Enriqueta no encontró repulsivo el evidente placer que la noticia había proporcionado a la anciana. Le gustaba, porque sabía que le hubiera gustado al propio Juan. Si había de morir, prefería, con mucho, que la señora Crabtree hallara motivo de diversión y no que se echara a llorar.
—Lo único que pido es que pillen a quien lo haya hecho y le ahorquen —continuó la señora Crabtree, vengativa—. Ahora no ahorcan a la gente en público como antes y eso sí que es una lástima. Siempre me ha parecido que me gustaría ir a ver cómo ahorcaban a alguien. E iría a doble velocidad a ver ahorcar a quien haya matado al doctor. Tiene que haber sido un malvado. ¡Si como el doctor no había otro! ¡Era más listo...! ¡Y más simpático! Le hacía a una reír aunque no quisiera. ¡Lo que llegaba a decir a veces! Yo hubiera hecho cualquier cosa por el doctor, ¡vaya que sí!
—Sí —dijo Enriqueta—; era un hombre muy inteligente. Era un gran hombre.
—¡Le tienen un cariño loco en el hospital! Todas esas enfermeras. Y sus pacientes. Siempre quedaba una convencida de que iba a ponerse bien cuando él se acercaba a reconocerla.
—Conque usted va a ponerse bien —dijo Enriqueta.
Los ojuelos perspicaces se nublaron un instante.
—No estoy yo tan segura de eso, hija mía. Ahora me asiste ese joven tan bien hablado de las gafas. Completamente distinto al doctor Christow. ¡Siempre con sus bromas! Me ha hecho pasar ratos terribles con ese tratamiento suyo. «No puedo aguantar más, doctor», le decía yo. Y «¡Ya lo creo que puede, señora Crabtree!», me decía él a mí. «Es usted dura de pelar. Puede aguantar mucho. Vamos a hacer época en la medicina usted y yo.» Y la animaba a una y la hacía reír. Yo hubiera hecho cualquier cosa por el doctor. Esperaba mucho de una; pero a una le parecía que no debía darle chasco. Había que aguantar y demostrar que no había confiado en una en vano. No sé si me comprende.
—Sí, sí —dijo Enriqueta.
Los perspicaces ojuelos la escudriñaron.
—Perdone, hija mía, pero, ¿no será usted la mujer del médico por casualidad?
—No —contestó Enriqueta—; no soy más que una amiga.
—Comprendo —dijo la anciana.
Y Enriqueta obtuvo la impresión de que, en efecto, comprendía.
—¿Qué es lo que la hizo venir a verme, si es que no la molesta que se lo pregunte?
—El doctor acostumbraba hablarme mucho de usted... y de su nuevo tratamiento. Deseaba ver cómo se encontraba.
—Estaba yendo para atrás, eso es lo que me pasa.
Enriqueta exclamó:
—Pero, ¡si es que no debe ir para atrás! Tiene que ponerse buena.
—No vaya a creer que quiero estirar la pata, porque no es verdad.
—Bueno, pues luche entonces. El doctor Christow dijo que era usted una luchadora.
—Sí, ¿eh?
La señora Crabtree permaneció quieta y callada unos instantes. Luego dijo, muy despacio:
—¡El que lo haya matado es un malvado! No hay muchos como él.
—Tenga ánimo, querida —le dijo.
Y agregó:
—Tuvo un entierro muy bueno —contestó Enriqueta para darle esa satisfacción.
—¡Ah! ¡Ojalá hubiese podido yo ir a él! —suspiró—. Iré a mi propio entierro pronto, supongo.
—¡No! —exclamó Enriqueta—. No tiene usted que dejarse ir. Dijo hace un momento que el doctor Christow le había dicho que usted y él iban a hacer época en la historia de la medicina. Bien, pues ha de continuar la lucha usted sola. El tratamiento es el mismo. Tiene usted que hacer coraje para dos... y tiene usted que hacer historia sola... para él.
La señora Crabtree la miró un momento.
—Parece magnífico eso. Haré todo lo que pueda, hija mía. No puedo decir más.
Enriqueta se puso en pie y la tomó por la mano.
—Adiós. Volveré a venir otra vez a verla, si me lo permite.
