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(Quiero irme a casa. ¡Qué frase más absurda, más ridícula! ¡No significa nada!)

Fuera como fuese, dentro de una hora o algo así saldría de Londres, olvidando a los enfermos, con su leve olor a agrio, y olería humo de leña, y pinos, y hojas otoñales húmedas... Hasta el movimiento en sí del coche resultaría apaciguador, aquel suave y gradual aumento de velocidad.

Mas, pensó de pronto, no sería del todo así. Porque, como tenía medio dislocada una muñeca, tendría que conducir Gerda, y Gerda, malhaya fuera, jamás había logrado ni empezar a saber conducir un coche. Cada vez que cambiaba marchas, él permanecía callado, rechinando los dientes, esforzándose por no decir una palabra, porque sabía, por amarga experiencia, que cuando decía algo, Gerda lo hacía peor inmediatamente. Era curioso que nunca hubiese podido enseñarle nadie a Gerda cambiar las marchas, ni siquiera Enriqueta. La había puesto en manos de esta última, creyendo que el entusiasmo de Enriqueta lograría mejores resultados que su propia irritabilidad.

Porque Enriqueta amaba los automóviles. Hablaba de ellos con la lírica intensidad que otras personas dedicaban a la primavera o la primera campanilla que brotaba en el prado.

—¿Verdad que es una preciosidad, Juan? Cómo zumba, ¿eh? Subiría Bale Hill en tercera, sin el menor esfuerzo. Escucha lo acompasadamente que funciona el motor.

Hasta que él la había interrumpido bruscamente dando un estallido:

—¿No te parece, Enriqueta, que podrías preocuparte un poco de mí y olvidarte del coche un par de minutos?

Siempre se avergonzaba de tales estallidos.

Nunca sabía cuándo iba a dar uno sin ton ni son.

Lo mismo le ocurría con el trabajo de ella. Se daba cuenta de que su trabajo era bueno. Lo admiraba y lo odiaba al mismo tiempo.

La pelea más grande que había tenido con ella había obedecido a eso precisamente.

Gerda le había dicho un día:

—Enriqueta me ha pedido que le haga de modelo.

—¿Cómo? —si se paraba a pensar, su expresión de asombro no había sido muy aduladora que digamos—. ¿Tú?

—Sí; voy a ir a su estudio mañana.

—¿Para qué diablos te quiere?

No; no había sido muy cortés. Pero, por suerte, Gerda no se había dado cuenta de ello. Parecía contenta. Sospechó que se trataba de una de aquellas bondades tan poco sinceras de Enriqueta. Quizá Gerda hubiera insinuado que le gustaría que la modelasen. Algo por el estilo y Enriqueta estaba dispuesta a complacerla.

Luego, cosa de diez días más tarde, Gerda le había enseñado triunfalmente una estatuilla de escayola.

Era muy bonita: hábil, técnicamente hablando, como toda la labor de Enriqueta. Idealizaba a Gerda. Y era evidente que Gerda estaba contentísima.

—A mí me parece encantadora, Juan.

—¿Es eso obra de Enriqueta? No significa nada... nada en absoluto. No comprendo cómo ha podido ella hacer una cosa así.

—Es distinto, claro está, de su trabajo abstracto..., pero me parece muy bien hecho..., de veras, Juan.

No había dicho nada más. Después de todo, no deseaba aguarle la fiesta a Gerda. Pero abordó el tema con Enriqueta en cuanto tuvo la primera ocasión.

—¿Por qué le hiciste esa estatuilla tan estúpida a Gerda? No es digna de ti. Después de todo, tú sueles hacer las cosas bastante bien.

Enriqueta dijo, muy despacio:

—A mí no me pareció mal ésa. Gerda parecía muy contenta con ella.

—Estaba encantada. ¡No había de estarlo ella! Gerda no distingue entre el arte y una fotografía iluminada.

—No era arte malo, Juan. No era más que una estatuilla—retrato... inofensivo y sin pretensiones.

—No sueles perder el tiempo haciendo esas cosas...

Se interrumpió y se quedó contemplando una figura de madera, de unos cinco pies de altura.

—Es para el Grupo Internacional. Madera de peraclass="underline" «La Adoradora».

Le observó. Él se quedó mirando, y luego de pronto, se le congestionó el cuello y se volvió hacia ella, furioso.

—Conque ¡para eso querías a Gerda! ¿Cómo te has atrevido?

