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Hizo una pausa y luego continuó:

—La conservé en mi bolso-cartera hasta que pude llevármela a Londres. Después la escondí en el estudio hasta tener la ocasión de volver a The Hollow con ella y esconderla donde la policía no pudiera encontrarla.

—El caballo de barro —murmuró Poirot.

—¿Cómo lo sabía usted? Sí; la metí en una bolsa de esponjas, coloqué el armazón a su alrededor, y construí el modelo encima. Después de todo, mal podrían los agentes destruir la obra de arte de una escultora, ¿verdad? ¿Qué le hizo deducir dónde estaba?

—El hecho de que escogiera usted como modelo un caballo. Inconscientemente asoció usted la idea con el Caballo de Troya. Pero las huellas dactilares... ¿cómo se las arregló usted para conseguirlas?

—Un ciego anciano que vende cerillas en la calle. Él no sabía qué era lo que le pedía que me tuviera un momento mientras sacaba dinero para pagarle las cerillas.

Poirot la miró un instante.

C'est formidable! —murmuró—. Es usted uno de los mejores antagonistas, mademoiselle, que he tenido yo jamás dentro de mi oficio.

—¡Ha resultado terriblemente agotador el intentar mantenerle siempre a distancia!

—Lo sé. Empecé a darme cuenta de la verdad en cuanto vi que el plan estaba ideado de suerte que no comprometiera a ninguna persona determinada, sino que hiciera recaer las sospechas sobre todos... menos sobre Gerda Christow. Todos los indicios señalaban siempre en dirección contraria a ella. Dibujó usted Ygdrasil deliberadamente para llamar mi atención y hacerse usted sospechosa. Lady Angkatell, que sabía perfectamente lo que estaba haciendo, se divirtió lanzando al pobre inspector Grange primero en una dirección y luego en otra. Hacia David... hacia Eduardo... hacia mí mismo.

»Sí; sólo se puede hacer una cosa si se quiere alejar toda sospecha de una persona que es culpable. Hay que sugerir culpabilidad por otro lado, pero sin precisarla. Es por eso que todos los indicios parecían prometedores, pero acababan siempre por no conducir a ninguna parte.

Enriqueta dirigió una mirada a la figura caída en la silla. Dijo:

—¡Pobre Gerda!

—¿Es éste el sentimiento que le ha animado a usted desde el primero hasta el postrer momento?

—Creo que sí. Gerda amaba locamente a Juan; pero no quería amarle tal cual era. Le alzó un pedestal y le atribuyó todas las características magníficas, nobles y abnegadas. Y cuando se derrumba un ídolo no queda nada.

Hizo una pausa y luego continuó:

—Pero Juan era algo mucho más grande que un simple ídolo sobre un pedestal. Era un ser humano de verdad, viviente, vital. Era generoso, y cálido, y dinámico, y era un gran médico... sí, un gran médico. Y ha muerto, y el mundo ha perdido a un hombre muy grande. Y yo he perdido al único hombre que amaré jamás.

Poirot le posó una mano dulcemente en el hombro. Dijo:

—Pero usted es de las que pueden vivir con una espada clavada en el corazón... que puede seguir adelante con una sonrisa...

Enriqueta alzó la mirada hacia él. En sus labios se dibujó una amarga sonrisa.

—Eso es un poco melodramático, ¿verdad?

—Es porque soy extranjero y me gusta emplear palabras hermosas.

Dijo Enriqueta de pronto:

—Ha sido usted muy bondadoso conmigo.

—Eso es porque la he admirado siempre mucho.

—Monsieur Poirot, ¿qué vamos a hacer? En lo que a Gerda se refiere, quiero decir.

Poirot tiró de la bolsa de labor hacia él. Vació su contenido: trozos de cuero de distintos colores. Había unos pedazos de cuero castaño muy brillante. Poirot los juntó.

—La funda. Me la llevo yo. Y la pobre madame Christow estaba desquiciada. La muerte de su marido fue un golpe demasiado rudo para ella. El Jurado hallará que se quitó la vida por su propia mano en un momento de enajenación mental...

Enriqueta preguntó lentamente:

—¿Y nadie sabrá nunca la verdad de lo ocurrido?

—Creo que lo sabrá una persona. El hijo del doctor Christow. Yo creo que un día vendrá a mí y me pedirá que le diga la verdad.

—¡Pero usted no se la dirá! —exclamó Enriqueta.