—Sí, vuelva. Me hará bien hablar del doctor un poco. —En sus ojos volvió a aparecer el destello del humor—. Todo un hombre en todos los sentidos; eso era el doctor Christow.
—Sí —asintió Enriqueta—; lo era.
Dijo la anciana:
—No pene, muchacha... lo que se fue se fue. Una no puede hacerlo volver.
La señora Crabtree y Hércules Poirot, pensó Enriqueta, expresaban la misma idea en distinto lenguaje.
Volvió a Chelsea, encerró el coche en el garaje y echó a andar lentamente hacia el estudio.
«Ahora —pensó— ha llegado el momento que he estado temiendo... el momento de hallarme sola.»
«Ahora ya no puedo aplazarlo más. Ahora está el dolor aquí conmigo.»
¿Qué le había dicho a Eduardo? «Quisiera llorar a Juan.»
Se dejó caer en una silla y se apartó el cabello de la cara.
Sola... vacía... abandonada.
Aquel vacío terrible.
Desgranaron lágrimas sus ojos, lágrimas que le resbalaron lentamente, por la mejillas.
Dolor, pensó, dolor por Juan.
—«¡Oh, Juan... Juan!»
Recordando, recordando... la voz de él, aguda y dolorida:
«Si yo estuviera muerto, lo primero que harías, resbalándote por las mejillas el llanto, sería empezar a modelar una plañidera, o alguna representación del dolor.»
Se agitó, inquieta. ¿Por qué le había acudido aquel pensamiento a la cabeza?
Dolor... Dolor... Una figura velada, apenas perceptible la silueta, encapuchada la cabeza...
Alabastro.
Le parecía verla: alta, alargada, oculta su pena, revelada tan sólo por las largas líneas tristes de su velo...
El dolor, surgiendo del alabastro claro y diáfano.
«Si yo estuviera muerto...»
Y una oleada de amargura la anegó.
Pensó: «¡Eso es lo que soy! Juan tenía razón. Yo no puedo amar... Yo no puedo llorar... no con todo mi ser.»
«Es Midge... son las personas como Midge las que son la sal de la tierra.»
Midge y Eduardo en Ainswick.
Eso era la realidad, fuerza, calor.
«Pero yo —pensó— no soy una persona completa. No me pertenezco a mí misma, sino a algo que está fuera de mí.»
«No puedo llorar a los muertos.»
«En lugar de eso, he de tomar mi dolor y convertirlo en una figura de alabastro...»
Modelo número 58. «Dolor.» Alabastro. Señorita Enriqueta Savernake...
Dijo en un susurro:
«Perdóname, Juan, perdóname por lo que tengo que hacer sin poderlo remediar.»
Notas
[1] La autora nos da aquí una muestra de la actividad mental de lady Angkatell. Las palabras de su interlocutora: «...te comes todos los eslabones...» la han hecho pensar en el «eslabón perdido», de la teoría de Darwin, el antropoide que ha de servir de nexo de unión entre los monos y el hombre en la cadena evolutiva, eslabón que, por cierto, aún no ha sido hallado. Por eso dice Lucía: «Igual que un mono», frase que, en realidad, no tiene nada en absoluto que ver con lo que está hablando. (N. del T.)
[2] En Inglaterra no se conoce más bellota que la del roble, y por consiguiente, el pueblo inglés no concibe que pueda ser humano comer fruta semejante, allí no sirve más que para alimentar a los cerdos. El original no dice «fruta de roble», sino «mast», nombre genérico cuyo vocablo español aproximado es seguramente «pastura», que en realidad, tampoco es lo mismo. Porque «mast» se llama no solamente a la bellota, sino a la castaña (que en Inglaterra tampoco es comestible), al hayuco, y al fruto de otros árboles que sirven de alimento a los cerdos. (N. del T.)
[3] Nueva prueba de cómo funciona el cerebro de Lucía Angkatelclass="underline" Asociación de ideas. Seguramente la forma de la cabeza de Poirot la ha hecho pensar en un huevo, y el parecido ha adquirido mayor realce en su mente porque la única vez que viera al detective éste iba vestido de blanco. (N. del T.)