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Lady Angkatell le sonrió.

—Nada de particular, querido. Sólo se trata de atar un cabo que queda suelto.

Sir Enrique la miró dubitativo.

Cuando llegaron a The Hollow, Gudgeon acudió abrirles la portezuela del coche.

—Todo salió satisfactoriamente, Gudgeon —dijo lady Angkatell—. Tenga la bondad de decírselo a la señora Medway y a los demás. Ya sé cuan desagradable ha sido para todos ustedes y quisiera decirles ahora cuánto apreciamos sir Enrique y yo la lealtad de la que todos ustedes han dado muestras.

—Hemos estado hondamente preocupados por usted, milady —dijo Gudgeon.

—Es encantadora esa preocupación de Gudgeon —dijo Lucía al entrar en la sala—; pero, en realidad, innecesaria. La verdad es que casi me ha resultado divertido todo esto..., es tan diferente, ¿comprendes?, de a lo que una está habituada... ¿No sientes, David, que una experiencia de esta índole te ensancha la mente? Debe de ser tan distinto a Cambridge.

—Yo voy a Oxford —le contestó David con frialdad.

Lady Angkatell dijo vagamente:

—Las encantadoras regatas... Son tan inglesas, ¿no te parece?

Y se dirigió al teléfono.

Descolgó el teléfono y, con él en la mano, prosiguió:

—Confío muy de veras, David, en que volverás a pasar unos días con nosotros otra vez. Es tan difícil, ¿verdad?, llegar a conocer a la gente cuando hay un asesinato... Y completamente imposible celebrar una conversación verdaderamente inteligente.

—Gracias —contestó David—, pero cuando vuelva a tener vacaciones, me voy a Atenas..., al Colegio Británico.

Lady Angkatell se volvió hacia su marido.

—¿Quién está de embajador allí ahora? Ah, sí, claro Hope-Remmington. No; no creo que los encontrara David simpáticos. Las hijas tienen una vitalidad aterradora. Juegan al hockey y al cricquet, y un juego muy raro en que se coge no sé qué en una red.

Se interrumpió y se quedó contemplando el auricular.

—Pero, ¿qué hago yo con esto en la mano?

—Tal vez fueras a telefonearle a alguien —sugirió Eduardo.

—No lo creo —volvió a colgarlo—. ¿Te gustan los teléfonos, David?

Era la clase de pregunta, pensó David, irritado, que sólo a ella podía ocurrírsele hacer, la clase de pregunta a la que no podía darse una contestación inteligente. Replicó con frialdad, que suponía que resultaban útiles.

—¿Quieres decir —dijo lady Angkatell—, como máquinas de picar carne ? ¿O bandas de goma? No obstante, a una eso no...

Se interrumpió al aparecer Gudgeon en la puerta para anunciar que la comida estaba en la mesa.

—Pero te gustan las perdices —le dijo lady Angkatell a David con ansiedad.

David reconoció que le gustaban las perdices.

—A veces llego a creer que Lucía está verdaderamente mal de la cabeza —dijo Midge cuando ella y Eduardo se alejaron de la casa en dirección a los bosques muy cercanos a la finca.

Las perdices y la «sorpresa» soufflé habían resultado excelentes, y terminada ya la vista, parecía haberse aligerado ya el ambiente.

Eduardo dijo, pensativo:

—Yo siempre creo que Lucía tiene una mente brillante que se expresa como un concurso de fuga de palabras. Aunque sea mezcla de símiles, lo diré de otra manera: el martillo salta de clavo en clavo sin dejar ni una sola vez de darle a cada uno de lleno en la cabeza.

—Sea como fuere —anunció Midge muy seria—, Lucía me asusta a veces.

Agregó con un leve estremecimiento:

—Este sitio me asusta últimamente.

Eduardo la miró con asombro. Preguntó:

—¿The Hollow? A mí siempre me recuerda un poco a Ainswick. No es, claro está, Ainswick auténtico...

