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Midge tragó el nudo que se le había hecho en la garganta. Dijo:

—Pero si yo creí... Enriqueta...

Y se interrumpió, temerosa de haber dicho demasiado con aquella espontánea insinuación.

Dijo Eduardo, con voz igual, sin emoción:

—Sí; le he pedido tres veces a Enriqueta que se case conmigo. Las tres veces se ha negado. Enriqueta sabe lo que no quiere.

Hubo un momento de silencio. Luego:

—Bien, Midge, querida, ¿qué contestas?

Midge le miró. Dijo con voz entrecortada:

—¡Parece tan extraordinario! ¡Es como si le ofrecieran a una el cielo en bandeja... en el Berkeley!

El rostro de él se iluminó. Posó sus manos sobre la de ella un instante.

—El cielo en bandeja —dijo—. Conque esos sentimientos te despierta Ainswick... ¡Oh, Midge!, cuánto me alegro.

Se miraron, felices. Eduardo pagó la cuenta y dio una propina enorme. Se iba vaciando ya el restaurante. Midge dijo, haciendo un esfuerzo:

—Tendremos que irnos. Supongo que será mejor que vuelva a madame Alfrege. Después de todo, cuenta conmigo. No puedo dejarla plantada sin más ni más.

—No. Supongo que tendrás que volver y presentar la dimisión o como se llame eso. Pero no has de continuar trabajando allí. No lo consentiré. Primero, sin embargo, había pensado que fuéramos a una de esas tiendas de Bond Street donde venden anillos.

—¿Anillos?

—Es lo corriente, ¿verdad?

Midge se echó a reír.

En la amortiguada iluminación de la joyería, Midge y Eduardo se inclinaron sobre bandejas de centelleantes anillos de prometida, mientras un dependiente discreto les contemplaba con benigno gesto.

Dijo Eduardo, apartando una bandeja recubierta de terciopelo.

—No; esmeraldas, no.

Enriqueta con el traje de mezclilla verde... Enriqueta con el traje de noche de color de jade chino...

Midge intentó desterrar la punzada de dolor que sentía en el corazón.

—Escoge por mí —le dijo a Eduardo.

Se inclinó él sobre la bandeja que tenía delante. Escogió un anillo con un solo diamante. No era muy grande la piedra, pero sí de unas aguas hermosas y de ígneo centelleo.

—Me gusta éste.

Midge asintió con un movimiento de cabeza. Le encantaba aquella exhibición de buen gusto por parte de Eduardo. Se lo puso en el dedo mientras Eduardo se apartaba con el dependiente.

Eduardo extendió un cheque por valor de trescientas cuarenta y dos libras y volvió al lado de Midge, sonriendo. Dijo:

—Vamos a ser groseros con madame Alfrege.

Capítulo XXV

—Querida, estoy encantadísima.

Lady Angkatell le tendió una frágil mano a Eduardo y tocó suavemente a Midge con la otra. Hiciste muy bien, Eduardo, en obligarla a dejar ese horrible establecimiento y traería derecha aquí. Se quedará en esta casa, claro está, y desde aquí se casará. En San Jorge, ¿sabes?, tres millas por carretera, aunque diste sólo una a través de los bosques. Sólo que, naturalmente, una no va a una boda cruzando bosques. Y supongo que tendrá que oficiar el vicario..., pobre hombre, tiene unos catarros tan fuertes a la cabeza todos los otoños... ¡Lástima! El Párroco, por ejemplo, tiene una de esas voces anglicanas muy agudas, y la ceremonia hubiera resultado muy impresionante... y más religiosa también... comprenderás lo que quiero decir. Es tan difícil conservar una actitud reverente cuando alguien suelta un sermón hablando por la nariz...

Era, pensó Midge, una recepción muy a lo Lucía. Le entraban ganas de llorar y reír al escucharla.

—Me encantaría casarme aquí, Lucía —dijo.

—En tal caso, así queda acordado, querida. De raso semiblanco, en mi opinión. Y con un libro de misa de marfil. Ramo de flores, no. ¿Damas?

—No, no quiero jaleo. Una boda tranquila.

—Comprendo lo que quieres decir, querida, y creo que tal vez tengas razón. En una boda de otoño casi siempre se llevan crisantemos... una flor tan poco inspiradora, digo yo... Y a menos que una pierda la mar de tiempo escogiendo... y casi siempre hay una feísima que estropea todo el efecto... pero tienes que admitirla porque, generalmente, suele ser la hermana del novio. Pero claro, Eduardo no tiene hermanas.

