Выбрать главу

Tomó un baño caliente y se metió en la cama. Permaneció tumbada boca arriba, contemplando las estrellas por la lumbrera del cuarto. Luego, de allí, su mirada vagó hacia la única luz que siempre dejaba encendida: la bombilla pequeña que iluminaba la mascarilla de cristal, una de sus primeras obras. Una pieza bastante corriente, pensó ahora. Muy convencional.

Era una suerte, se dijo Enriqueta, que una evolucionara...

Y ahora, ¡a dormir! El café muy cargado que tomara no la desvelaba a menos que ella quisiese. Hacía tiempo que adquiriera el conocimiento del ritmo esencial que la permitía olvidar y dormir.

Una escogía pensamientos, extraídos del propio recuerdo. Y luego, sin entretenerse en ellos, los dejaba resbalar por entre los dedos de la mente, sin asirlos, sin intentar detenerlos, sin recrearse en ellos, sin concentrarse... Nada más que dejarlos flotar dulcemente y alejarse.

Fuera, estaban poniendo en marcha un automóvil. Se oían también roncos gritos y risas. Dejó que los sonidos se vertieran en la corriente de su semiconsciencia.

El automóvil, pensó, era un tigre que rugía..., amarillo y negro..., con rayas como las rayadas hojas y sombras, una selva cálida..., y luego, río abajo, un río ancho, tropical... hasta llegar al mar y al transatlántico a punto de zarpar..., y voces roncas que gritaban adiós, y Juan a su lado sobre cubierta..., ella y Juan en marcha, mar azul, bajando la escala del comedor sonriéndose desde el otro lado de la mesa, como una comida en la «Maison Dorée», brisa nocturna... y el automóvil..., la sensación al encajar los engranajes del cambio de marchas, la salida de Londres a gran velocidad, dulcemente, sin esfuerzo, como si se deslizaran sobre hielo..., la subida por la loma de Shovel Down..., Lucía..., Juan..., Juan..., la enfermedad de Ridgeway... querido Juan...

Empezaba a conciliar el sueño ya, a sumirse en agradable beatitud.

Y, de pronto, un desasosiego agudo, una sensación de culpabilidad que la obligaba a volver a la realidad. Algo que debiera haber hecho. Algo ante cuya ejecución había retrocedido.

¿Nausicaa?

Lentamente, de muy mala gana, Enriqueta se levantó de la cama. Encendió las luces, cruzó hacia la escultura, retiró los paños.

Nausicaa, no. ¡Doris Saunders!

Sintió una punzada. Estaba dirigiéndose una súplica a sí misma. Estaba intentando convencerse. «Lo puedo arreglar..., lo puedo arreglar...»

—¡Estúpida! —se dijo—. Sabes qué tienes que hacer.

Porque si no lo hacía ahora, inmediatamente, mañana no tendría el valor. Era como si una destruyese su propia sangre, su propia carne. Hacía daño. Sí; hacía daño.

Quizá, pensó Enriqueta, sentían lo mismo los gatos cuando uno de sus gatitos está muy malo y lo matan.

Respiró con fuerza. Luego asió el barro, lo arrancó de la armadura, lo trasladó, en informe montón, al cajón donde solía almacenarlo.

Se quedó allí parada, jadeando, contemplándose las manos manchadas de barro sintiendo aún la violencia física y mental. Se limpió las manos despacio con todo esmero.

Volvió a la cama con una curiosa sensación de vacío y, sin embargo, con sensación de paz también.

Nausicaa, pensó tristemente, no volverá ya. Había nacido, sufrido, contaminado y muerto.

«Es raro —pensó Enriqueta—, cómo logran infiltrarse en una las cosas sin que una se dé cuenta.»

No había estado escuchando, no, lo que se llama escuchar, y, sin embargo, el conocimiento de la mente ordinaria, rencorosa, malintencionada de Doris había llegado a infiltrársele e inconscientemente le había sugestionado las manos.

Y ahora lo que había sido Nausicaa Doris, no era más que barro, nada más que la materia prima de la que, pronto, construiría otra cosa.

Enriqueta pensó, soñadora:

—¿Es eso, pues lo que es la muerte! ¿Es lo que nosotros llamamos personalidad nada más que la formación... la huella o impresión del pensamiento de alguien? El pensamiento... ¿de quién? ¿De Dios?

Ésa era la idea fundamental de Peer Gynt[5] ¿verdad? Vuelta al crisol del fundidor. ¿Dónde estoy yo, yo mismo, el hombre entero, el hombre verdadero? ¿Dónde estoy yo, con la señal de Dios en la frente?

