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La había oído hablar una vez con una amiga por teléfono.

—No —había dicho—; en realidad, no creo que sea mucho más egoísta de lo que era. Quizá sea más bien más falto de consideración y más inconsciente.

Había comprendido que hablaba de él, y durante veinticuatro horas completas se había sentido francamente molesto.

Aun cuando el ciego e irrazonador entusiasmo de Gerda le irritaba, la serena crítica de Beryl le irritaba también. Total; pensó, que casi todas las cosas me irritan...

Por algo pasaría eso. ¿Exceso de trabajo? Tal vez, no; ésa era la excusa. Aquella creciente impaciencia, aquel cansancio y aquella irritación, tenían un significado más profundo. Pensó:

«Eso no puede ser. No puedo continuar así. ¿Qué me pasa? Si pudiera marcharme...»

Ahí estaba otra vez la idea que surgía para salirle al encuentro a la expresada idea de huir.

Quiero irme a casa...

¡Qué tonterías estaba diciendo...! ¡El 404 de Harley Street era su casa!

Y la señora Forrester estaba sentada en la salita de espera. Una mujer cargante. Una mujer que tenía demasiado dinero y demasiado tiempo libre que dedicar a pensar en sus achaques.

Alguien le había dicho en cierta ocasión:

—Debe hastiarse usted de esos pacientes ricos que siempre andan imaginándose enfermos. ¡Debe resultar tan satisfactorio tratar a los pobres, que sólo acuden cuando les pasa algo de verdad!

Él había sonreído. Eran curiosas las ideas que tenía la gente acerca de los pobres. Deberían haber visto a la vieja señora Pearstock, paciente de cinco clínicas distintas, que se presentaba todas las semanas para llevarse gratis botellas de medicina, linimento para la espalda, jarabes para la tos, aperitivos, mezclas digestivas...

—Catorce años hace que tomo la medicina parda, doctor, y es la única que me sirve para algo. Aquel médico joven de la semana pasada me dio una medicina blanca. ¡Como si eso pudiera servirme para algo! Es de sentido común, ¿no le parece, doctor?; quiero decir que hace catorce años que tomo la medicina parda y, si no me tomo la parafina como siempre, y esas píldoras pardas...

Le parecía estar oyendo la lloricona voz. Una mujer robusta, con una salud a prueba de bomba. ¡Ni la cantidad de medicinas que tomaba lograba ponerla enferma!

Eran lo mismo, exactamente iguales, hermanas gemelas en espíritu, la señora Pearstock del humilde barrio de Tottenham y la señora Forrester, de la señorial Park Line. Uno la escuchaba y escribía en una hoja de papel de lujo, o en la tarjeta de un hospital, según el caso...

Dios, ¡qué cansado estaba de todo aquello...!

Mar azul, la leve y dulce fragancia de la mimosa, polvo cálido...

Hacía quince años. Todo aquello había terminado para siempre. Sí, terminado, a Dios gracias. Habría tenido el valor suficiente para romper con ella.

¿Valor? Murmuró un diablillo en sus adentros. ¿Es eso lo que tú llamas valor?

Hombre, había sido sensato, ¿verdad? Trabajo le había costado arrancarse. ¡Qué diablos, le había hecho daño de verdad! ¡Le había dolido horrores! Pero había seguido adelante, había cortado los lazos, había vuelto a su patria, se había casado con Gerda.

Tenía una secretaria que no podía presumir de guapa, y una mujer que tampoco podía hacer alarde de belleza. Eso era lo que deseaba, ¿verdad? Ya estaba hasta la coronilla de belleza. Había visto lo que una persona como Verónica podía hacer con su belleza. Había visto el efecto que le hacía a todo hombre que se hallaba a tiro. Tras Verónica, había deseado la seguridad. Seguridad, paz y devoción, y tranquilidad, cosas duraderas de la vida. En resumen, había querido a Gerda. Había deseado a alguien que no tuviera más idea de la vida que las suyas, que aceptara sus decisiones, que, ni durante un instante siquiera, tuviese ideas propias...

