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Eduardo y Midge en Ainswick..., la información terminada, iría a hablar con monsieur Poirot otra vez. Un hombre muy simpático.

De pronto se le ocurrió otra idea genial. Se incorporó en el lecho.

—Si habrá pensado en eso... —murmuró.

Saltó de la cama, bajó el pasillo hacia el cuarto de Enriqueta. Y, como de costumbre, empezó a hablar mucho antes de que la pudieran oír.

—Y... de pronto se me ocurrió, querida, que a lo mejor se te había pasado eso por alto.

Enriqueta murmuró, soñolienta:

—Por el amor de Dios, Lucía, que aún no se han levantado los pájaros.

—¡Oh, ya lo sé, querida, sí que es un poco temprano... pero parece haber sido una noche movida...! Eduardo y la cocinilla de gas, y Midge, y la ventana de la cocina... y el pensar que iba yo a decirle a monsieur Poirot y todo eso...

—Lo siento, Lucía, pero todo lo que dices me suena a chino. ¿No puedes esperar?

—Sólo se trata de la funda, querida. Creí, ¿sabes?, que a lo mejor no te habías acordado de la funda.

—¿Funda? —Enriqueta se sentó en la cama. Se había despabilado por completo de pronto—. ¿Qué es eso de una funda?

—Ese revólver de Enrique iba dentro de una funda, ¿sabes? Y la funda no se ha encontrado. Y, claro está, a lo mejor a nadie se le ocurre pensar en ella..., pero también puede suceder que a alguien...

Enriqueta saltó de la cama. Dijo:

—Una siempre se olvida de algo..., ¡eso es lo que dicen! ¡Y es verdad!

Lady Angkatell regresó a su alcoba.

Se metió en la cama y se quedó dormida al poco rato.

El escalfador colocado sobre el hornillo de gas empezó a hervir y continuó hirviendo.

Capítulo XXIX

Gerda rodó hacia un lado de la cama y se incorporó.

Tenía la cabeza un poco mejor ahora; pero seguía alegrándose de no haberse ido con los otros de merienda. Resultaba apacible y casi consolador encontrarse sola en la casa un rato.

Elisa, claro está, había sido muy bondadosa, mucho, sobre todo al principio. Para empezar, a Gerda se la había instado a que se quedara a desayunarse en la cama. Y le habían subido el desayuno en bandeja. Todo el mundo le pedía que se sentase en el sillón más cómodo, que alzara los pies, que no hiciese ningún esfuerzo.

Todos la compadecían mucho por lo de Juan. Acobardada, se había acogido con agradecimiento a aquella bruma protectora. No quería pensar, ni sentir, ni recordar.

Pero ahora lo sentía acercarse más cada día. Tendría que empezar a vivir otra vez, a decidir qué hacer y dónde alojarse. Elisa empezaba a dar ya leves muestras de impaciencia. «¡Oh, Gerda, no seas torpe!»

Todo volvía a ser lo mismo que había sido antaño, antes de que Juan se la llevara. Todos la creían lenta y estúpida. No había nadie que dijera, como había dicho Juan: «Yo me cuidaré de ti».

Le dolía la cabeza y Gerda pensó: «Haré un poco de té».

Bajó a la cocina y puso el escalfador en el fuego. Estaba a punto de hervir cuando oyó sonar el timbre de la puerta.

Les habían dado fiesta aquel día a las criadas y Gerda se acercó a la puerta y abrió. Se quedó asombrada al ver el coche de Enriqueta parado junto al bordillo, y a la propia Enriqueta en el umbral.

—¡Enriqueta! —exclamó. Retrocedió un par de pasos—. Entra. Mi hermana y los niños están fuera, pero...

Enriqueta la interrumpió.

—Me alegra —dijo—. Quería pillarte sola. Escucha, Gerda, ¿qué hiciste con la funda?

Gerda se paró en seco. Sus ojos se tornaron de pronto vacuos e incomprensivos. Dijo:

—¿Funda?

Abrió la puerta del cuarto de la derecha del vestíbulo.

—Más vale que entres aquí. Me temo que hay un poco de polvo. ¿Sabes? Es que no hemos tenido mucho tiempo esta mañana.

Enriqueta volvió a interrumpirla con urgencia:

—Escucha, Gerda: tienes que decírmelo. Fuera de la funda, todo está bien..., no hay posibilidad de un escape. No hay nada que pueda relacionarte con el asunto. Encontré el revólver donde lo habías metido, en el macizo junto a la piscina. Lo escondí en un lugar donde era imposible que lo hubieses puesto tú..., y tiene en la culata unas huellas dactilares que jamás podrán identificar. Conque sólo queda la funda. Es preciso que sepa qué has hecho de ella. Dímelo, dímelo.

