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Lo veía todo con enorme claridad.

—Anímate, Midge —dijo Enriqueta—. No hay que dejarse deprimir por un asesinato. ¿Salimos después a comer un bocado?

Pero Midge se apresuró a decir que debía regresar a la pensión. Tenía cosas que hacer, cartas que escribir. Era mucho mejor que se fuese en cuanto hubiera terminado de tomarse la taza de té.

—Como quieras. Te llevaré a tu casa en el coche.

—Podría tomar un taxi.

—No digas tonterías. Puesto que lo tengo aquí, usemos el coche.

Salieron al húmedo aire de la noche. Al llegar a la extremidad de la calle, Enriqueta señaló un coche parado a un lado.

—Un «Ventnor 100». Nuestra sombra. Ya verás. Nos seguirá.

—¡Qué desagradable es todo esto!

—¿Tú lo crees así? A mí no me importa en realidad.

Enriqueta dejó a Midge en su casa y regresó a su calle, dejando el coche en el garaje.

Luego entró de nuevo en el estudio.

Durante unos minutos se quedó pensativa, tabaleando con los dedos en la repisa de la chimenea. Luego exhaló un suspiro y murmuró para sí:

—Bien..., a trabajar. Más vale no perder tiempo.

Se quitó el traje de mezclilla y se puso el blusón.

Una hora y media más tarde dio un paso atrás y contempló su obra. Tenía barro en las mejillas, y el cabello desgreñado; pero movió la cabeza en gesto de aprobación.

El modelo se parecía a un caballo. Había aplicado el barro en grandes puñados irregulares. Era la clase de caballo cuya contemplación hubiera provocado un ataque de apoplejía a un coronel de caballería, tan distinto era a caballo alguno de carne y hueso que hubiese nacido jamás. También hubiera llenado de angustia a los antepasados irlandeses de Enriqueta, tan aficionados al ganado caballar. No obstante, era un caballo, un caballo concebido en forma abstracta.

Enriqueta se preguntó qué opinaría el inspector Grange de él, si es que llegaba algún día a verlo, y una sonrisa expansiva fulminó su semblante cuando se imaginó la cara del policía.

Capítulo XXIV

Eduardo Angkatell se detuvo vacilante, entre la nube de peatones que transitaba por Shattesbury Avenue. Estaba intentando armarse de valor para entrar en el establecimiento que ostentaba en letras doradas el nombre de «Madame Alfrege».

Un instinto que no supo explicarse le había impedido que se limitara a telefonear invitando a Midge a comer. Aquel fragmento de conversación que escuchara en The Hollow le había turbado, más aún, le había espantado. Había notado a Midge en la voz una sumisión, un servilismo que le dejaron ultrajado, sublevado.

¡Que Midge, la libre, la alegre, la franca Midge, tuviera que adoptar actitud semejante! ¡Tener que someterse, como era evidente que se sometía, a insolencias, a groserías que le estaban diciendo por el aparato...! Luego, al expresarle él sus preocupaciones, le había largado a boca de jarro la desagradable verdad, que una tenía que conservar el empleo, que no era fácil encontrar colocación, y que el conservar un puesto representaba algo más que cumplir con una determinada obligación.

Hasta entonces, Eduardo había aceptado vagamente el hecho de que muchas jóvenes tenían «empleo» hoy en día. Si algún pensamiento había dedicado al asunto, había sido para suponer que en general tenían empleos porque les gustaban los empleos, que halagaban su sentido de independencia y les proporcionaban algo suyo en qué interesarse en la vida.

El hecho de que un día de trabajo que empezaba a las nueve de la mañana y terminaba a las seis de la tarde, privaba a una muchacha de los placeres del descanso de la clase acomodada, jamás se le había ocurrido siquiera. Que Midge, a menos que sacrificara la hora que le daban para comer, no podía visitar un museo; que no podía asistir a un concierto por la tarde, ni salir al campo en un día hermoso, ni comer tranquilamente en un restaurante lejano, sino que tenía que aplazar sus excursiones para el sábado por la tarde o el domingo, y comer a toda prisa en un bar o un salón de té cualquiera, era un descubrimiento nuevo y desagradable para Eduardo. Le tenía mucho afecto a Midge. La pequeña Midge, así la llamaba él y así pensaba en ella y la recordaba. Su llegada a Ainswick para las vacaciones, tan tímida y con los ojos muy abiertos, muda al principio, pero desatándose después en entusiasmo y afecto para todo y por todos.