¿Se sentía Juan así? Había estado tan cansado la otra noche..., tan desanimado. La enfermedad de Ridgeway... ¡En ninguno de aquellos libros se decía quién era Ridgeway! ¡Qué estupidez!, pensó; a ella le hubiera gustado saberlo... La enfermedad de Ridgeway... Juan...

Capítulo III

Juan Christow se hallaba sentado en su consultorio atendiendo a su penúltima paciente de aquella mañana. Sus ojos, comprensivos y animadores, la observaban mientras ella describía, explicaba, entraba en detalles. De vez en cuando movía la cabeza en gesto de asentimiento. Le hizo preguntas, le dio instrucciones. La paciente se sintió llena de agradecimiento. ¡El doctor Christow era verdaderamente maravilloso! Tenía tanto interés, se preocupaba tanto... Hasta el hablar con él le hacía a una sentirse más fuerte.

Juan Christow tomó una hoja de papel y empezó a escribir. Sería mejor darle un laxante, supuso. Aquel nuevo, norteamericano, muy bien envuelto en papel celofán y de un tinte atractivo, poco corriente, de rosa asalmonado. Muy caro, por añadidura, y difícil de encontrar. No todas las farmacias lo tenían. Probablemente se vería obligada a ir a aquella tiendecita de Wadur Street. Tanto mejor. Probablemente la animaría una barbaridad durante un mes o dos, luego tendría que pensar en otra cosa. Nada podía hacer por ella. Cuerpo enclenque, salud indiferente. La cosa no tenía remedio. No había cosa alguna en qué hincar el diente como quien dice. En eso no se parecía a la vieja Crabtree.

Una mañana aburrida. Provechosa desde el punto de vista económico, pero nada más. ¡Dios! ¡Qué cansado estaba! Harto de mujeres enfermizas y de sus indisposiciones. Paliativos, alivios, nada más que eso. A veces se preguntaba si valdría la pena. Pero siempre, en tales ocasiones, se acordaba de San Cristóbal y de la larga hilera de camas en la sala de Margaret Russell, y de la señora Crabtree que le miraba con desdentada sonrisa.

¡Ella y él se comprendían! La vieja era una luchadora, y no como aquella especie de babosa exánime que ocupaba la cama vecina. Estaba de su parte, deseaba vivir, aun cuando Dios sabría por qué teniendo en cuenta la miseria del barrio en que tenía su residencia, la perpetua borrachera del marido, la caterva de críos ingobernables, y la necesidad de trabajar día tras día, fregando interminables suelos en interminables despachos. ¡Dura e incesante esclavitud con bien pocas distracciones! Pero deseaba vivir, disfrutaba de la vida, de igual manera que él, Juan Christow, disfrutaba de ella. No eran las circunstancias de la vida las que ellos disfrutaban, sino la vida en sí, el deleite, la emoción de la existencia. Era curioso; una cosa que uno no hubiera sabido explicar. Se dijo que tendría que discutirlo con Enriqueta.

Se levantó para acompañar a la paciente hasta la puerta. Le estrechó la mano con calor, amistoso, animador. Su voz era animadora también, llena de interés, de comprensión. Se marchó reanimada, casi feliz. ¡El doctor Christow se tomaba tanto interés!

Al cerrarse la puerta tras ella, Juan Christow la olvidó. En realidad, apenas se había dado cuenta de su existencia, aun teniéndola delante. No había hecho más que desempeñar su papel. Obraba maquinalmente. No obstante, a pesar de que aquello apenas había rozado la superficie de su mente, le había dado fuerzas. Su respuesta había sido la respuesta automática del senador y sentía la sensación de haber reducido su fondo de energía.

Dios, pensó otra vez, ¡qué cansado estoy!

Sólo una paciente más a quien ver luego, el fin de semana libre. Pensó en él con agradecimiento. Hojas doradas teñidas de rojo y pardo; el húmedo y suave olor de otoño, el camino a través del bosque, los fuegos de leña... Lucía, el ser más encantador y único, con su extraña y esquiva mente de fuego fatuo. Prefería como anfitriones a Enrique y Lucía a todos cuantos anfitriones pudiera haber en Inglaterra. Y The Hollow era la casa más encantadora que conocía. El domingo pasearía por el bosque con Enriqueta, subiría hasta la cresta de la colina, olvidaría que había enfermos en el mundo. Gracias a Dios, pensó, que nunca le pasa nada a Enriqueta.