—Sí, se la diré.

—¡Oh, no!

—Usted no comprende. Para usted resulta intolerable que se le hiera a nadie. Pero, para algunas inteligencias, hay algo más insoportable aún: el no saber. Oyó usted a esta pobre mujer decir hace muy poco rato: «Terry siempre tiene que saber.» Para la mente científica, la verdad es lo primero. La verdad, por muy amarga que sea, puede ser aceptada y empleada para tejer un sistema de vida.

Enriqueta se puso en pie.

—¿Me quiere usted aquí, o será preferible que me vaya?

—Sería mejor que se fuese, creo yo.

Ella movió afirmativamente la cabeza. Luego dijo, hablando más consigo misma que con Poirot:

—¿Dónde he de ir? ¿Qué haré yo... sin Juan?

—Está usted hablando igual que Gerda Christow. Usted sabrá dónde ir y qué hacer.

—¿Usted lo cree? Estoy tan cansada, monsieur Poirot... tan cansada...

Dijo él con dulzura:

—Váyase, hija mía. Su sitio está entre los vivos. Yo me quedaré aquí con los muertos.

Capítulo XXX

Camino de Londres en su coche, las dos frases repercutían en el cerebro de Enriqueta: «¿Qué haré yo? ¿Dónde he de ir?»

Durante las últimas semanas había estado excitada, en tensión perpetua. Había tenido una misión que cumplir, una misión que Juan le había encomendado. Pero ahora su tarea había terminado. Había fracasado... ¿o había triunfado? Desde los dos puntos podía mirarse. Pero, míraselo como se lo mirara, la tarea estaba terminada. Y experimentaba el terrible cansancio hijo de la reacción.

Recordó las palabras que le dijera Eduardo aquella noche en la terraza, la noche de la muerte de Juan, la noche en que se dirigiera a la piscina y entrara en el pabellón para ponerse, deliberadamente, a la luz de una cerilla, a dibujar Ygdrasil en el velador de hierro. Firme de propósito, haciendo planes, sin poderse sentar aún llorar... llorar a los muertos. «Quisiera —le había dicho a Eduardo— llorar a Juan.»

Pero no se había atrevido a reaccionar entonces, no se había atrevido a permitir que el dolor se adueñara de ella.

Ahora, sin embargo, podía llorar. Ahora disponía de todo el tiempo del mundo.

Dijo entre dientes:

—Juan..., Juan...

Se sintió abrumada por la amargura y una negra rebelión.

Se dijo: «Lástima que no me hubiese bebido esa taza de té.»

El conducir le aplacaba los nervios, le daba fuerzas para hacer frente al momento. Pero pronto estaría en Londres. Pronto encerraría el coche en el garaje y se dirigiría a su estudio desierto. Vacío, puesto que Juan jamás volvería a sentarse allí, a hablarle con tono autoritario, a enfadarse con ella, a amarla más de lo que deseaba amarla, a hablarle con animación de la enfermedad de Ridgeway, a contarle sus triunfos y sus angustias y fracasos con la señora Crabtree en el Hospital de San Cristóbal.

Y, de pronto, el negro palio que yacía sobre su mente se alzó y tuvo un pensamiento:

«Claro. Ahí es donde iré. A San Cristóbal.»

Tendida en la estrecha cama del hospital, la anciana señora Crabtree miró a su visitante con ojos irritados y risueños.

Era tal como la había descrito Juan, y Enriqueta experimentó un súbito calor, una elevación de espíritu. ¡Aquello era real! ¡Aquello duraría! Allí, para un rato, había vuelto a encontrar a Juan.

—¡Pobre doctor! Terrible, ¿verdad? —estaba diciendo la señora Crabtree. Expresaba su voz fruición, además de sentimiento. Porque la señora Crabtree amaba la vida. Y las muertes repentinas, sobre todo los asesinatos o las muertes de sobreparto, eran las partes más ricas del tapiz de la vida—. ¡Mira que ir a dejarse matar así! Me revolvió el estómago de verdad cuando me enteré. Lo leí en los periódicos. La hermana me dio todo lo que pudo encontrar. Se portó muy bien. Había fotografías y todo. La piscina y todo eso. La mujer saliendo de la prueba, la pobre, y esa lady Angkatell a quien pertenecía la piscina. La mar de fotos. Fue un verdadero misterio, ¿verdad?