La tendencia de Eduardo a vivir en el pasado y aceptar el presente con recelo, como cosa que aún no ha sido puesta a prueba, había retrasado su reconocimiento de Midge como persona mayor que vivía de su sueldo.

Había sido aquella noche en The Hollow, al entrar él tiritando de frío en aquel extraño y turbador intercambio de palabras con Enriqueta, cuando al arrodillarse Midge para encender el fuego, se había dado cuenta por primera vez de la existencia de una Midge que no era una criatura afectuosa, sino una mujer. La visión había sido turbadora. Sintió, durante un momento, que había perdido algo, algo que era una parte preciosa de Ainswick. Y había dicho impulsivamente, impelido por aquel sentimiento recién despertado: «Me gustaría verte con más frecuencia, pequeña Midge...»

De pie, fuera, bajo la luz de la luna, hablando con una Enriqueta que había dejado de ser, con gran sobresalto de Eduardo, la conocida Enriqueta a la que durante tanto tiempo amara, había experimentado un pánico repentino. Y al entrar en la casa se había encontrado con un nuevo elemento turbador en el diseño fijo que era su vida. La pequeña Midge también formaba parte de Ainswick, y aquélla no era ya la pequeñita Midge, sino una persona mayor, valerosa, de mirada triste, a la que él no conocía.

Desde aquel momento había estado turbado y se había reprochado duramente su inconsciencia por no haberse preocupado jamás de la felicidad y la comodidad de Midge. El pensar en el empleo, tan poco en armonía con su modo de ser, que tenía en casa de madame Alfrege, le había preocupado cada vez más y había decidido por fin ver con sus propios ojos cómo era, exactamente, aquel establecimiento de modas.

Miró con recelo el escaparate en el que se exhibían un vestido negro muy corto, con cinturón estrecho dorado, unas faldas y jerseys atrevidos, y un vestido de noche de encaje bastante chillón y ordinario.

Aunque no entendía de ropa femenina una palabra, salvo por instinto, se le antojaba que los géneros que estaba viendo tenían más corte de meretriz que de otra cosa. No, pensó; aquel lugar no era digno de ella. Alguien, Lucía Angkatell quizá, tendría que hacer algo para remediarlo.

Venciendo su timidez mediante un esfuerzo, Eduardo cuadró los hombros levemente caídos y entró.

Quedó paralizado inmediatamente por el embarazo. Dos rubias platino de voz chillona estaban examinando los vestidos de una vitrina en compañía de una dependienta morena. En el fondo de la tienda, una mujer bajita, de nariz gruesa, pelo teñido de rojo y voz desagradable, estaba discutiendo con una cliente gruesa y desconcertada las modificaciones que ésta pedía se hicieran en un vestido de noche. De un cubículo vecino salía una voz femenina irritada:

—Horrible..., horrible a más no poder... ¿no puede traerme algo decente que probarme?

En contestación oyó el suave murmullo de la voz de Midge, una voz respetuosa, persuasiva.

—Este modelo color vino es verdaderamente elegante. Y creo que le sentaría a usted bien. Si se lo quisiera probar...

—No pienso perder el tiempo probándome cosas que a la legua veo que no valen nada. Haga el favor de molestarse un poco. Le he dicho que no quiero colores encarnados. Si escuchara usted lo que se le dice...

A Eduardo se le congestionó el rostro. Ojalá, se dijo, le tirara Midge el vestido a la cabeza de aquella odiosa mujer. En lugar de eso, Midge murmuró:

—Echaré otra mirada. ¿No le gustaría a usted el verde, supongo, madame? ¿O este color melocotón?