Midge le interrumpió:

—Ahí está la cosa, Eduardo. Me asustan las cosas que no son de verdad. Una no sabe, ¿comprendes?, lo que se oculta tras de ellas. Es como... ¡oh!, una máscara, como un antifaz.

—No debes dar rienda suelta a tu imaginación, Midge, pequeña.

Era el tono antiguo, el tono de indulgencia que había empleado antaño. Le había gustado entonces. Pero ahora la turbaba. Luchó por hacer más claro lo que quería decir, por demostrarle que, tras lo que él llamaba imaginación, se ocultaba la forma de una realidad vagamente vista, vagamente asida.

—Me deshice de esa sensación en Londres; pero ahora que estoy de vuelta aquí, se apodera de mí de nuevo. Se me antoja que aquí todo el mundo sabe quién mató a Juan Christow..., que la única persona que no lo sabe soy... yo.

Eduardo dijo con irritación:

—¿Es preciso que pensemos y hablemos de Juan Christow? Ha muerto. Está muerto y enterrado.

Midge murmuró:

«Está muerto y enterrado,

segado como la mies.

A la cabeza la hierba,

y una lápida a los pies.»

Posó una mano en el brazo de Eduardo.

—¿Quién le mató, Eduardo? Creíamos que era Gerda... pero no era Gerda. Pero entonces, ¿quién fue? Dime lo que opinas. ¿Fue alguien del que nunca hemos oído hablar?

Contestó él, irritado:

—No veo el provecho de toda esta especulación. Si la policía no puede averiguarlo, o no consigue pruebas suficientes, tendrán que darse por vencidos y abandonar el asunto... y nos desharemos de él.

—Sí; pero... es el no saber.

—¿Para qué hemos de querer saberlo? ¿ Qué tiene que ver Juan Christow con nosotros?

Con nosotros, pensó ella, ¿con Eduardo y conmigo? ¡Nada! Consolador pensamiento... ella y Eduardo unidos... una entidad dual. Y, sin embargo, y, sin embargo..., Juan Christow, a pesar de que se le había depositado en la fosa y se le había leído el servicio de difuntos, no estaba enterrado lo bastante hondo. Está muerto y enterrado... Pero Juan Christow no estaba muerto y enterrado, a pesar de lo mucho que Eduardo deseara que estuviese. Juan Christow todavía estaba allí, en The Hollow.

Eduardo preguntó:

—¿Adonde vamos?

Algo que notó en su tono le sorprendió. Dijo:

—Demos un corto paseo hasta la cresta de la colina, ¿quieres?

—Como gustes.

Dios sabe por qué razón iba de mala gana. Midge se preguntó por qué. Generalmente, aquél era su paseo favorito. Enriqueta y él acostumbraban casi siempre... Su pensamiento dio como un chasquido y se partió. ¡Enriqueta y él! Preguntó:

—¿Has estado por este camino este otoño?

Él respondió con sequedad:

—Enriqueta y yo subimos por él la primera tarde.

Siguieron andando en silencio.

Llegaron por fin a la cima y se sentaron en un árbol caído.

Midge pensó en seguida: «Enriqueta y él se sentaron aquí, quizá.»

Dio vueltas al anillo que llevaba en el dedo. El diamante centelleó fríamente. «Esmeraldas, no», había dicho él.

Dijo con un ligero esfuerzo:

—Será delicioso estar en Ainswick otra vez para Nochebuena.

Él no pareció oírla. Se hallaba lejos.

Pensó ella: «Está pensando en Enriqueta y en Juan Christow.»

Sentado allí, le había dicho algo a Enriqueta o Enriqueta le había dicho algo a él. Podría saber Enriqueta lo que ella no quería, pero Eduardo le pertenecía a Enriqueta aún.

Se sintió invadida por el dolor. La burbuja de felicidad en que había vivido durante la última semana se estremeció y estalló.

Pensó: «No puedo vivir así... con Enriqueta allí siempre en su recuerdo. No puedo enfrentarme con eso. No puedo soportarlo.»

El viento susurró entre los árboles. Las hojas caían aprisa, ya apenas quedaba una dorada, sólo las pardas.

Dijo ella: