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Y luego, con brusco arranque de humorismo:

—¡Jamás me lo diría si le ocurriese!

Un paciente más que recibir. Debía oprimir el timbre sobre la mesa. Pero, sin saber por qué, demoró el acto. Ya iba retrasado. La comida estaría esperándole ya arriba, en el comedor. Gerda y los niños estarían aguardando. Era preciso que terminase.

Se le había ido acentuando últimamente este cansancio. Era la causa de la irritabilidad siempre creciente, de cuya existencia se daba cuenta, pero no podía frenar. Pobre Gerda, pensó; tenía mucho que aguantar. Si siquiera no fuese tan sumisa..., ¡si no estuviera tan dispuesta a reconocerse culpable cuando, la mitad de las veces, la culpa la tenía él! Días había en que todo lo que decía o hacía Gerda contribuía a irritarle, y principalmente, pensó, con remordimiento, eran las virtudes de ella lo que le irritaba. Era su paciencia, su abnegación, la subordinación de sus deseos a los de él, lo que despertaba su mal humor. Y jamás se mostraba resentida por sus arrebatos de ira, jamás se aferraba a su propio punto de vista cuando era contrario al de él, nunca intentaba campar por sus respetos.

(Bueno, pensó, por eso te casaste con ella, ¿no ? ¿De qué te quejas? Después de aquel verano de San Miguel...)

Era raro, cuando uno se paraba a pensar que aquellas mismas cualidades que le irritaban en Gerda eran las que tantas ganas tenía de encontrar en Enriqueta. Lo que le irritaba de Enriqueta... (No; no era ésa la palabra; era ira, no irritación, lo que ella inspiraba.) Lo que le enfurecía era la absoluta rectitud de Enriqueta en cuanto a él se refería. Estaba tan en contraposición con la actitud que adoptaba hacia el mundo en general... Le había dicho una vez:

—Creo que eres la embustera mayor que he conocido.

—Tal vez.

—Siempre estás dispuesta a decirle a la gente cualquier cosa si ello ha de agradarle, de causarle satisfacción.

—Eso me parece a mí lo más importante.

—¿Más importante que decir la verdad?

—Mucho más.

—Entonces, ¿por qué, en nombre de Dios, no puedes mentirme un poco a mí?

—¿Quieres que lo haga?

—Sí.

—Lo siento, Juan, pero no puedo.

—Debes saber lo que quiero que me digas...

Vamos, no debía empezar a pensar en Enriqueta ahora. La vería aquella tarde. Lo que hacía falta ahora era acabar de cumplir su obligación. Tocar el timbre a ver a aquella maldita mujer, a la única paciente. ¡Otro ser enfermizo! Una décima parte indisposición verdadera, y nueve décimas hipocondría. Bueno, ¿y por qué no había de disfrutar de mala salud mientras estuviese dispuesta a pagar por semejante privilegio? Servía de contrapeso a las señoras Crabtree del mundo.

Pero siguió allí inmóvil aún.

Estaba cansado. Le parecía que llevaba cansado muchísimo tiempo. Había algo que deseaba con verdadero anhelo.

Y surgió en su cerebro el pensamiento: «Quiero ir a casa.»

Le asombró. ¿De dónde había salido aquel pensamiento? Y, ¿qué significaba? ¿Casa? Nunca había tenido casa. Sus padres habían sido anglo—indios. Se había criado pasando de tío a tío, una vacunación cada uno. La primera casa permanente, el primer hogar que había conocido, era aquella casa de Harley Street, aquella casa en que tenía el consultorio.

¿Pensaba en aquella casa como hogar? Sacudió la cabeza. Sabía que no.

Pero se había despertado su curiosidad de médico. ¿Qué había querido decir con aquella frase que tan de repente había surgido en su cerebro?

«Quiero ir a casa.»

Algo tenía que haber, alguna imagen.

Entornó los párpados. Algún fondo debía de haber.

Y claramente, ante sus ojos mentales, vio el azul oscuro del mar Mediterráneo, las palmeras, los cactos, las chumberas. Olió el cálido polvo estival y recordó la frescura del agua tras yacer en la playa al sol. ¡San Miguel!