—Eso parece ser un tanto a mi favor —sonrió Eduardo.

—Pero los peores en una boda son, en realidad, los niños —prosiguió lady Angkatell, siguiendo feliz el curso de sus propios pensamientos— Todo el mundo dice: «¡Qué encanto!», pero, hija mía, ¡la ansiedad! Le pisan la cola a la novia, o se ponen a dar alaridos llamando a su aya, y con frecuencia se marean. Siempre me pregunto yo cómo puede una muchacha subir la nave hacia el altar en el estado de ánimo que las circunstancias exigen cuando la consume la incertidumbre de lo que estará sucediendo a sus espaldas.

—No es necesario que haya nada detrás de mí —contestó alegremente Midge—. Ni cola siquiera. Puedo casarme con chaqueta y falda.

—¡Oh, no, Midge! Parecerías una viuda. No; raso semiblanco y no de madame Alfrege.

—Desde luego, de casa de madame Alfrege, no —asintió Eduardo.

—Te llevaré a Mireille, es una gran modista —dijo lady Angkatell.

—Mi querida Lucía, no puedo permitirme el lujo de ir a Mireille.

—No digas tonterías, Midge. Enrique y yo vamos a regalarte la canastilla de boda. Y Enrique, claro está, te llevará a la iglesia. Dios quiera que la cintura del pantalón no le esté demasiado estrecha. Hace cerca de dos años que no ha asistido a ninguna boda. Y yo iré de...

Hizo una pausa y entornó los ojos.

—De azul hidrargea —anunció lady Angkatell con voz embelesada—. Supongo, Eduardo, que escogerás a uno de tus amigos para padrino. De lo contrario, claro está, ahí tienes a David. No puedo menos de pensar que eso sería muy bueno para David. Le daría aplomo, ¿sabes?, y tendría la sensación de que todos le queremos. Eso, estoy segura, es muy importante para David. ¡Debe desanimar tanto sentirse uno inteligente e intelectual y, sin embargo, que nadie le quiera a uno más que por eso! Pero, claro, resultaría un poco arriesgado. Probablemente perdería el anillo, o lo dejaría caer en el instante crítico. Supongo que le preocuparía demasiado a Eduardo. Pero resultaría agradable, hasta cierto punto, circunscribir la cosa a la misma gente que tuvimos aquí para el asesinato.

Lady Angkatell pronunció las últimas palabras con la mayor naturalidad del mundo.

Midge no pudo menos que decir:

—Lady Angkatell ha invitado este otoño a unos amigos a un asesinato.

—Sí —murmuró lady Angkatell pensativa—; supongo que sí sonaba de esa manera. Invitación a presenciar un crimen. Y, ¿sabes?, cuando una se para a pensar, ¡eso es lo que ha sido precisamente!

Midge se estremeció levemente y dijo:

—Bueno, por lo menos todo eso ha terminado ya.

—No del todo. El sumario sólo se aplazó. Y ese simpático inspector Grange nos ha llenado la vecindad de agentes, que no hacen más que correr por el bosque como una manada de elefantes aplastándolo todo y asustando a los faisanes, y asomando de pronto por los sitios más inverosímiles.

—¿Qué andan buscando? —inquirió Eduardo—. ¿El revólver con el que mataron a Juan Christow?

—Me imagino que sí. Hasta vinieron a casa con un mandato judicial para efectuar un registro. El inspector se deshizo en excusas, y parecía la mar de cohibido; pero, claro, le dije que a mí me encantaría. Mirando absolutamente en todas partes. Yo les seguí de un lado para otro, ¿sabéis?, y hasta sugerí dos o tres sitios que a ellos ni se les habían ocurrido. Pero no encontraron nada. Nos llevamos un verdadero chasco. El pobre inspector Grange está adelgazando a ojos vistas y no hace más que tirarse del bigote. Su esposa debiera darle comidas más nutritivas que de costumbre ahora que anda tan preocupado y atareado... pero tengo una vaga idea que debe ser una de esas mujeres que se preocupan más de que el linóleo esté brillante que de guisar una comida apetitosa. Lo cual me recuerda que debo ir a ver a la señora Medway. Es curioso lo poco que puede soportar la servidumbre a la policía. Su soufflé de queso de anoche era completamente incomestible. En el soufflé y en las pastas siempre se conoce cuándo no está una centrada. De no ser porque Gudgeon los mantiene unidos, creo de veras que la mitad de los criados se despedirían. ¿Por qué no os vais los dos a daros un paseo y ayudáis a la policía a buscar el revólver?