¿Quién era el que había dicho que la verdadera tragedia de la vida era que uno consiguiese lo que deseaba?

Oprimió con ira el timbre que tenía sobre la mesa.

Despacharía a la señora Forrester. También aquél era un caso en que se ganaba el dinero con facilidad. De nuevo escuchó, hizo preguntas, tranquilizó, se mostró comprensivo, infundió algo de su sensación de energía. De nuevo extendió receta para un específico muy raro.

La mujer enfermiza y neurótica que había entrado en el consultorio arrastrando los pies, salió con paso firme, coloreadas las mejillas, con la sensación de que, después de todo, quizá valiera la pena vivir.

Juan Christow se retrepó en su asiento. Estaba libre ya. Libre para subir la escalera y reunirse con Gerda y los niños. Libre de las preocupaciones de enfermedad y sufrimientos durante el fin de semana.

Pero seguía experimentando la extraña falta de inclinación a moverse, aquella nueva y singular lasitud de voluntad.

Estaba cansado..., cansado..., cansado...

Capítulo IV

En el comedor del piso de encima del consultorio, Gerda Christow estaba contemplando un cuarto de cordero.

¿Debía mandarlo a la cocina para que se conservara caliente o no?

Si Juan tardaba mucho más, estaría frío, congelado, y eso sería terrible.

Mas, por otra parte, la última paciente había marchado; Juan subiría dentro de un momento. Si lo mandaba a la cocina, Juan tendría que esperar, y... ¡era tan impaciente! «Pero, ¿no sabías que venía...?» Tendría su voz aquel dejo de contenida exasperación que ella conocía ya y temía. Además, se asaría demasiado, se secaría... Y Juan detestaba la carne demasiado hecha.

En cambio, le hacía muy poca gracia la comida fría.

Fuera como fuese, la fuente estaba caliente.

Vacilaba, sin saber qué partido tomar, y su ansiedad y congoja crecían de punto.

Todo su mundo se había contraído, de pronto, convirtiéndose en su cuarto de cordero que se enfriaba en la fuente.

Desde el otro lado de la mesa, su hijo Terence, de doce años de edad, dijo:

—Las sales bóricas arden con llama verde; las del sodio con amarilla.

Gerda miró, aturdida, el cuadrado rostro cubierto de pecas. No tenía idea de lo que estaba hablando su hijo.

—¿Sabías tú eso, mamá?

—¿Si sabía qué?

—Lo de las sales.

La mirada de Gerda vagó distraída, hacia el salero. Sí; la sal y la pimienta estaban en la mesa. Menos mal. La semana anterior Lewis se había olvidado poner esas cosas y Juan al darse cuenta, se había molestado. Siempre había algo...

—Es uno de los experimentos de química —dijo Terence, en voz soñadora—. Y la mar de interesante, por cierto, en mi opinión.

Zena, de nueve años y semblante lindo aunque vacuo, lloriqueó:

—Quiero comer. ¿No podemos empezar, mamá?

—Dentro de un momento, querida. Hemos de esperar a papá.

Nosotros podríamos empezar ya —dijo Terence—. A papá no le importaría. Ya sabes lo aprisa que come.

Gerda sacudió la cabeza.

¿Trinchar ella el cordero? Pero, ¡si nunca lograba acordarse de por qué lado debía meter el cuchillo! Claro que, a lo mejor Lewis lo habría colocado bien en la fuente, pero a veces no lo hacía, y a Juan le molestaba mucho si no se trinchaba bien. Y pensó Gerda, desesperada, siempre estaba mal trinchado cuando lo hacía ella. ¡Santo Dios! ¡Qué fría se estaba poniendo la salsa...! Se estaba formando una película por encima. Tendría que mandarla a la cocina otra vez... Pero, si Juan estaba a punto de llegar... y debía estar a punto de llegar en aquellos instantes.