Se sobresaltó, se turbó levemente. No había pensado en San Miguel desde hacía años. Desde luego, no tenía el menor deseo de regresar allá. Todo aquello pertenecía a un capítulo pasado de su vida.

Aquello había sido doce, catorce, quince años antes. Y, ¡había obrado bien! ¡Su criterio había sido justo! Había estado locamente enamorado de Verónica; pero hubiese sido un error. Verónica se lo hubiera tragado en cuerpo y alma. Era una egoísta completa y no se había recatado en reconocerlo. Verónica se había apoderado de la mayoría de las cosas que había deseado; pero no había podido apoderarse de él. Él se había escapado. Probablemente le habría tratado mal desde un punto de vista convencional. ¡La habría plantado! Pero la verdad era que deseaba vivir su propia vida y eso no se lo hubiese consentido Verónica. Ella tenía la intención de vivir la vida de ella y arrastrar a Juan consigo de comparsa.

Se había quedado asombrada cuando él se negó a acompañarla a Hollywood.

Había dicho con desdén:

—Si tantas ganas tienes de ser médico, puedes doctorarte allí, supongo; pero es completamente innecesario. Tienes dinero para vivir y yo ganaré el dinero a espuertas.

Y él había contestado, con vehemencia:

—Es que me gusta mi profesión. Voy a trabajar con Radley.

Su voz, llena de juvenil entusiasmo, había pronunciado el nombre con respeto y veneración.

Verónica dio un respingo.

—¿Ese viejo tan estrambótico?

—Ese viejo tan estrambótico —había exclamado Juan, con ira— ha hecho algunos de los descubrimientos más valiosos en cuanto se relaciona con la enfermedad de Pratt.

Ella le había interrumpido: ¿A quién le importaba la enfermedad de Pratt? California, dijo, tenía un clima encantador. Y era divertido ver mundo. Agregó:

—Lo odiaré todo sin ti. Te quiero, Juan... Te necesito.

Y entonces, y con gran asombro de Verónica, él había propuesto que rechazara el ofrecimiento que le habían hecho desde Hollywood, se casara con él, y se resignara a vivir en Londres.

Ella se echó a reír y se mostró firme. Iba a ir a Hollywood, y amaba a Juan, y Juan tenía que casarse con ella y acompañarla. Tenía una confianza ilimitada en su belleza y en su poder.

Él había comprendido que no quedaba más que una cosa que hacer y la había hecho. Le había escrito, rompiendo su compromiso.

Mucho había sufrido, pero jamás había dudado de que lo hecho fuese lo más prudente. Había vuelto a Londres y empezado a trabajar con Radley. Y un año más tarde se había casado con Gerda, que era tan distinta a Verónica en todo como era posible serlo.

La puerta se abrió y entró su secretaria, Beryl Collins.

—Aún le queda a usted por recibir a la señora Forrester.

Él contestó con brevedad:

—Lo sé.

—Creí que pudiera habérsele olvidado.

Cruzó la habitación y salió por la puerta más lejana. Christow la siguió con la mirada. Una muchacha que no tenía nada de bonita, pensó, pero que era la eficiencia personificada. Estaba con él desde hacía seis años. Jamás cometía un error, ni se azoraba, ni se preocupaba, ni se metía prisa. Tenía negro el cabello, un cutis barroso y una barbilla que expresaba determinación. A través de los gruesos cristales de sus gafas, unos ojos grises despejados, le contemplaban a él, y contemplaban al resto del Universo, con la misma desapasionada atención.

Había querido una secretaria fea, que no anduviera con tonterías, y había conseguido una secretaria, sin tonterías de ninguna clase. Pero, a veces, con una falta de lógica inexplicable, Juan Christow se sentía resentido. Según todas las reglas de teatro y de novela, Beryl debiera haberle sido tan leal y afectuosa como un perro. Pero siempre había sabido que para Beryl, él no pintaba nada. Ni le inspiraba él devoción, ni abnegación. Jamás se había sentido impresionada por su personalidad, ni influida por su simpatía. A veces llegó a preguntarse incluso si no le inspiraría antipatía.