—Me preguntaba si lo notarías...

—¿Notarlo? ¡Claro que lo noto! Está aquí.

Pasó un dedo sobre los gruesos músculos del cuello de la imagen.

Enriqueta movió afirmativamente la cabeza.

—Sí. Lo que yo quería era el cuello y los hombros, y esa pronunciada inclinación hacia delante... la sumisión... ese aspecto de inclinación, de reverencia... ¡Es maravilloso!

—¿Maravilloso? Escucha, Enriqueta, no te lo consiento. Has de dejar a Gerda en paz.

—Gerda no lo sabrá. Nadie lo sabrá. Bien sabes que Gerda no se reconocería aquí... y ninguna otra persona la reconocería tampoco. Y no es Gerda. No es nadie.

—Yo la reconocí, ¿verdad?

—Tú eres diferente, Juan. Tú ves las cosas.

—¡Es la frescura lo que me subleva! ¡No te lo consiento, Enriqueta! No te lo consiento. ¿No te das cuenta de que has hecho algo que no tiene defensa posible?

—¿Tú crees?

—¿No te das cuenta tú? ¿No sientes que es así? ¿Dónde está tu sensibilidad habitual?

Enriqueta dijo, muy despacio:

—No comprendo, Juan. No creo que pudiera llegar nunca a hacerte comprender. Tú no sabes lo que es desear algo... verlo días tras día... aquella línea del cuello... aquellos músculos... el ángulo en que avanza la cabeza... la pesadez alrededor de la mandíbula... Los he estado viendo... deseándolos... cada vez que veía a Gerda... Por fin, ¡no tuve más remedio que tomarlos!

—¡Sin escrúpulos!

—Sí, supongo que sí. Pero, cuando uno desea las cosas así, una no tiene más remedio que tomarlas.

—Con eso quieres decir que te importan un bledo los demás. No te importa un comino Gerda...

—No seas estúpido, Juan. Por eso hice esta estatuilla. Para contentar a Gerda y hacerla feliz. ¡No soy inhumana!

—Eso es precisamente lo que eres: inhumana.

—¿Crees sinceramente que puede llegar Gerda algún día a reconocerse... en esa figura?

Juan la miró de mala gana. Por primera vez, la ira y el resentimiento quedaron subordinados al interés que en él se despertaba. Una figura extraña, sumisa, una figura que ofrecía adoración a una deidad invisible, el rostro alzado, ciega, muda, devota, terriblemente fuerte, terriblemente fantástica. Dijo:

—¡Es una figura aterradora la que has hecho, Enriqueta!

Enriqueta se estremeció levemente.

Dijo:

—Sí... a mí me pareció aterradora...

Juan preguntó con brusquedad:

—¿A quién mira...? ¿Quién es? ¿Quién se supone que está ahí delante?

Enriqueta vaciló. Dijo, y su voz tenía un deje extraño:

—No lo sé. Pero creo... que pudiera estarte mirando a ti, Juan.

Capítulo V

Allá en el comedor, el niño Terry hizo otra afirmación científica.

—Las sales de plomo son más solubles en agua fría que en agua caliente. Si se agrega yoduro de potasio se consigue un precipitado amarillo de yoduro de plomo.

Miró con expectación a su madre, pero sin grandes esperanzas. Los padres, en opinión de Terry, desilusionaban lamentablemente.

—¿Sabías tú eso, mamá?

—No sé una palabra de química, querido.

—Podrías leer algo del asunto en un libro —dijo Terence.

No hacía más que hacer constar un hecho; pero, tras la aseveración, se notaba cierto dejo de nostalgia.

Gerda no se dio cuenta de la nostalgia. Estaba demasiado preocupada. Se encontraba encerrada en la trampa de su propia ansiedad, de su desaliento. Vueltas y más vueltas. Se había sentido muy decaída desde que se despertara aquella mañana. Por fin había llegado el largo tiempo temido fin de semana con los Angkatell. Para ella, siempre resultaba una pesadilla pasar unos días en The Hollow. Siempre se sentía aturdida y triste. A la persona que más temía era a Lucía Angkatell, con sus frases a medio terminar, sus rápidas inconsecuencias, sus nada disimulados esfuerzos por ser bondadosa. Pero los demás casi le resultaban tan temibles. Para Gerda eran dos días de puro martirio, que soportaba por amor a Juan.