Hizo una pausa, rogando al cielo desesperada que Gerda reaccionara aprisa.

No sabía por qué experimentaba aquella sensación de vital urgencia; pero el hecho era que la sensación existía. Nadie la había seguido; estaba segura de eso. Había salido por la carretera de Londres. Y, al detenerse a llenar el depósito de gasolina en un garaje, había dicho que se hallaba en camino de la metrópoli. Luego, un poco más allá, había cruzado a campo traviesa hasta llegar a una carretera que conducía en dirección sur hacia la costa.

Gerda aún la estaba mirando como atontada. Lo malo de Gerda, pensó Enriqueta, era su gran lentitud de comprensión.

—Si aún la tienes, Gerda, has de dármela a mí. Yo me desharé de ella como pueda. Es la única cosa que puede relacionarte con la muerte de Juan, ¿comprendes?..? ¿La tienes?

Hubo una pausa, y luego Gerda movió lenta y afirmativamente la cabeza.

—¿No comprendes que era una locura quedarte con ella?

Enriqueta apenas podía ocultar su impaciencia.

—Me olvidé de ella. Estaba en mi cuarto.

Agregó:

—Cuando la policía vino a Harley Street la corté en pedazos y la metí en la bolsa de las cosas de cuero que hago.

Dijo Enriqueta:

—Fue una idea ingeniosa.

—No soy tan estúpida como la gente cree.

Se llevó la mano a la garganta. Dijo:

—Juan... ¡Juan!

Se quebró su voz.

Dijo Enriqueta:

—Comprendo, querida..., comprendo.

Dijo Gerda:

—Tú no puedes comprender... Juan no era... no era...

Se quedó muda y su aspecto despenaba compasión. Alzó de pronto la mirada hacia el rostro de Enriqueta.

—¡Todo era una mentira..., todo! ¡Todas las cosas que yo creí que era! Le vi la cara cuando siguió a esa mujer aquella noche, Verónica Cray. Sabía que la había querido, claro está, hace años, antes de que se casara conmigo; pero creí que todo había terminado.

Enriqueta dijo con dulzura:

—Sí que había terminado.

Gerda movió negativamente la cabeza.

—No. Se presentó allí, y fingió que no había visto a Juan desde hace años..., pero yo vi la cara de Juan. Salió con ella. Yo me quedé allí, intentando leer... Intenté leer aquella novela policíaca que había estado leyendo Juan. Y Juan no vino. Y, por fin, salí...

Parecía tener los ojos vueltos hacia dentro, viendo la escena.

—Había luna. Seguí la senda hasta la piscina. Vi luz en el pabellón. Estaban allí... Juan y esa mujer.

Enriqueta hizo un leve sonido.

El semblante de Gerda había cambiado. No quedaba en él nada de su acostumbrada y levemente vacua amabilidad. Era ahora un rostro implacable, sin piedad.

—Yo había confiado en Juan. Había creído en él..., como si fuera el propio Dios. Le creía el hombre más noble del mundo. Le creí todo lo que fuera bueno y noble. Y... ¡era todo una mentira! Me quedé sin nada..., sin nada en absoluto. Yo... ¡yo había adorado a Juan!

Enriqueta la estaba mirando fascinada. Porque allí, ante sus ojos, se hallaba lo que ella adivinaba, aquello a lo que diera vida al esculpirlo en madera. Aquélla era «La Adoración». Una devoción ciega, que ha visto romperse en mil pedazos a su ídolo, que ya no tiene punto de apoyo... desilusionada, peligrosa.

Dijo Gerda:

—No podía soportarlo! ¡Tuve que matarle! Tuve que hacerlo..., ¿verdad que te das cuenta de eso, Enriqueta?

Lo dijo en tono normal, casi amistoso.

—Y comprendí que tendría que andar con mucho cuidado, porque la policía es lista. Pero, después de todo, yo no soy tan estúpida como la gente cree. Si una se muestra muy lenta y se limita a mirar fijamente cuando le hablan, la gente cree que una no comprende las cosas, que las cosas no le penetran en el cerebro. Y, a veces, para los adentros de una, ¡una se está riendo de ellos! Sabía que podía matar a Juan y que nadie lo adivinaría, porque leí en aquel libro detectivesco que la policía sabe qué revólver ha disparado una bala. Sir Enrique me había enseñado a cargar y disparar un revólver aquella tarde. Yo me llevaría dos revólveres. Mataría a Juan con uno de ellos y luego lo escondería. Dejaría que me encontrasen con el otro en la mano. Empezarían por creer que le había matado yo y luego descubrirían que yo no podía haberle matado con aquel revólver, y así dirían que no era yo la culpable después de todo.