

Se apagó la voz. El marido permaneció muy quieto, sin quitarle la mirada de la cara. Habló de nuevo, con la misma voz tranquila, cuidadosa...

—¿Quién había de sufrir... el accidente?

Lucía volvió un poco la cabeza, mirándole con sorpresa.

—Juan Christow, naturalmente.

—¡Santo Dios, Lucía...!

Se interrumpió.

Ella dijo muy sería:

—¡Oh, Enrique! ¡He estado tan terriblemente preocupada por Ainswick!

—Comprendo, se trata de Ainswick. Siempre te ha importado demasiado Ainswick, Lucía. A veces creo que es la única cosa que te importa.

—Eduardo y David son los últimos..., los últimos de los Angkatell. Y David no sirve, Enrique. Jamás se casará... por lo de su madre y todo eso. Él heredaría la finca cuando Eduardo muera, y no se casará, y tú y yo habremos muerto antes de que él llegue a la edad madura siquiera. Será el último de los Angkatell y todo eso desaparecerá.

—¿Importa mucho, Lucía?

—¡Claro que importa! ¡Ainswick!

—¡Debiste haber nacido varón, Lucía!

Pero sonrió un poco, porque no sé imaginaba a Lucía siendo otra cosa que femenina.

—Todo depende de que se case Eduardo..., y Eduardo es tan terco..., esa cabeza tan larga que tiene, como mi padre. Había confiado en que olvidaría a Enriqueta y se casaría con una muchacha agradable..., pero ahora veo que no existe la menor esperanza. Luego pensé que el devaneo de Enriqueta con Juan seguiría el curso normal y acabaría. Los amoríos de Juan, me imaginé, nunca eran muy permanentes. Pero le vi mirarla la otra noche. Estaba enamorado de ella de verdad. Me pareció que si Juan no estuviese en el paso, Enriqueta se casaría con Eduardo. No es ella de las que atesoran un recuerdo y viven en el pasado. Conque, como ves, todo se reducía a eso..., deshacerse de Juan Christow.

—Lucía. Tú no... ¿Qué hiciste, Lucía?

Lady Angkatell se puso en pie otra vez. Quitó dos flores marchitas de uno de los floreros.